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Se terminó lo que tenía en el plato. Estaba a punto de reventar. Incluso temió vomitar aquella enorme ingesta de comida antes de lo anunciado. Al ponerse en pie su abuela le dibujó la cara con trazos simbólicos. Después bailó unos instantes a su alrededor utilizando los muwieris, unos palillos adornados con plumas. Se habría sentido ridicula de no ser porque era descendiente de una huichole, no sanguínea, pero sí de adopción.

Cuando se cree en algo, con firmeza, y esa creencia procede de cientos, miles de años en el pasado, reírse es un sacrilegio.

Por fin, la tomó de la mano.

– Vamos, Akowa.

Recogieron el cazo, el peyote, un tapiz, una manta, una toalla y una vela, y salieron al exterior.

No le preguntó nada. Sabía adonde se dirigían. En la Montaña de la Luna se abrían las cuevas que, en otro tiempo, habían servido de refugio a sus antepasados. No eran profundas, pero sí singulares, de rocas pulidas, vías de agua para beber, al abrigo de fríos o calores, como si contuvieran un microclima único y especial. Un lugar ideal para dejarla sola.

Llegaron con la última luz del día, a un paso de la noche, y se adentraron en una de ellas, escogida de forma deliberada por su abuela. No penetraron mucho en su interior, apenas unos diez metros. No hacía frío, no hacía calor. La mujer prendió la vela, tendió el tapiz en el suelo y dejó el cazo y el peyote encima. Luego colocó la manta doblada, la toalla a un lado y se arrodilló. Joa hizo lo mismo. De los labios de la chamán fluyó una letanía monótona que recitó con las manos extendidas por encima del tapiz, a medio metro de altura. Se inclinó para rozarlo y concluyó el último ritual.

A continuación, ya incorporadas, la condujo hasta uno de los pequeños manantiales que fluían de las paredes de la cueva.

– Desnúdate.

La obedeció. Ya no eran necesarias más preguntas. Se quitó la ropa y su abuela la lavó, con las manos, sólo con agua gélida, cabeza, pecho, vientre, muslos, espalda… Tembló de frío sin llegar a protestar. La toalla era para secarse. También lo hizo la mujer, despacio, frotándole la piel con suavidad para que entrara en calor poco a poco. Su rostro estaba revestido de grave serenidad. Joa volvió a vestirse y regresaron junto al tapiz.

El momento de la verdad.

– Siéntate y prepárate. Piensa en aquello que deseas ver y conocer. Piensa en tu madre. Llévala hasta tu mente, tu corazón, tu espíritu. Cuanto más en paz te sientas, mejor te enfrentarás a lo que se abrirá ante ti. Antes de tres horas vomitarás la cena…

– ¿Y si no vomito?

– Vomitarás -pareció molesta por la interrupción-. Pasadas esas tres horas desde que me vaya mastica el peyote y después bébete el contenido del cazo. Todo. Una vez hecho esto tiéndete aquí encima y cierra los ojos. Lo primero que sentirás es el tránsito hacia el otro mundo, un paso que consta de dos etapas. La primera es el puente hacia las nubes estruendosas; la segunda, la separación de las nubes. Así llegarás al umbral cósmico. Penetrarás en la geografía de la mente, abandonando la tierra, viajarás al pasado y dejarás que la vida fluya de él hacia ti. Adquiere la sabiduría. No luches. Siente.

Terminó de hablar y las dos se miraron. La débil luz de la vela diseminó formas capciosas en sus rostros y a su alrededor, proyectándolas sobre las paredes del lugar.

Su abuela la besó en la frente.

Se levantó y se marchó, sin decir nada más.

29

Aquellas tres horas pasaron muy despacio. No tenía miedo, pero sentía mucho respeto por lo que iba a hacer. Nunca había tomado drogas, no creía en ellas, jamás autolastimaría su cuerpo con sustancias peligrosas. Sabía que aquello era distinto, pero aun así mantenía la prudencia de la distancia anímica. Por una vez, la necesidad era mayor que la prevención.

Su abuela era una huichole, su madre había sido criada con ellos. Por lo tanto ella era también una huichole. La primera hora fue tensa, a la espera del vómito. Las náuseas llegaron al comienzo de la segunda hora, la de la inquietud. Aparecieron de manera fulminante, con retortijones en el vientre, y se dispararon hasta romperle el cuerpo de arriba abajo. No trató de dominarlas, aunque tampoco las aceleró. Sudaba. Sudaba copiosamente, como si estuviera en pleno mes de agosto en la Costa Brava y acabase de correr un kilómetro bajo el sol. De pronto tuvo que lanzarse hacia un lado porque la arcada subió por su organismo como la lava ardiente de un volcán erupcionando de forma inesperada.

El vómito fluyó libre y denso por su garganta, su boca.

Tuvo que arrodillarse, dejar que aquella fuente cálida y pastosa salpicara el suelo y la llenara de gotitas amarillentas. No pudo apoyar la cabeza en ninguna parte, y eso fue lo peor. Había vomitado otras veces, no muchas, tres o cuatro a lo sumo a lo largo de su vida, por marearse o sentarle mal una comida, pero ninguna como aquélla. Cuando creía que ya lo había sacado todo, descubría que no, que seguía existiendo más materia orgánica allá adentro. La arcada volvía y una nueva oleada de comida la desarbolaba y la sumía en la agonía. Vomitó más y más.

Al final lo único que le quedaba era bilis. Pero también la sacó, toda, víctima de aquella sacudida brutal, hasta que sólo un hilito de baba colgó de sus labios y supo que el primer paso estaba dado.

Había limpiado su cuerpo.

– ¿Qué has puesto… en la cena…, abuela?

Se dejó caer de nuevo sobre el tapiz, boca arriba, empapada en sudor y convulsa, y pensó que si se dormía sería peor.

No se durmió.

La inquietud de la segunda hora dio paso a los nervios de la tercera, hasta que una serena calma empezó a apoderarse de ella.

Pensó en aquello que deseaba ver y conocer. Pensó en su madre. La llevó hasta su mente, su corazón y su espíritu. No alcanzó una paz plena, pero a medida que se acercaba el momento los nervios acabaron por menguar hasta extinguirse por completo. Cuando la manecilla del reloj de su muñeca se aproximó al punto crucial, supo que lo había logrado. Era una consigo misma y con su entorno, una con la naturaleza y el universo. Un estado de absoluta pureza.

Lo último que apareció en su mente, por unos segundos, fue la imagen de David.

Y cerró el círculo de su paz.

Tomó el primer gajo de peyote en sus manos, lo partió, lo llevó a sus labios y lo introdujo en su boca. Su sabor era rancio y su consistencia como de corcho blando, de sabor amargo.

Con el tercero empezó a sentir su boca adormecida.

La amargura del sabor hizo que las glándulas salivares produjeran más líquido.

Las nuevas náuseas aparecieron con el quinto gajo, llegaron casi a la plenitud con el séptimo y último y se dispararon a medida que bebía el contenido del cazo, que era sin duda lo más espantoso que jamás se había llevado a la garganta, con un sabor indefinible y tan espeso que lo peor fue tragarlo.

No dejó ni una gota.

Luego se tumbó en el tapiz, boca arriba, apoyó la cabeza en la manta y cerró los ojos. Seguía sudando.

Pero las náuseas, esta vez, desaparecieron poco a poco.

Escuchó el silencio.

Se convirtió en un corazón lleno de amor. Equilibrio.

¿Cuánto tardaban en iniciarse los efectos? ¿Había transcurrido otra hora o tan sólo unos minutos?

Intentó levantar la mano en la que llevaba el reloj de pulsera y no pudo.

¿Aquella luz potente y el centelleo de los colores que la envolvían formaban parte del viaje? ¿Aquella espiral en movimiento, proyectada sobre el abismo, era la puerta de su percepción? ¿Flotaba de verdad, en el aire, sin contacto alguno con el suelo, o era su imaginación?

Joa sonrió.

Jamás había estado en el infinito y era muy hermoso.

30

Los colores eran puros y las sensaciones primitivas, tan desnudas como lo estaba ella.