Su cuerpo era hermoso. Lo acarició. Aquellas ganas de cantar…
Dejó de flotar para posarse en tierra, y al tocarla se convirtió en algo sólido, un jardín, un vergel lleno de árboles cargados de frutas de apariencia sabrosa. Estaba en el Paraíso, porque los ríos surcaban su geografía produciendo música y eran de leche y miel. Por si eso fuera poco los animales hablaban.
La conocían.
– ¡Joa!
– ¡Ven, Joa!
– ¡Cántanos, Joa!
– No puedo -les dijo-. He de seguir. Busco a mi madre.
Al decir la palabra, el jardín se desvaneció.
En su lugar apareció un desierto, una tierra yerma aplastada por un cielo de color violáceo que, poco a poco, muy despacio, fue curvándose sobre sí misma hasta convertirse en un pequeño planeta. Se sintió igual que el Principito.
No le gustaba estar allí, así que se lanzó al vacío de un salto.
No voló, pero tampoco cayó.
Continuó flotando, por el espacio, mientras otros mundos surgían aquí y allá y de alguna forma la reclamaban lo mismo que las sirenas a Ulises en su viaje. Mundos muy bonitos. Mundos en los que vivir y olvidarse de todo.
– ¡Joa!
Era David. Le tendía la mano.
Le sonrió desde la distancia, llegó a extender la suya y se rozaron, pero eso fue todo. -Ahora no -le dijo.
Ahora no. ¿Significaba que habría un después?
Se echó a reír más feliz de lo que nunca lo había sido y continuó aquel viaje alado por las riberas de un espacio tachonado de estrellas. La sinfonía cósmica formaba un pentagrama en el que los planetas eran notas y ella la intérprete de su música. La canción ya no era suya, era de ellos. Una catarsis sonora tan envolvente como maravillosa.
Miró hacia atrás pero ya no vio a David. Estaba sola. 0 no.
La silueta de la nave espacial surgió a su izquierda. Primero fue un puntúo, después una estrella plateada, finalmente un cohete. Se detuvo frente a ella y se abrió una escotilla por la que salió un astronauta. No le veía la cara porque su casco tenía una visera opaca. La voz de un hombre apareció en el ordenador de su mente.
– ¿Quién eres?
– Busco a mi madre.
– No la encontrarás aquí -manifestó el astronauta.
– ¿Dónde pues?
– Aquí no hay tiempo, sólo espacio. Debes volver al lugar en que tus gritos puedan ser oídos.
– ¿Qué lugar es ése?
– El dolor.
– Pero…
El astronauta regresaba a su nave.
– ¡Espera!
– Es tu dolor, no el mío -se despidió de ella.
Antes de que pudiera darse cuenta ya no estaba allí.
Joa se sintió perdida.
Continuó flotando. Un segundo. Un minuto. Una hora. Un día. La oscuridad que la rodeaba se hizo más densa hasta que a lo lejos divisó otro planeta y al acercarse a él lo reconoció.
La Tierra.
Buscó América, México, el oeste, Sierra Madre, y descendió sobre el horizonte de los huicholes para volver a casa. Desde el aire divisó su destino, la Montaña de la Luna y las cuevas. En una de ellas estaba su cuerpo, así que fue a por él.
Al entrar en la cueva se vio a sí misma. Levitaba. A un palmo del suelo, horizontal, boca arriba.
Se acercó despacio y se contempló con curiosidad. Su rostro era plácido. Se tocó con un dedo y su otro yo se estremeció. Repitió el contacto y el estremecimiento se hizo agitación. Entonces ya no esperó más y penetró en su cuerpo.
El dolor estaba allí. Fuerte, intenso, agudo. Un dolor tan poderoso que la hizo llorar. Intentó salir de nuevo pero ya no pudo. Su cuerpo era una cárcel. Lo golpeó desde dentro y no tuvo más remedio que adaptarse a él, dejar que la cubriera como un guante. Abrió los ojos y cayó al suelo al concluir abruptamente la levitación.
¿Había terminado el efecto del peyote y la mezcla hecha por su abuela?
Se miró las manos.
Seguía desnuda.
El dolor la abrasó entonces por dentro, primero la cabeza, después el corazón, finalmente el cuerpo. Una arcada que parecía surgir de lo más profundo de su ser le arrancó las entrañas y las llevó hasta su boca. Creía que volvería a vomitar bilis, pero lo que salió de sus labios fueron niños, cientos, miles de niños. Vomitaba niños pequeños, diminutos, y los veía ahogarse entre ellos mismos mientras luchaban por sobrevivir. Intentó cerrar la boca sin conseguirlo. Salieron más y más niños, de ambos sexos. Lo peor eran sus miradas, de odio, como si la culpa fuera de ella.
No quería matarlos.
Ni siquiera sabía que los llevaba dentro. Al detenerse el flujo se levantó y echó a correr. Salió de la cueva.
A los pocos pasos sus pies se hundieron en la tierra y comenzaron a echar raíces. Sus manos se convirtieron en ramas. Sus dedos en hojas. Ya no le dolía. Volvía a encontrarse bien y en paz. Desde su nueva posición vio cómo el tiempo se aceleraba. Días, noches, días, noches, sucediéndose a velocidad de vértigo. Semanas, meses, años. Y ella continuaba siendo un árbol que crecía alto y hermoso.
Sin prisa.
El último día vio la nube.
Sabía que lo era porque ya había crecido y madurado como árbol.
La nube fue blanca y algodonosa primero. Gris y desvaída después. Negra y poderosa por último. Abrió sus compuertas y millones de gotas de agua saltaron de su interior con absoluta disciplina. Un ejército victorioso. Una lluvia refrescante. Se llenó el rostro de agua y para cuando el rayo atravesó el cielo estaba dispuesta.
El rayo la arrancó de cuajo, separándola de la tierra en la que había echado raíces.
Volvió a convertirla en una mujer. Su luz permaneció en su mente. Una luz fuerte, tan poderosa, que cuando se concretó una apariencia humana a ella le costó mirarla. Hasta que la reconoció.
– Mamá… -suspiró Joa.
31
Hola cariño. Su voz, su tacto,su olor.
– Mamá!
– ¿Cómo estás, Joa?
– Bien, ¡bien! ¡Oh, mamá, ha pasado tanto tiempo! Esto… -miró a su alrededor-, ¿esto es real?
– ¿A ti qué te parece?
– Sí.
– Entonces lo es. Si lo has deseado con todas tus fuerzas, es real.
– ¿Dónde estás?
– Aquí. Nunca me he ido.
– Llevamos años buscándote.
– No mirabais donde debíais.
– ¿Estás muerta?
– No, su sonrisa se acentuó.
– ¿Por qué no vuelves?
– No es el momento.
– ¿Cuándo lo será?
– Pronto.
– ¿Cuándo es pronto?
– Hay un orden celestial, un equilibrio. Formamos parte de él. Somos instrumentos sujetos a los avatares del cambio.
– No te entiendo. -Mira en ti.
– Lo hago, y no veo nada -recordó a su padre de pronto-. ¡Papá te está buscando!
– No temas. Me encontrará. Y volveremos a ti.
– ¿Te encontrará él?
– Así es.
– ¿Por qué dices que volveréis a mí?
– Deja que el futuro te alcance sin necesidad de ir a por él, cariño.
– Por favor, dime cuándo.
– Cuando llegue el momento.
La primera sorpresa menguaba. Pero tenía tantas preguntas en su corazón que buscó la forma de encauzarlas.
– Dicen que no eres de este mundo.
Su madre se sentó frente a ella, en cuclillas. Estaban en lo alto de la más alta montaña, bajo un cálido sol, y en el cielo brillaban nueve soles de colores.
– Formamos parte de una civilización muy lejana, demasiado para comprenderlo con la naturaleza de lo simple. Los humanos miden las distancias cósmicas en años luz. Nosotros, en núcleos de energía. Somos vecinos lejanos. Una raza que se desarrolló mucho antes. Pero sí somos de este mundo, porque sólo hay uno en verdad: el infinito. Todos nacimos con la Gran Explosión.
– ¿Cómo llegasteis aquí?
– Hace miles de años poblamos la Tierra, discretamente, sin dejar rastros evidentes. Fue una primera huella, no una conquista. Este era un hermoso planeta deshabitado. La humanidad es nuestra hija. Por desgracia nosotros también cometimos errores. Nunca volvimos porque teníamos nuestros propios problemas. Nuestro tiempo también es distinto del vuestro. Para cuando nos dimos cuenta vuestra evolución mostraba un camino propio. No el mejor, ni el más deseado, pero propio a fin de cuentas. No queríamos que fuerais un experimento, sino una prolongación nuestra. Por desgracia…