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– ¿Lo hemos hecho mal?

– No habéis superado la fase más primitiva, la del odio, la brutalidad, las guerras, la autoaniquilación.

– ¿Vais a destruir la Tierra?

– ¡No!

– ¿A cambiarla?

– No somos Dios, sólo entes energéticos. Me mandaron a mí y a otras para recoger información.

– Es lo que dicen los guardianes.

– ¿Quiénes son?

– Nos protegen. Saben que volveréis y os esperan.

– ¿Es un guardián el hombre que ha aparecido en tu viaje?

– Sí -frunció el ceño al captar el detalle-. ¿Me has seguido hasta aquí?

– Sí.

– ¿Por qué no me has ayudado?

– Tenías que llegar por ti misma.

– Otros hombres quieren haceros daño. Se llaman jueces. Quieren deteneros, evitar que volváis, quizá mataros.

– Toda acción provoca una reacción. Es lógico.

– ¿Pueden hacerlo?

– Todo es destruible. Pero la energía no muere. Fíjate en ti.

– ¿Qué sucede conmigo?

– Estás llena de energía, Joa -lo proclamó con orgullo de madre.

– ¿Y eso es bueno?

– Es tu origen, nada más.

– No sé quién soy, mamá.

– Eres el puente entre dos mundos. Por eso debes tener cuidado.

– ¿De qué?

– Del amor.

– Yo no estoy enamorada -se puso roja.

– El amor es un sentimiento muy fuerte, el más poderoso, y también el más imprevisible -la acarició con un haz de luz-. Nosotros somos energía, sólo nos atraemos. Pero aquí, en la Tierra, es distinto.

– Tú te enamoraste de papá.

– Y te tuve, con dolor. Fue lo más hermoso e increíble. Ahora tú eres yo.

– ¿No puedo amar?

– Debes amar.

– ¿Y el riesgo?

– Vivir es un riesgo. Amar forma parte de él. Habéis evolucionado de una forma única. Los humanos viven, mueren…

– ¿Y yo?

– Eres como nosotros, y también humana. Depende de tu vida. No hay referentes. Tienes dos hermanastras.

– ¿Sus madres y tú desaparecisteis por haber dado a luz?

– Sí.

– Mamá…

– No sufras. Volvería a hacerlo. Fuiste lo mejor. Y sigues siéndolo. Mírate.

Se miró. Seguía desnuda.

– Has renacido -dijo su madre.

– ¿Para qué?

– Para ocupar tu lugar en la historia.

– No te entiendo -tuvo deseos de llorar.

La segunda caricia de luz penetró hasta su alma.

– Confía en ti, momento a momento.

– ¿Y papá? ¿Dónde está él?

– No lo sé, Joa -su voz fue triste.

– ¿Qué he de hacer?

– Sigue los indicios, los signos que están y los que no

están.

– ¿Los papeles de papá?

– Sí.

– Lo he intentado y no…

– Tú los viste. Sabes que hay algo. Sólo has de abrir los ojos.

– ¿Por qué no me lo dices tú?

– Porque yo soy un sueño que está en tu cabeza. Sé lo que sientes, pero no puedo verlo si no lo ves tú.

Un sueño.

Quería que fuese real. La luz se debilitó.

– No te vayas, por favor.

– No me voy. Eres tú la que regresa.

– ¿Cuando despierte, recordaré esto?

– Sí, porque eres tú la que te estás respondiendo a ti misma.

– ¿Y las otras hijas de las tormentas? ¿Tienen respuestas ellas?

– Sí, aunque aún no lo saben.

– Entonces, si hablo con alguna…

– Hazlo.

– ¿Para qué?

– Para llegar a mí.

– ¡¿Pero cómo?!

Su madre empezó a desvanecerse.

– ¡Mamá! -se aferró a su delirio.

– Te quiero, Joa.

– ¡Hay tanto que…!

– Lo sé.

Quiso abrazarla y lo único que hizo fue atravesar la luz.

No llegó a caer del otro lado. Los nueve soles habían desaparecido y se vio a sí misma flotando de nuevo. Abrió los brazos en cruz y elevó la cabeza hacia el cielo. Un vivido aire le alborotó el pelo.

Entonces viajó hacia atrás. A cámara rápida.

Fue árbol, los niños que había vomitado danzaron a su alrededor en la cueva, desapareció el dolor, salió de su cuerpo, regresó al espacio, se cruzó con el astronauta, con David y su mano extendida, caminó por el pequeño planeta que se convirtió en desierto y en jardín.

Llegó al comienzo.

Tenía el vientre hinchado y antes de despertar se dio a luz a sí misma. Renació.

Cuando abrió los ojos, un alarido infrahumano surgido de lo más profundo de su ser la hizo romper a llorar antes de doblarse sobre sí misma temblando y gimiendo asustada.

32

Le costó dominarse, darse cuenta de que el viaje había terminado y aquello era la realidad. El pulso todavía lo tenía acelerado. Permaneció quieta en posición fetal unos segundos, hasta habituarse a la claridad que llegaba a ella desde la entrada de la cueva. Por el tono, primero pensó que se trataba del amanecer. Cuando dirigió la mirada hacia el hueco abierto a la luz se dio cuenta de que se trataba del crepúsculo. Estaba desnuda.

Tenía el cuerpo lleno de picaduras.

Se sentó, abrazada a sus piernas, con la cabeza apoyada en las rodillas, y paseó una mirada a su alrededor. La ropa estaba allí, diseminada, hecha un revoltijo, tal y como debía de habérsela sacado en algún momento de la noche. Un montoncito de cera indicaba el lugar en el que la vela había estado brillando hasta su extinción.

Tenía la boca seca.

Y le ardía la frente.

Se sintió sin fuerzas para reaccionar pero tuvo que hacerlo. La idea de pasar otra noche allí no la seducía y la oscuridad no tardaría en hacer acto de presencia. Gateó, atrapando cada una de sus prendas, y se vistió despacio, superando el dolor que el roce de la ropa le producía en las pústulas. Estaba embotada, buscando comprender qué había sucedido. La imagen de su madre seguía presente en su ánimo. Tan real como si acabase de irse dejándola sola. Eso y su voz. Un eco vivo en mitad de su cabeza. Cuando estuvo vestida se arrodilló y se incorporó jadeando. Primero fue a una de las vetas de agua que recorrían las paredes de la cueva y se lavó la cara. El agua seguía estando muy fría y eso la despejó casi del todo. La debilidad se acentuó al caminar en busca de la vida.

Los últimos rayos del sol la saludaron en silencio.

Tomó aire y dio el primer paso para volver a casa.

Supo que iban a fallarle las fuerzas menos de cincuenta metros después. Se apoyó en el primer árbol que encontró en su camino. ¿Cuánto tiempo había durado aquello? Su abuela le habló de tres días, pero estaba segura de que eso era imposible. La noche pasada a lo sumo. Sus recuerdos del viaje parecían circunscribirse a unas pocas horas. Un día ya era demasiado.

Aunque aquella debilidad…

Dio otra docena de pasos antes de sentarse en una roca para recuperar fuerzas. Se llevó una mano a la cabeza y cerró los ojos. Las múltiples picaduras la molestaban mucho, y la fiebre tenía que ser a causa de ellas. Se miró las manos y se le antojaron garfios. Tenía hambre, náuseas, un horrible sabor de boca, peor que la peor de las resacas.

La puesta de sol era un regalo.

Se fijó en ella para hacerse fuerte.

No importaba que el sol se pusiera cada tarde. Por la mañana regresaba, envuelto en un amanecer pletórico. La vida la formaban anocheceres y amaneceres continuos. Las personas se movían entre ellos y en eso consistía la existencia.