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Tierras de los huicholes.

Anclados en el pasado con un presente del que parecían no formar parte.

En las zonas altas de las sierras, el frío era tan brutal como el calor en las zonas bajas. La dificultad de los accesos hacía que se necesitasen todoterrenos para desplazarse, y en muchos casos ni siquiera ellos podían con las quebradas de los caminos; por eso aquí y allá aparecían pistas para el aterrizaje y despegue de avionetas, necesarias en casos de emergencia. Con la leña como principal combustible, gasolina para alimentar unas pocas plantas eléctricas, el agua extraída de pozos, apenas servicios médicos y escuelas, salvo las de Primaria o, como mucho, hasta la Pre paratoria en algunos centros privilegiados, los huicholes formaban una comunidad autóctona integrada por unas veintidós mil personas repartidas en cinco comunidades integrada por unas veintidós mil personas repartidas en cinco comunidades autónomas entre el norte de Jalisco y parte de Nayarit, Zacatecas y Durango. Hablaban lenguas como el náhuatl, el pima, el yaqui o la cora y el tepehuano. Se habían mantenido puros desde antes de la conquista de los españoles. Y. esa pureza, arropada por sus difíciles condiciones de vida, no tan sólo atendía a sus raíces, sino también a su espiritualidad y cosmogonía.

El pueblo huichol, o wirrárica según su lengua, podía detener el viento y llamar a la lluvia y el sol, porque sus rituales de hechicería eran la base de todo su ser. Los rituales más antiguos se producían en los mitotes, ceremonias religiosas en las que bailaban y hacían movimientos mágicos para activar la energía vital, para agitar la vida, el kipuri. Los huicholes no veían en la imagen de Dios al creador de la vida, sino que éste formaba parte del cosmos. A las fuerzas que gobernaban la vida las llamaban hermanos. El Abuelo Fuego: Tatevari; la Madre Agua: Tatiei Matinieri; el Bisabuelo Cola de Venado: Tamatz Kayaumari. Todas eran encarnaciones de las fuerzas de la naturaleza, la energía que fluía en el universo y su relación con este mundo mágico.

Gobernados por una casta de chamanes, brujos con su halo de misterio y guerreros que en el pasado libraron imponentes batallas en el ámbito de lo sobrenatural, los huicholes resolvían los problemas mundanos según sus códigos y siempre de acuerdo a la hechicería y el poder de las plantas alucinógenas. El gobernador era el Maraka-me, «el que sabe», y los nuevos chamanes eran los Mate-wame, «los que van a saber». Así se mantenía el linaje, los conocimientos. Ni la presencia de la religión católica desde la conquista había podido cambiar su ancestral mundo, colgado de sus montañas, siempre aislado y protegido por lo apartado de sus tierras aun hallándose dentro de un mundo sin distancias.

Todo esto se lo había contado Joa a David la noche anterior, en el hotelito de Cancún, y a lo largo del viaje desde la capital de la riviera maya hasta México DF y desde ahí hasta Guadalajara, donde alquilaron el todoterreno que les conducía por aquel paraje ignoto. Todo esto y la historia de amor de sus padres, para que él entendiera de qué forma se había producido.

– Las hijas de las tormentas nacieron en lugares remotos -David rompió el silencio en aquel atardecer silencioso.

– ¿Una forma de protegerlas?

– Son especiales, ya te lo dije. La mayoría ha desarrollado vinculaciones artísticas. No han pasado desapercibidas.

– ¿Y por qué no se vincularon con temas científicos? Según tú son antenas vivas, recolectoras de información.

– Quizá esto pruebe que ellos son pacíficos -David apuntó al cielo-, aunque para nosotros es más que evidente que lo son; no necesitamos pruebas.

– ¿Seguro que no saben nada de lo que va a suceder ni dónde?

– Hemos hablado con todas. Aparentemente son mujeres normales, hacen su vida.

– ¿Y si están programadas para algo?

– Tú eres la hija de una de ellas. ¿Cómo te sientes?

– Mi mitad humana me dice que normal -fue tajante aunque al decirlo se agitó incómoda en su asiento.

David detuvo el coche en una encrucijada. No tuvo que preguntar nada. Joa estudió el mapa del territorio hui-chole por enésima vez.

– Por aquí -señaló a su izquierda.

– Creía que sabrías de memoria el camino.

– ¿Tú has visto esto? -abarcó el paisaje, brutal, intenso, arbolado a veces y desértico otras-. La última vez que estuve en estas tierras era una niña y mi padre se ocupó de todo. Apenas si recuerdo nada y, sin embargo, en el fondo es como si hubiera nacido aquí, como si nunca me hubiese ido. Es igual que formar parte de algo sin ser consciente de ello. Mi madre me hablaba de las costumbres, las leyendas.

– Cuéntame una.

– Mi favorita era la de la Madre del Maíz -esbozó una tímida sonrisa ella-. Cambió su forma de paloma y adoptó la humana para presentarle a un muchacho sus cinco hijas, símbolos de los cinco colores sagrados del maíz: blanco, rojo, moteado, azul y amarillo. Como el chico tenía hambre, la Madre del Maíz le dio una olla llena de tortitas y una jicara con atole. El joven no creía que esto pudiera acabar con su apetito, pero descubrió que las tortitas y el atole nunca se terminaban. Por último, cuando la Madre del Maíz le pidió que escogiera a una de sus hijas, él se inclinó por la del Maíz Azul, que era la más bella y sagrada de todas.

– Me has dicho que tu abuela es una poderosa chamán.

– Sí. Domina todo lo concerniente a hierbas, hongos alucinógenos, rituales de magia y espiritismo…

– ¿Crees en eso?

– He visto cosas que te asombrarían. Y eso que era una niña.

– ¿No preparó a tu madre para que también fuera una chamán?

– Mi madre desarrolló otras cualidades. Mi abuela siempre supo que era distinta. La instruyó, pero de alguna forma sabía que no pertenecía al mundo huichole. Al aparecer mi padre y llevársela…

– ¿Nunca ha salido de aquí?

– No.

– ¿Y si ha muerto y no lo sabéis?

– No, eso no es posible. Se habrían puesto en contacto con nosotros. Vive sola, no tiene a nadie, pero forma parte de una comunidad y se sabe que tiene una familia en España.

– No me has dicho cómo se llama.

– En nombre mexicano, Lucía. En náhuatl, Wayanka-we, que significa Mujer Oscura.

– ¿Tenía tu madre nombre náhuatl?

– Se llamaba Kaewaka, Hija del Rayo. A mí me gustaba mucho, pero siempre la llamé por el suyo habitual, María.

– ¿Tienes tú un nombre náhuatl?

– Sí -rehuyó su mirada.

– ¿No quieres decírmelo?

– No.

– Vale.

– Mira -Joa señaló al frente.

Eran los primeros huicholes que veían: los hombres con sus huerrukis, calzones largos de manta bordados en la parte inferior con diseños simbólicos en punto de cruz; la katuni, camisa larga abierta por los lados y sujeta a la cintura con el juayane, una faja ancha y gruesa hecha de lana o estambre; y como remate, el kuchuri, un morral tejido o bordado cruzado al hombro, con la tubarra, un pañolón anudado al cuello y el rupurero, el sombrero hecho de palmas y con adornos de flores, espinas, plumas o chaquiras. Las mujeres en cambio usaban ropas menos vistosas, un kutumi o blusa corta hasta la cintura; una ihui, falda con un borde inferior lleno de bordados, como la blusa; y un ricuri como tocado para la cabeza, formado por dos cuadros de manta blanca igualmente bordados.