– No lo sé -fue sincera.
– ¿Que no lo sabes? ¡Anda ya!, ¿cómo que no lo sabes?
– ¡No lo sé! -se lo gritó exasperada.
– ¡Has hecho que la pistola se apartara, y luego lo has movido a él, a un tipo de noventa kilos por lo menos!
Ella bajó la cabeza y se llevó una mano a la cara.
– ¿Qué sentías? -insistió David.
– Rabia.
– Es una fuerza poderosa -asintió sin perder la concentración por adelantar a un autocar turístico-. Pero por más rabia que siento yo a veces, no consigo mover ni una piedra.
– Cállate -suspiró-. Estoy temblando.
– Supongo que si yo tuviera poderes también estaría temblando.
– ¡Yo no tengo poderes, no seas cretino!
– ¿Ah, no? ¿Y lo que has hecho qué es? ¿Un ejercicio elemental de telequinesia?
– ¡¿Quieres callarte?! -se crispó.
David le lanzó una mirada de soslayo. Frunció el ceño y casi estuvo a punto de alargar su mano derecha para tocarle el brazo.
Se abstuvo.
Los ojos de Joa brillaban.
– Va, cálmate -intentó contemporizar.
– ¡No me digas que me calme!
– ¿Entonces qué quieres? -golpeó el volante con el puño cerrado-. ¡Estoy de tu parte!, ¿vale? ¡Y por lo menos espero que ahora entiendas que sólo me tienes a mí!
Joa rehuyó sus ojos. Los suyos fueron más allá de la ventanilla, para mirar sin ver el monótono paisaje yucateño. La noche ya estaba allí, plácida. Una noche cargada con las primeras nubes negras de las últimas horas.
– ¿Qué te pasa? -quiso saber David.
– Nada.
– ¿Eres demasiado orgullosa para aceptarlo?
– ¿Sólo te tengo a ti, en serio? -lo desafió.
– Es evidente, ¿no?
– ¿Qué diferencia hay entre ellos y tú?
– ¡Que yo estoy de tu parte! ¿Te parece poco?
– Eres un iluminado, y ellos son unos fanáticos -quiso pincharle Joa sin saber muy bien por qué.
– Sabes que, en relación a lo primero, eso no es cierto.
– Vosotros perseguís el sueño de la fusión estelar, el Gran Encuentro, como cuando los hippies se reunían en los desiertos llamando a los extraterrestres, o como cuando hay sospechas, indicios o extravagantes pistas que dicen que van a venir seres de otros planetas y se dan cita miles de locos de todas las condiciones bailando y colocándose para ser testigos del momento.
– Los que llaman a los extraterrestres sí son unos iluminados, y los que se fían de indicios cogidos al vuelo también. Pero nosotros sabemos que existen, conocemos a las hijas de las tormentas, te conocemos a ti.
No siguió la conversación. La rabia aún la conmocio-naba, y los efectos de lo que había hecho la aturdían.
– ¿Y si mi madre no fuese más que una mujer vulgar y corriente?
– ¿La hija de una mujer vulgar y corriente haría lo que acabas de hacer tú?
La nueva pausa fue mucho más larga. El corazón de Joa todavía iba a cien.
– Por cierto, gracias por salvarme la vida -dijo David.
– Lo mismo digo.
– Ese hombre iba a dispararme, a ti en cambio no te iban a hacer nada. Es diferente -cambió de tono al inquirir-: ¿Adonde te llevaban?
– No lo sé. No me lo han dicho.
– ¿Puedo preguntarte algo?
– Depende.
– ¿Por qué te fuiste de Palenque?
– Soy individualista. -No me creíste, ¿verdad?
– Aparece un hombre que me cuenta una historia alucinante, luego otro que me dice lo mismo con variantes, ¿y se supone que he de creeros a los dos y tomar partido por ti?
– ¿Me crees ahora?
– ¿Cómo me has encontrado?
– ¿Me crees?
– ¡Sí! ¿Cómo me has encontrado?
– ¿Eso es lo que te irrita, que tengas que creerme?
– ¡Quieres responder a mi pregunta!
– Dejas un rastro. Pero suerte de él. Por poco llego tarde. Cinco minutos más y habrías desaparecido tú también.
– ¡El héroe! -bufó Joa.
– ¿Aún sientes rabia? -forzó una sonrisa amistosa.
– No -reconoció.
– Menos mal. No quiero salir por la ventanilla.
– Puedo practicar.
Se arrepintió de haberlo dicho.
Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y dejó que el silencio la arropara unos segundos. Hubiera preferido que su salvador no volviera a hablar en un rato pero escuchó de nuevo su voz.
– ¿Tienen a tu padre?
– No. También lo están buscando. Creen que yo, consciente o inconscientemente, sé algo.
– También yo lo creo.
– He mirado sus papeles, sus dibujos, y a falta de mayor información sobre los mayas, no he visto nada revelador. Ni siquiera sé qué he de buscar, si es que hay algo en ellos.
– Si los jueces no lo tienen, ¿quién lo tiene?
La gran pregunta.
– ¿A qué fuiste a Chichén Itzá?
– Mi padre estuvo allí, y le dijo a alguien que iba a regresar. Sus palabras fueron: «Por fin el camino. Tengo la clave. He de volver a Chichén Itzá».
– ¿Dijo eso? -abrió los ojos David.
– Eso parece.
– ¿Qué has encontrado tú?
– Nada -admitió-. Pero la conexión está en Palenque. Primero allí. Algo se me escapó el otro día, tal vez en una de esas tumbas, la que estaba cerrada.
– ¿Así que regresamos a Palenque?
Llegaban a un cruce. La pregunta de David coincidió con su nueva realidad. Por un lado tenían la vuelta en dirección a Mérida, por el otro podían dirigirse a Valladolid, y por el tercero…, Cancón.
– No -fue categórica Joa.
– ¿Por qué? -su compañero detuvo el coche en el stop.
La voz de la muchacha fue dulce esta vez.
– Antes de meterme más en todo este lío, he de ver a una persona, saber quién soy, por qué he hecho lo de hace un rato, y comprender la dimensión de lo que está en juego.
– No te entiendo.
Por detrás les hicieron señales luminosas.
– El aeropuerto más cercano es el de Cancún -señaló su derecha ella.
– ¿Segura?
– Cancún.
Giró el volante y enfiló la 180 rumbo a la riviera maya.
– ¿No irás a volver a Barcelona?
– No, ¿por qué?
– ¿Confías en mí?
– Me temo que sí -suspiró tras meditarlo un largo segundo.
– ¿Temes que sí?
– Confío en ti. Pero si vas a venir conmigo para protegerme, ahora mando yo.
– ¿Cómo…?
– Sí o no. 0 no hay trato.
– ¿Adonde vamos?
– A las tierras de los huicholes, en la Sierra Madre, al oeste de México.
– ¿Vas a ver a tu abuela?
– Tiene las respuestas de mi pasado, David -musitó rendida-. Si he de seguir con esto, necesito hablar con ella… y con mi madre.
– ¿Con… tu madre?
– ¿Te importa que descanse diez minutos? -volvió a apoyar la cabeza en el respaldo de su asiento y cerró los ojos-. Te lo contaré todo esta noche, mientras cenamos, porque dudo que podamos coger ningún vuelo que nos lleve a Guadalajara a estas horas.
David calló.
La miró en silencio, largamente, mientras conducía.
Su perfil, su belleza exquisita, la dimensión de su pequeño gran universo atrapado en las contradicciones de su presente.
Sonrió.
Se concentró en la carretera pero ya no dejó de mirarla una y otra vez, mientras los faros de los otros coches arrancaban destellos flamígeros de su rostro al pasar a toda velocidad por el lado opuesto de la senda asfaltada.
Estaban al menos a dos horas de Cancún.
SEGUNDA PARTE
23
El espinazo de la Sierra Madre occidental, en el estado mexicano de Jalisco, era un territorio abrupto de extraordinaria belleza, con elevaciones de hasta dos mil quinientos metros, estrechas mesetas, profundos cañones serpenteados por ríos salvajes, escasas sendas de comunicación y una vida propia, aislada, un mundo dentro de otro mundo.