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Se levantó y ya no volvió a ceder al agotamiento.

Entonces la vio, en el primer recodo, caminando en su dirección.

– ¡Abuela! -gimió.

Quemó su resistencia final corriendo a su encuentro y se fundió con ella en un abrazo reparador. La anciana la acunó y acarició lo mismo que cuando era niña y la visitaba envuelta en la sorpresa constante que le producía su mundo. No habló. Dejó que aquellas manos se llevaran los malos espíritus que todavía anidaban en su ser. Las manos milenarias que reunían toda la sabiduría de los huicholes.

– Bienvenida -le deseó la anciana después de unos largos segundos de calma.

– Ha sido… -no encontró las palabras adecuadas.

– ¿La has visto?

– Sí.

Su abuela la apartó lo justo para mirarla a los ojos. No había sorpresa en su mirada, sino cautelas revestidas de expectación.

– ¿Has hablado con ella?

– Sí -asintió Joa con un inicio de vehemencia vital.

– ¿Tienes tus respuestas?

– Algunas -vaciló-. Todavía no he tenido tiempo de asimilarlo todo. Ha sido tan rápido…

– ¿Rápido? -la mujer sonrió-. Han pasado tres días, como te dije.

No pudo creerlo, a pesar de todo.

– ¿De veras?

– Anda, vamos a casa -la animó a seguir-. Te curaré estas picaduras y cenarás bien. Es lo único válido para cuando se despierta de un trance como el que has tenido.

La ayudó a caminar y juntas hicieron el trayecto en silencio. Una joven fuerte pero agotada apoyada en una anciana agotada pero fuerte. La distancia se le antojó mayor que nunca, pero resistió sin ceder, sin pedirle un descanso, sin caer vencida por tanta debilidad. Cuando por fin vio el pueblo, el tipi, supo que había llegado al límite y lanzó un gemido de agonía.

– Has sido muy fuerte -le dijo su abuela.

Recordó a David. Llevaba cinco días allí, lejos del mundo, con él mordiéndose las uñas en Bolaños, ignorante de todo.

Y le quedaba una última noche. Eso suponiendo que al día siguiente estuviera bien, algo que en ese momento se le antojaba imposible.

Se derrumbó sobre el jergón nada más pisar la cabaña y fue incapaz de moverse cuando su abuela la desnudó con la paciencia de una madre. Dejó que le aplicara un ungüento por todas las picaduras, una especie de resina confeccionada, como todo allí, con raíces y hojas, plantas y cortezas, hongos y flores. Al principio le escoció mucho más. Después sintió frescor. Casi de inmediato la sensación de irritación desapareció. Para la fiebre tomó un bebedizo tan infecto como el que acompañó a la ingesta de peyote tres noches antes.

– Ahora descansa mientras preparo la cena.

– Abuela…

– ¡Sssh…! -le puso una mano en los labios-. Los espíritus son hábiles.

No logró detener sus palabras.

– ¿Y si todo lo que he visto y oído ha sido fruto de mi imaginación, y era lo que yo creía ya de antemano, o lo que quería escuchar… o lo que sabía, por mis genes, sin darme cuenta?

– Casi siempre, las respuestas están en nosotros mismos.

– Entonces…

– Tu madre está en ti. Eres su hija. Y tienes el poder de convocar la energía, Akowa. Has viajado hasta el centro de ti misma y has hablado con ella, no te quepa la menor duda. Has hablado a través de lo que tu cerebro sabe y permanece oculto. Deja que las semillas arraiguen unas horas, unos días. Ningún árbol crece en la tierra en un abrir y cerrar de ojos. Y tú además necesitas regar esa tierra con paciencia.

– ¿Y si no hay tiempo?

– Siempre hay tiempo, cariño.

Por una vez no estuvo de acuerdo.

Pero no se lo dijo.

33

Por la mañana, al despertar, ya tarde porque el reloj marcaba más allá de mediodía, no tenía fiebre, pero se sentía muy fatigada.

Quizá los efectos del peyote aún perduraban en su organismo. Su último sueño había sido tan o más real que el de su madre. En él, Pakal salía del dibujo de la lápida de su tumba y le hablaba. Le pedía ayuda para volver a ser el que era.

– ¿Qué clase de ayuda? -le había preguntado ella.

– Mírame y lo sabrás -le respondió él.

¿Por qué los sueños siempre eran tan crípticos?

Se lavó con el agua de la jofaina, sin que las picaduras la molestaran a pesar de las ronchas más o menos aparatosas ya en retroceso, y se vistió antes de salir del sencillo tipi. La cabaña de su abuela ni siquiera era de adobe o paja, como las demás. Y nunca había querido cambiar, mudarse, disfrutar de privilegios o mejoras, tener más cosas. Siempre les había dicho que era feliz así, que no necesitaba más, que las posesiones entorpecían el tránsito de la vida por el valle de la luz.

El valle de la luz.

La sorpresa de Joa no tuvo límites cuando le vio. David.

Allí, sentado en cuclillas, como si hiciera guardia al pie del tipi.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -balbuceó atenazada por el impacto.

Le sobresaltó. Se incorporó de un salto y quedó frente a ella, temblando y vacilando como un leve tallo mecido por el viento. No hizo falta mucho más. Les bastó con mirarse a los ojos para saberlo todo, el justo fiel de la balanza en aquel momento preciso. Joa captó la tensión de aquella inquietud almacenada en los cinco días pasados. David suspiró ante su alegría no dominada.

El abrazo, a mitad de camino de cada uno, les fundió la resistencia final.

– No podía más -su suspiro la envolvió con densidad.

– ¿Cómo has llegado hasta mí?

– Caminando.

– ¿Desde Bolaños?

– No es demasiado, aunque sí ha sido difícil no perderse. Era la única forma.

– Estás loco.

– No, tú lo estás -se apartó lo justo para mirarla a los ojos-. Tu abuela me ha contado lo que has hecho.

– ¿Has visto a mi abuela? -Joa paseó la vista por los alrededores sin localizarla.

– Sí, claro.

Ella parpadeó.

– ¿Y?

– Simpática -curvó sus labios hacia arriba-. Me ha sonreído y me ha puesto la mano en el pecho. Luego ha dicho que era una buena persona y que podía quedarme.

– ¡Oh, Dios! -el suspiro fue de rendición.

Su propia abuela…

– ¿Cómo te encuentras?

– Un poco débil, pero bien -lo reconoció-. De cualquier forma me hubiera ido hoy para que no acabaras de volverte loco.

– No estás en condiciones de viajar.

– He de…

– Mañana -su tono fue determinante-. Necesitas un poco más de descanso, relajarte, recuperar fuerzas. Tu abuela también merece un día más. He hablado con ella desde que he llegado, al amanecer, y es una mujer muy especial.

– Lo sé.

Seguían juntos, las manos de él cogidas a los brazos de Joa. Las de ella apoyadas en el pecho de David. Parecieron darse cuenta de pronto. Su vida en común apenas si existía, era un retazo fugaz. Se separaron sacudidos por una descarga y por un momento no supieron qué hacer.

Les salvó la presencia inesperada de la dueña del tipi.

– Buenos días, Akowa.

Joa apartó los ojos de David.

– ¿Akowa? -le oyó preguntar.

Caminó a su encuentro y le dio un beso en la mejilla. La anciana no le preguntó nada. Le bastó con mirar a su nieta. La cogió de la mano y la llevó hasta la cabaña. En la misma puerta impidió que David se colara dentro con ellas.

– Espera -le pidió.

Una vez solas cogió el ungüento y aguardó a que la muchacha se desnudara para aplicárselo de nuevo, con paciencia, roncha a roncha.

– Ya no me duelen.

– Algunas eran venenosas, de ahí la fiebre. Pero el veneno de la serpiente aún es más poderoso para vencerla.

– ¿El ungüento está hecho con veneno de serpiente?

– Entre otras cosas -la tranquilizó.

No lo consiguió demasiado. Aunque lo importante era que funcionaba.

Volvió a vestirse por segunda vez y no rehuyó la mirada de su abuela, mitad seria mitad irónica.