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David se quedó mirándolos con los ojos muy abiertos hasta que los rebasó con el vehículo.

Habían salido con el coche alquilado en el aeropuerto de Guadalajara, la capital de Jalisco, en dirección norte, adentrándose en el estado de Zacatecas a través de la cincuenta, kilómetros de carretera ni el madrugón de la mañana para tomar el primer vuelo hacia México DF desde Cancún hacían mella en ellos en ese momento. Para Joa era un regreso; para David, un universo desconocido. Había cierta emoción en los dos. Sierra de Guajolotes. La ruta 23 atravesaba escasas ciudades, García de la Cadena, Teúl de González Ortega, Tepechitlán, Tlaltenango de Sánchez Román y Momax, antes de retornar al estado de Jalisco por el norte, una zona aparentemente desgajada de su núcleo central. Dejaron atrás Totatiche, Temastián y Villa Guerrero para descender hacia el sur en dirección a Bolaños, la puerta de las tierras huicholes por el este. El último tramo de carretera lo hicieron bajo el suave sol de media tarde. Ni el cansancio por los doscientos

Apenas si hablaron más hasta llegar a Bolaños, siguiendo un rápido descenso hacia el fondo del cañón del río del mismo nombre. Cruzaron el puente colgante de los Dos Mundos, llamado así porque unía el mundo hispánico con el indígena, y Joa, que era la que conducía el coche en el tramo final, se detuvo en el corazón de la ciudad, con la iglesia inacabada de San Antonio al frente. Allí apagó el motor.

David se sorprendió por su gesto.

– ¿Quieres quedarte a dormir aquí para seguir mañana más descansados a las montañas?

– No.

– ¿Entonces por qué paramos? Creía que querías llegar antes de la noche.

– Tú te bajas.

– ¿Cómo dices?

– Mi abuela no se sentirá cómoda si te ve conmigo. Me hará preguntas. Y no entenderá que le diga que somos amigos, que me proteges o que me acompañas. Por lo tanto, debo ir sola.

– ¿Y si…?

– Nadie me encontrará aquí, descuida -lo tranquilizó-. Estoy con la gente de mi madre. Nadie llega a las tierras huicholes sin que se sepa. Es más, yo puedo pasar, soy hija de una de ellos. Tú necesitarías un permiso especial. Esto no es turístico con vía libre. Es una comunidad indígena protegida. Así que vas a quedarte aquí. Bolaños es una antigua ciudad minera. Te gustará, aunque tampoco hay mucho que ver, lo reconozco. Tienes tres hoteles: el Familiar, el Real de Bolaños y el Jalisco. Son sencillos, pero están bien. Para comer, el mismo Real de Bolaños o La Palapa de Enrique Pinedo. Si quieres emociones fuertes, puedes hacer rafting o rappd.

– ¿Cuántos días vas a tardar?

– No lo sé. Dos, tres, cuatro… No lo sé, David. Necesito algo más que hablar con mi abuela.

– ¿Qué necesitas?

No le respondió, y él tampoco insistió. Estaba aprendiendo a respetar sus silencios, sus misterios. Vaciló un momento más antes de rendirse y descender del todoterreno comprendiendo su razonamiento. Recogió su maleta de la parte de atrás y volvió hasta ella por el lado de su ventanilla.

– Cuídate -le pidió con algo más que vehemencia en la voz.

– Y tú diviértete -bromeó Joa.

– ¿Podrás llamarme al móvil?

– Si hay cobertura, sí. No lo sé. La última emoción.

– Por favor, vuelve.

– Volveré.

No supieron qué hacer, si darse la mano, un beso en la mejilla, algo, simplemente tocarse.

Ella puso el coche en marcha y eso fue todo.

24

Oscureció demasiado rápido. Llegó a tener miedo. Los kilómetros finales, desde Tuxpán de Bolaños, a treinta y siete kilómetros de Bolaños, hacia Mesa Ratontita y la Barranca del Tule, ya en dirección norte, fueron tensos. Allí no había carreteras. Allí la montaña era una trampa incesante. La oscuridad se abatió sobre el coche como una fría losa, y sabía que, si se despeñaba por uno de aquellos cortantes, nunca la encontrarían. Le había prometido a David que volvería. Pensar que la zona turística de Puerto Vallaría estaba tan cerca, al otro lado de la Sierra Madre en dirección sudeste, la sacudió por lo relativo de la vida. Llegó a temer perderse.

Pero en cada rompiente, en cada cruce de sendas milenarias, en cada momento, su instinto le dijo qué camino seguir o qué rumbo tomar. La rabia del día anterior había salvado a David de la muerte, al apartar la pistola de la mano de Nicolás Mayoral. Ahora, por el contrario, lo que la guiaba era una especie de paz que iba en aumento, aunque no por ello su miedo menguó. Cuando los dos se equilibraron se sintió fuerte. Miedo con conciencia. Paz con respeto. Volvía a casa, sola, años después. Si hay puntos en las subidas y bajadas de la vida con una especial relevancia, éste era uno de ellos. Jamás hubiera imaginado regresar de aquella forma.

Es más, al desaparecer su madre, creyó que su nexo con sus raíces huicholes se había perdido para siempre.

No había querido volver a pensar en su reacción del día anterior. David tampoco le había vuelto a preguntar. Ahora sí lo hizo. Por segunda vez recordó con fuerte intensidad aquellas palabras del juez en su primera visita: «posiblemente posea poderes, mentales y físicos, que ni siquiera conoce».

Los tenía.

Y no se sorprendía.

Le molestaba reconocerlo, aceptarlo, pero no le sorprendía, aunque se hubiese peleado con David al repetírselo él.

Poderes desconocidos.

¿Cuáles?

¿Acaso su madre no había sido a sus ojos una mujer normal y corriente?

Las preguntas, de pronto, la bombardearon.

¿De cuánto tiempo disponía? ¿Era realmente la fecha del 21 al 23 de diciembre la decisiva, coincidiendo con el fin del Quinto Sol maya y el nacimiento de una nueva era, y por esa razón todo se había acelerado, o se trataba de una casualidad? ¿Qué papel jugaban las hijas de las tormentas en todo ello? ¿Quién más estaba detrás de lo que sucedía y tenía a su padre, en el supuesto de que alguien lo hubiese secuestrado como así parecía? ¿Por qué se estremecía cada vez que miraba aquellos papeles y dibujos, como si estuviese cerca de algo que no sabía ver?

¿Por qué no había tocado a David?

Esta última pregunta la inquietó, la hizo sonreír, la hizo pensar.

Apenas si le conocía, apenas si había empezado a confiar en él, pero estaban juntos. La noche pasada, en Cancún, habían hablado como una pareja más en uno de los corazones turísticos del Caribe, aunque su conversación no tuviera nada de romántica. El camarero que les sirvió la cena los tomó por novios, o recién casados aunque no llevasen anillos. Ella se puso roja.

Y al separarse en Bolaños se habían comportado como dos tontos, inseguros, tímidos.

Ella acababa de conocerle, pero él hacía años que la seguía.

¿Establecía eso algo más que un nexo?

Ni siquiera se dio cuenta de que estaba en su tierra, en casa, hasta que los faros del coche iluminaron el quebrado rótulo de madera que anunciaba el pueblo.

Suspiró.

Cubrió la última distancia. Algunas personas se asomaron a la puerta de las casas, sorprendidas por su presencia allí. No había luces, probablemente muchos ya durmieran. Alguna vela, alguna lámpara de petróleo, poco más. Las construcciones eran muy sencillas, de adobe y piedras recubiertas de lodo y techos de paja. La abuela vivía a las afueras, hacia el oeste, en un tipi. No tuvo problemas en orientarse porque allí el tiempo se había detenido. Todo estaba igual. Ningún niño echó a correr tras el todoterreno porque era de noche. La loma se elevó de pronto y ya no pudo continuar. Arriba, contra el cielo tachonado de estrellas y una hermosa luna creciente, se recortaron las tres casas más alejadas del centro.

Una de ellas era la suya.

– Abuela…

No recogió la bolsa de viaje. Sólo apagó el motor y las luces. Echó a correr, loma arriba, más y más excitada con cada paso. Tenía ganas de gritar, y de llorar, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Cuando irrumpió en el tipi se sintió desfallecer.