Y su abuela abrió las compuertas de su ansiedad.
– ¿Qué quieres saber?
– Todo.
– Hay preguntas que no tienen respuestas, y respuestas que no encuentran la pregunta adecuada.
– ¿Por qué no me hablas del comienzo, de cómo llegó mamá hasta ti?
– La Gran Tormenta me la trajo -alzó las cejas con admiración-. Era mi mayor deseo, lo único que día tras día y noche tras noche les pedía a los espíritus, y mucho más tras la muerte de tu abuelo. El día que la encontré yo salí a buscarla.
– ¿Saliste a buscarla?
– Escuché su voz, en la distancia. La tormenta había roto el cielo y machacado la tierra. No hubo ninguna igual antes de ella, ni hubo otra después. Se escuchaban los gritos de las nubes, el alarido de los rayos, el rugir de las aguas surcando las montañas en su camino hacia las zonas bajas. La vida brotaba por encima de la naturaleza. Pero por entre ese caos yo la oí a ella, como te escucho a ti ahora. Salí de aquí y simplemente seguí su eco. Cuando llegué a su lado, me sonrió y eso fue todo.
– Siempre creí que alguien la abandonó.
– ¿Te contaron eso?
– Sí.
– Mantuve a tu madre aquí, en secreto, hasta que fue mía por derecho de corazón. Nadie podía ya arrebatármela. Tenemos nuestras propias leyes. Somos huicholes. Pero tu madre era un misterio. Nació de la tormenta, no en la tormenta. La llamé Hija del Rayo. Su presencia también fue una luz celestial, como la que deja él cuando cabalga por el cielo barriendo las sombras -posó en ella la cansada dulzura de sus ojos y agregó-: No, Akowa, no la abandonaron. Nadie pudo abandonarla en la montaña. Nadie habría resistido la furia de aquella tormenta. Vino del cielo.
Vino del cielo.
– ¿Qué pasó al crecer?
– Era diferente. Siempre lo fue, desde muy pequeña. Aprendía todo rápido. Habló y caminó antes que las demás. Adquirió conocimientos extraordinarios. Hablaba con los animales…
– ¿Hablaba con ellos?
– La entendían. Una vez, a los siete años, un águila se posó a su lado mientras dormía. Yo me quedé aterrada. Le arrojé una piedra pero el águila me miró, inmóvil, de forma muy fija, y no tuve fuerzas para echarle otra. Debió de transcurrir una hora, quizá más, hasta que Kaewaka despertó. Entonces miró al águila, sin miedo, le dijo algo que nunca escuché y ella alzó el vuelo hasta perderse en el cielo.
– ¿Y eso qué prueba?
– Vienes de otra tierra, Akowa -movió la cabeza de lado a lado la anciana-. Perteneces a dos mundos, pero ahora el que te domina es el de allí.
– Quiero saber quién soy.
– Lo sabrás cuando llegue el momento.
– ¡No puedo esperar! ¡He de encontrar a papá! ¡La estaba buscando!
– Ella está aqui -su abuela puso un dedo en su frente.
– No -protestó con disgusto-. Tú vives con los espíritus, pero yo necesito la realidad.
– Hay un punto en el que todo se encuentra.
– ¿Cuál es?
– Puedes ir a su encuentro.
– ¿Te refieres a… tomar… algo? -no se atrevió a pronunciar la palabra «droga».
– Para el mundo occidental las drogas son una perversión -ella sí lo hizo-. Para nosotros son la llave de la realidad, la conexión con el inframundo oculto.
No podía creerla, y sin embargo…
La conexión.
¿Acaso no era lo que había ido a buscar? Cerró los ojos y trató de reordenar sus ideas.
– ¿Mamá tenía algún poder?
– Sí.
– ¿Qué clase de poder?
– Curaba con la voz, con las manos, con la mirada.
– ¿Curaba?
– Sí -subió y bajó la cabeza con determinación.
– Hace dos días aparté un arma de la mano de un hombre con la vista, sólo porque me sentí dominada por la rabia.
– La rabia es el desorden. Tú puedes hacer lo mismo sin ella, consiguiendo dirigir tu energía. Tu mente posee dones que vienen de las estrellas.
– No puede ser…
– Kaewaka veía sin mirar, sentía sin tocar, hablaba sin hablar.
– ¡Pero eso es aterrador!
– Eso es un don, y los dones se agradecen -la corrigió-. Tú tienes el corazón noble, como lo tenía ella. No has de sentir miedo por ser diferente. El miedo deberían tenerlo aquellos que carecen de espíritu para alcanzar su propia esencia más allá de su naturaleza humana. Los dones sólo son una parte del total, depende de cómo se empleen para que sean buenos o malos.
– Yo quería hacer daño a ese hombre. Además de desviar su arma, lo empujé sin tocarlo. Pude haberle matado.
– ¿Quería hacerte daño él a ti?
– Sí.
– Tu madre una vez caminó por el aire.
– Eso no es posible -se quedó sin aliento.
– Amaba a todas las formas vivas de la creación. Se encontró una serpiente inesperadamente y ya tenía su pie en alto, incapaz de detenerse, dispuesta a pisarla o dejarse morder. Fue todo muy rápido. El animal con las fauces abiertas y el veneno en los colmillos. Tu madre frente a su muerte o la de la serpiente. Entonces se levantó del suelo, dio tres pasos por encima y descendió. Fue muy hermoso.
– ¿Mamá… levitó?
– Todo está aquí, Akowa -volvió a tocarle la frente con los dedos de su mano derecha.
Se preguntó cuánto habría de verdad o fantasía en las palabras de la anciana.
La forma en que se había deshecho de Nicolás Mayoral la hizo derrumbarse.
Aquello no había sido ninguna fantasía.
– ¿Qué llevaba mamá cuando la encontraste? -preguntó de pronto.
– Estaba desnuda, en el suelo, aunque tenía una cosa en la mano.
– ¿Una cosa?
Su abuela se levantó. Entró en el tipi y salió a los cinco segundos. Le entregó una pequeña piedra, más bien un cristal, ovalado, de color rojo. No parecía de ninguna materia conocida, porque era tan liviana como una pluma.
– ¿Qué es?
– Nunca lo supimos.
– ¿Puedo…?
– Sí -la invitó a quedársela.
La apretó en la palma de su mano derecha. Más que sentirla, fue como si desapareciera, desvanecida por su contacto. Tuvo que abrirla de nuevo para comprobar que siguiera allí.
Jamás había visto un rojo tan puro.
Sintió deseos de llorar. Romperse.
No lo hizo porque su abuela le dijo de pronto:
– Ahora, dime, Akowa, ¿quieres hablar con tu madre? Porque has venido a eso, ¿verdad?
27
El segundo amanecer fue menos luminoso. Una capa de nubes bajas cubría las tierras que envolvían las montañas, de forma que ellos parecían estar en el cielo, envueltos por una alfombra de tupido algodón blanco posada casi a sus pies. Pero por encima de sus cabezas no brillaba el sol, sino una neblina no menos blanquinosa y fría.
Cuando Joa buscó a su abuela la encontró de espaldas al tipi.
En trance.
Llegó a su lado y, por un momento, sintió miedo. La mujer tenía la espalda recta, la cabeza orientada al sol y los ojos literalmente en blanco. Detuvo su acción de llamarla y se limitó a comprobar que respirase. Una vez más tranquila, se sentó a unos metros y la contempló.
Recordaba haberla visto en trance en otras ocasiones lejanas, pero nunca de manera tan intensa como aquélla, en cuclillas, las manos unidas a modo de rezo pero apoyadas en el regazo. Transpiraba emoción, leyenda, misterio. Venía a ser casi como la prueba de que los huicholes eran la etnia mejor preservada de todo México.
Recordó lo hablado el día anterior, a lo largo de aquella tarde decisiva.
Y supo que la vieja Wayankawe se encontraba al otro lado por ella.
Le tenía mucho respeto a lo que iba a hacer. Pero estaba decidida.
Si estuviera allí David tal vez tratase de impedírselo. Discutirían. Había personas con años de amistad o relación sin el menor lazo entre ellas. A otras les bastaban unos días, o unas horas, para que los lazos fueran incluso estrechos.
¿Por qué había soñado aquella noche con él?
¿Era porque estaba sola y necesitaba a alguien?