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– ¡Abuela!

La cabaña estaba vacía.

Salió al exterior y se estremeció por el frío de la noche. No se había percibido de él hasta ese instante. Por entre las sombras vio acercarse la diminuta figura de una mujer, una anciana de cabello blanco. Sabía que no era su abuela porque el tamaño de ésta era mayor que el de la aparecida, pero aun así dudó. Después de tantos años… ¿Cómo la habría tratado la vida? Para ella jamás tuvo una edad. Ni siquiera recordaba cuántos años tenía.

Cuando la anciana se detuvo delante, sus ojos se dilataron.

Alzó una mano en dirección a su rostro.

– Kaewaka… -musitó. Joa reconoció a la vieja Tamari.

– No soy Kaewaka -le respondió con dulzura-. Soy su hija.

– Tía huala chantli.

– Tamari, nunca aprendí el náhuatl.

– Has vuelto a casa -lo repitió en español.

– ¿Dónde está mi abuela?

La anciana señaló en dirección a la oscuridad.

– Montaña de la Luna -dijo-. Lleva dos noches fuera.

– ¿Cuándo regresará?

Tamari le acarició las mejillas. La tomó de las manos. Sonreía con la expresión de bondad de quien recibe un regalo inesperado.

– Descansa -se encogió de hombros-. Hoy ya es tarde. Sé bienvenida.

Allí el tiempo no existía.

Aunque ella lo llevase encima, con caracteres de urgencia.

Diez minutos después, tapada hasta las orejas para superar el frío, y bajo dos mantas, cerraba los ojos en el duro jergón utilizado por su abuela desde el inicio de los tiempos.

25

Una noche sin sueños. Ni buenos ni malos. Sin sueños. Despertó al amanecer, a causa del silencio. El silencio podía ser en ocasiones más ensordecedor que una explosión. En las tierras de los huicholes se trataba de un silencio denso, profundo, como si el aislamiento también lo convirtiera en algo primitivo, trasladado del pasado al presente. Se levantó, se vistió, se protegió con un jersey y salió al exterior para contemplar las diseminadas casas del pueblo desde lo alto de la loma. Ahora sí, al todoterreno lo rodeaban dos docenas de niños y niñas de mirada absorta. Miradas que se desplazaron en su dirección al aparecer a la puerta del tipi. No se acercaron a ella. Respetaron su soledad. El pueblo entero sabía que estaba allí, pero nadie le diría nada hasta que no se reencontrara con la abuela Wayankawe. Por lo que recordaba, todo seguía igual, una estampa detenida en el tiempo.

Desayunó y tomó la senda de la Montaña de la Luna,a pie.

No fue un paseo muy largo. A los quince minutos, a lo lejos, recortada contra la falda de una encrespada falla, la vio caminar de regreso al pueblo.

Su abuela Lucía.

Wayankawe.

Echó a correr al reconocerla. Andaba encorvada por el peso o la presencia de un saco colgado de su espalda, con la vista fija en el suelo. A menos de diez metros Joa se detuvo, el corazón a mil, la respiración agitada, el pulso acelerado. Esperó que la anciana notara su presencia y levantara la vista.

Al hacerlo, sus ojos se encontraron.

Había emoción en los de su nieta.

Serenidad en los suyos.

– Abuela…

Sus palabras la sorprendieron.

– Te estaba esperando, Akowa.

No contestó. No le preguntó todavía por qué. Quizá todo estuviera escrito. Por algo era chamán. Quedaron una frente a otra hasta que Joa la abrazó con fuerza y la mujer se dejó querer, ahogar por aquella aplastante ternura. Al separarse sonreía y en sus pupilas brillaron un millar de luces cargadas de amor. Lo mismo que la vieja Tamari la noche pasada, su abuela le acarició el rostro y la bendijo con su tacto.

Olía a tierra, a lluvia.

– Eres tan idéntica a tu madre cuando se marchó de aquí.

Ahora sí le hizo la pregunta:

– ¿Por qué dices que me esperabas?

– Me lo dijo el viento.

– ¿Te dijo que vendría?

– Vi a tu padre, en un barco que volaba. No tenía ojos.

– ¿Dónde le viste, en un sueño?

– No, al comunicarme con los espíritus. ¿Dónde está él?

– No lo sé, abuela. Quizá con mamá. La mujer bajó la cabeza. Dejó el saco en el suelo. Joa descubrió que estaba lleno de hierbas y plantas. Acto seguido buscó una piedra y se sentó en ella. Su nieta la imitó. Quedaron frente a frente inundándose de miradas a la búsqueda del tiempo perdido. Por cada arruga de aquel rostro tal vez centenario surcaba la historia de una forma tan hermosa como implacable. Joa tomó sus manos para no caer. Necesitaba el contacto de aquellos dedos ásperos. Su abuela llevaba la cabeza descubierta, con las hebras de plata hirsutas y largas hasta los hombros a pesar de la cinta que formaba una cola a la altura de la nuca.

– Él no está con ella -susurró reflexiva.

– ¿Cómo lo sabes?

– No les pertenece.

– ¿Hablas de los que trajeron a mamá hasta ti?

– Sí.

– ¿Quiénes son?

La anciana miró el cielo.

– Me regalaron lo que tanto había deseado -mantuvo su tono reflexivo.

– Abuela, he venido hasta aquí para que me lo cuentes todo.

– ¿Todo?

– ¡Necesito saber la verdad, mis orígenes, cómo llegó mamá hasta ti, cómo era!

Seguía mirando el cielo. Su rostro irradiaba luz. Un universo entero acotado en aquella superficie arada por la mano de un dios paciente.

– El tiempo se acaba, Akowa.

– ¿Qué tiempo?

– Ellas han de regresar.

Joa bajó la cabeza. No siempre le había resultado fácil hablar con su abuela. Las cosas no parecían haber cambiado mucho.

– Abuela, por favor… -se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¡Sssh…!

La abrazó y, cuando su nieta se arrebujó en sus brazos, arrodillada en tierra, le acarició la cabeza mientras la besaba.

De alguna parte surgió una bocanada de aire. Las envolvió en un torbellino de polvo. Y cesó.

Allí todo parecía mágico. No lo era, pero lo parecía.

Joa cerró los ojos para que las lágrimas no la sorprendieran. Sintió cómo las dos primeras gotas resbalaban por sus mejillas abriendo estelas húmedas en su piel. La voz de su abuela llegó hasta ella envuelta en el manto de una letanía indescifrable.

– Aya e katlapaxe'a uahuac nihaya…

Luego la recordó de pronto.

La nana con la que solía arroparla por las noches cada vez que dormía a su lado en el tipi.

26

Vestida como una huichole, se convirtió en el centro de la atención del pueblo durante la mañana, a su regreso de la montaña.

Esta vez sí, fueron a verla, a recordarla, a presentarle su cariño y a merecer su respeto. Joa llevaba una preciosa kutumi y una ihui larga hasta los pies, las dos con bordados inspirados en la naturaleza de los huicholes, águilas bicéfalas, ardillas, venados, la flor de loto de ocho pétalos, uno de sus símbolos más míticos, y por supuesto serpientes, símbolo del agua. La abuela también le había dado adornos de chaquira, un pectoral y dos brazaletes. Los hombres la admiraban, sobre todo los jóvenes. Las mujeres asentían con la cabeza. Hablaban náhuatl. Lo único que deseaba ella era quedarse sola con su abuela. Pero debía cumplir los rituales. Regresaba la nieta, la hija de Kaewaka. El pueblo estaba de fiesta. Algo rompía por unas horas su eterna complacencia.

Después, la comida.

Joa pensó en David, en su primer día solo en Bolaños.

Inesperadamente le echaba de menos.

¿Era posible que se sintiese segura a su lado? ¿Ella?

No fue hasta después de la comida cuando, por fin, quedaron liberadas de la fiesta popular. Entonces se sentaron a las puertas del tipi.