Выбрать главу

Se llevó la mano a los ojos. No dejaba de hacerse preguntas. La asolaban a todas horas, en cualquier momento, a traición o de cara. Preguntas y más preguntas, símbolos de sus dudas y de sus miedos.

¿Por qué no estaba examinando los papeles de su padre una vez más?

No, allí no. Realmente era otro mundo, con sus leyes no escritas.

Siguió esperando.

Las nubes se disiparon, los valles se abrieron, la neblina se hizo menos compacta y apareció el sol. Cuando los primeros rayos alcanzaron a su abuela, abrió los ojos.

– Akowa -musitó al verla.

– Bienvenida -le sonrió.

La mujer llenó sus pulmones de aire.

– Los espíritus no saben nada -dijo.

– ¿Has hablado con ellos?

– Sí.

– ¿Qué es lo que no saben?

– Hay una enorme convulsión.

– Entonces he de ser yo la que vaya y lo haga.

– ¿Estás decidida?

– Sí.

– Es peligroso.

– No me importa.

– El mundo entero toma drogas, pero por razones equivocadas y egoístas. No buscan la verdad, sino escapar de ella. Nosotros no tomamos drogas, utilizamos los dones de la madre tierra para ser mejores, purificarnos, dar un salto hacia la luz. Tomar peyote, hongos, sus derivados y sus mezclas milenarias no es un juego, Akowa. Los turistas vienen aquí por ello y son ridículos. Actúan con falsedad. En cambio aquellos que buscan ser uno con su espíritu encuentran.

– No sólo quiero abrir mi mente. Quiero hablar con mi madre, como convinimos ayer. Estoy decidida.

– ¿Y dispuesta?

– ¿Qué necesito?

– ¿Eres lo bastante fuerte?

– Sabes que sí.

– Es un camino sin retorno. Dura tres días. Estarás sola, con tus monstruos, tus fantasmas, tus miedos y recelos.

– ¿Estará mamá?

– Sí, si es lo que quieres.

– Lo quiero.

– ¿Y si lo que ves, lo que escuchas, lo que averiguas, no te gusta?

– Seré fuerte.

– La luz ciega.

– Pero no mata -y agregó agotada-:

Por favor…

– Ayúdame a levantarme.

Acudió a su lado y la tomó de las manos. La abuela se incorporó y movió la cabeza de un lado a otro, para desentumecerse. Ponerse en trance, en su caso, no significaba tomar ningún alucinógeno. Tenía la capacidad, la facultad de adentrarse en sí misma. Cuando le hablaba de tres días de soledad se refería a lo máximo, el límite del cuerpo humano, la gran prueba a la que pocos se sometían, incapaces de aguantar tanto dolor.

Porque la limpieza del alma, la búsqueda de la verdad, y más lo que ella pretendía hacer, era dolorosa.

Como llegar a las puertas de la muerte sin soltar el último ápice de vida, asomarse al más allá y regresar.

– Vamos, debes prepararte -la tomó del brazo.

– ¿Cómo he de hacerlo?

– Esta noche cenarás copiosamente. Tu última comida en tres días. Yo prepararé la mezcla. Ahora debemos buscar las plantas y los hongos. Debes cortarlos tú, con tus manos. Ven.

Caminaron por la montaña. Todo lo que sabía del peyote era lo poco que había estudiado al conocer los orígenes de su madre, que para los huicholes formaba parte de su vida y sus creencias. Tomarlo era como tomar café en el resto del mundo. Y su abuela hablaba de mezclarlo con otras plantas para llevarla mucho más lejos que una simple alucinación ritual. Las seis plantas psicotrópicas más conocidas, en lengua náhuatl, eran la tlápatl, la ololiuhqui, la míxtl, la tzintzintlápatl, la nanácatl y la péyotl, más conocida como peyote. Algunos la llamaban San Pedro, el nombre cristiano del santo que guardaba las puertas del cielo, aunque el San Pedro de hecho era un cactus columnar mucho más grande. El nombre huichole del peyote era hikuri. Crecía en pequeños conjuntos llamados manchas, al amparo de arbustos o plantas con púas protectoras para defenderse de los depredadores y las heladas. Era un cactus pequeño, de color verde grisáceo, cuyas raíces en forma de cono se hundían profundamente en la tierra. De crecimiento lento, precisaban de más de quince años para llegar a su madurez, de ahí que cortar los gajos fuera algo muy delicado para no matar a toda la planta. El diámetro era de dos a quince centímetros, y cada planta podía dar entre cinco y trece gajos o meristemas. Los más buscados eran los que tenían cinco gajos. Se les llamaba «estrellas», porque concentraban de una forma más intensa sus propiedades. Su nombre latino, Lophophora Wiliamsii, significaba «la planta que hace que los ojos se maravillen».

Encontraron uno con siete gajos.

– Toma mi cuchillo -le tendió una vieja hoja de metal-. Y corta como yo te diga.

Se lo indicó, a ras de tierra, para no matar las raíces.

Joa lo hizo despacio, impresionada por lo que estaba iniciando, pero sabiendo que ya no había vuelta atrás.

– De acuerdo -su abuela guardó el peyote-. Vamos, aún nos quedan más plantas que buscar.

Continuaron andando montaña abajo.

Los ojos de la anciana recorrían la tierra desde la distancia, capaces de ver una hormiga en mitad de la nada.

28

La preparación de la mezcla duró más de dos horas.

Joa la vio cortar, calentar, medir, preparar y hacer las proporciones. Los gajos de peyote quedaron aparte. Sabía que tendría que comerlos. Lo otro, aquella papilla de apariencia cada vez más infecta, era lo que potenciaría el resultado.

Un «viaje» con una dosis baja se llevaba a cabo con una o dos cabezas de peyote. Un viaje con una dosis media se realizaba con un mínimo de tres y un máximo de seis. El viaje largo era a partir de las siete cabezas y podía durar diez horas.

Siete era el número depositado en la mesa. Su abuela le había hablado de tres días. Quizá un infierno.

Cuando la mezcla quedó finalizada la vertió en un cazo. Tenía un color pardo, como de tierra enfangada. Joa sintió una arcada pero no dijo nada. Quedaba la parte más ritual del proceso: el sacrificio. Su abuela salió del tipi y regresó con una gallina. La colocó en sus manos sin decir nada.

Comprendió que tenía que matarla.

Y lo hizo.

Venció otra arcada, sobre todo al ver caer la sangre. No le sorprendió descubrir un atisbo de sonrisa en los labios de la anciana. Pero ella no dijo nada. Se limitó a desplumarla y cocinarla, junto a una gran variedad de platos, tortillas de maíz, frijoles, arroz y agua. Mucha agua.

Para cuando la cena estuvo preparada, anochecía.

– Nos queda una hora de luz -la avisó.

– ¿Será esta noche?

– Sí. Es importante escoger cuidadosamente la hora. El final de la tarde o ya entrada la noche es lo más adecuado.

Joa comió, hasta hartarse, y más.

– No puedo… -hizo un conato de rendición.

– Come.

– Abuela…

– Come -lo dijo sin admitir la menor réplica.

– ¿Es para que esté fuerte?

– Vomitarás esta comida -la voz de la anciana estaba revestida de un climax solemne-. Cuanto más comas, más te limpiarás al vomitarla, porque expulsarás tus demonios, te purificarás. Entonces deberás tomarte el peyote y lo que te he preparado para potenciar su efecto. Siempre es mejor hacerlo en ayunas. Esto no es lo que en tu mundo llamáis «viaje». Es mucho más, Akowa. Esto es el gran tránsito.

– ¿Dónde estarás tú?

– Cerca, pero no a tu lado. El viaje es individual y solitario.

– ¿Tres días?

– Probablemente. Llegado el caso, si no vuelves de tu estado, te ayudaría, no te preocupes.

– ¿Alguien ha muerto con esto?

– No.

– ¿Entonces por qué es peligroso?

– No se teme lo que se ignora. Cuando regreses lo conocerás. Puede que te ayude. Puede que te haga daño. Puede iluminarte o hundirte. Depende de ti, de lo que veas, lo que sientas, lo que interpretes y cómo te lo tomes.