– ¿Qué? -se impacientó.
– Sólo quien oculta algo se enfada por el silencio.
– Yo no oculto nada.
– He visto sus ojos.
– ¿Y qué dicen?
– Lo mismo que tu cuerpo.
– Abuela… -se puso roja.
– Akowa -le tomó las dos manos-, me alegro de que no estés sola en todo esto. Lo único que te pido es cuidado.
– Lo tengo.
– Tu futuro es incierto, un misterio que ahora compartes con alguien. Lo que me contaste anoche de tu madre no aclara demasiadas cosas, ni por qué tu padre ha desaparecido. Por lo que me ha dicho, ese muchacho lleva años sabiendo de ti, protegiéndote. Para ti, sin embargo, es algo nuevo. De ahí el misterio. No te sientas vulnerable. Si te entregas, hazlo porque lo deseas.
– ¿Entregarme?
– Tus ojos te traicionaron desde el primer día que llegaste.
– No es posible -apenas si pudo hablar.
– Vi esa expresión en tu padre cuando llegó aquí, y en tu madre al sentirla. No puedes renunciar a ella, pero sí ser cautelosa.
¿Cómo se llegaba a la cautela con todo lo que le estaba sucediendo?
– Ahora salgamos -cortó la conversación su abuela-. Tenemos un invitado y nos debemos a él, ¿verdad?
No estuvo a solas con David durante el resto del día. Prepararon la comida y comieron. Caminaron por los alrededores y la vieja Wayankawe le habló al recién llegado de cuanto quiso, de los huicholes, su pasado, su gloria, su irreductible independencia indígena. Por la tarde se mezclaron con los miembros de la comunidad. Las jóvenes le miraban, sonreían y apartaban los ojos tan coquetas como avergonzadas. Los jóvenes continuaron contemplándola a ella, arrobados. Algunos se atrevieron a tocarle el rojizo cabello, impactados por su color natural. Por la noche estaba de nuevo rendida, pero hubo una cena, una fiesta de despedida. Una hoguera, danzas, un ceremonial puro. Se marchaban al salir el sol.
– ¿Adonde iremos mañana? -pareció despertar él de pronto.
– He de hablar con una hija de la tormenta.
– ¿Por qué?
– Le pregunté a mi madre si ellas tenían respuestas, y me dijo que sí, pero que todavía no lo sabían. Quizá sea el momento.
– ¿Y si no es así?
– Volveremos a Palenque. La clave ha de estar allí. Si tiene que ver con el fin del Quinto Sol maya nos queda muy poco tiempo.
– ¿Qué más te dijo tu madre sobre las hijas de las tormentas?
– Que tenía que hablar con una para llegar hasta ella.
– Entonces iremos a Medellín. Aquella noche, en el Xibalba, antes de que escaparas, te dije que era la más asequible y que te llevaría si eso era lo que te dictaba tu instinto. Si llegamos a Guadalajara a mediodía o primera hora de la tarde, tal vez podamos encontrar un vuelo a Bogotá, directo o vía México.
Ya no hablaron más del tema.
Dejaron que la fiesta los envolviera sabiendo que posiblemente eran sus últimas horas de calma antes de lo que se les venía encima.
La noche era hermosa.
La vida, detenida por unas horas, era hermosa.
Y cada vez que sus ojos se encontraban, lo era más.
Sobre todo si no pensaban en el mañana.
Cuando se acostaron, las dos en el tipi y David en el todoterreno, Joa ya no pudo dormir.
Al salir al exterior, minutos después de dar la enésima vuelta en su jergón, él también estaba despierto, con su silueta recortada en la noche bajo la luna, igual que un espectro.
Se detuvo a su lado, amparada en el silencio. Hubieran podido mecerse en él sin más, hasta la salida del sol.
– ¿Estás bien? -lo rompió David.
– Ahora sí.
– Gracias. -¿Por qué?
– Por dejarme ver esto y formar parte de ello -abarcó las tierras sagradas de los huicholes.
– ¿Puedo hacerte una pregunta?
– Claro.
– ¿Quién eres?
Lo meditó un breve intervalo de tiempo, con la cabeza baja.
– No mucho más de lo que ves -se encogió de hombros-. Salvo por el hecho de que tengo un sueño y creo en él.
– ¿Ellos? -Joa miró al cielo.
– Ellos -suspiró David.
Le pasó un brazo por encima de los hombros y la atrajo hacia sí. Ella no se resistió, al contrario. Necesitaba ese contacto, el roce de sus pieles. Lo esperaba. Lo deseaba. Aun así no hizo nada por abrazarle o corresponderle. Se quedó quieta. Como dos amigos unidos por el destino.
David contempló su rostro lateralmente unos segundos.
La besó en la frente. Sólo eso.
Joa cerró los ojos. Quizá deseara algo más, otra clase de beso. Quizá no. No lo supo. Ni quiso averiguarlo. David ya no se movió durante un minuto, dos, tres.
A su término, ambos sí lo hicieron, al unísono. Como si fuera el fin de un sueño, o una pausa dentro de él.
– Buenas noches -le deseó el guardián.
– Buenas noches -sonrió ella agradeciéndoselo.
Una gratitud superior a sus palabras y que se refería en exclusiva a lo que acababa de suceder entre los dos y más aún a lo que no había sucedido.
34
Al amanecer, la despedida fue emotiva. En lo primero que pensó Joa fue en que, tal vez, aquélla fuese la última vez que la veía. Era tan anciana… A pesar de su magia, su chamanismo, su fortaleza indígena.
La abrazó y la besó, tratando de no llorar.
– Gracias.
– Tú viniste, tú hiciste el viaje al umbral cósmico, tú luchaste por tu destino.
– Sin ti no lo habría logrado.
– Explora en tu interior, Akowa -la anciana sujetó su rostro entre sus manos de corteza de árbol-. No renuncies a nada, acéptalo, vívelo. Los dones son regalos. Tú eres hija de las estrellas y eso te hace única, no para que vivas con miedo, sino para que luches con orgullo.
Besó de nuevo aquellas mejillas aradas y aquella frente atravesada por los caminos del tiempo.
Luego, su abuela se dirigió a David.
– Ella es más fuerte que tú -le dijo-, pero aún no lo sabe y te necesita. Deberás darle tu energía para completar la suya si es necesario.
– Lo haré, señora.
– Ahora marchaos en paz.
Entraron en el todoterreno. Joa introdujo su mano derecha en el bolsillo del pantalón y apretó con fuerza la piedra de cristal rojo con la que fue encontrada su madre. Una corriente eléctrica la vivificó.
Si ella era hija de las estrellas, aquella especie de cristal pertenecía a su origen.
– Arranca, por favor -le pidió incapaz de dominar el nudo de su garganta.
David lo hizo. Puso la primera y el coche inició el descenso traqueteando por encima de las irregularidades del terreno. El pueblo entero ya estaba en pie. Muchas manos se alzaron para saludarlos y despedirlos. Algunos niños corrieron junto al vehículo para sentir la sensación de formar parte de algo novedoso en sus constantes vidas carentes de mayores emociones. David introdujo la segunda y se alejaron a mayor velocidad.
El pueblo quedó atrás en medio de una nube de polvo.
Descendieron por la ladera de la montaña y la meseta bajo un silencio cargado de dolor. Y fue en el momento en que el sol emergió por detrás de la montaña, con su fuerza y su fuego espectacular, casi cinco minutos después de la partida, cuando Joa se lo pidió.
– Para.
La luz les daba en la cara, los iluminaba.
El dolor desapareció.
Sintieron la vida.
– Abrázame, por favor -le pidió.
David lo hizo. Se volvió hacia ella y la cubrió con el abrazo que le pedía. La sepultó bajo su cuerpo, rodeándola con las manos hasta encajarla y aprisionarla con dulce mimo no exento de fuerza.
Se encontró con los labios de Joa, abiertos, y sus ojos de mirada limpia.
El beso fue una caricia. Una entrega que los serenó, pero también agitó sus conciencias.
Cuando se separaron, unos centímetros, ya nada era igual. Había un antes y un después y lo sabían.
– ¿Sabes dónde te metes? -susurró ella.
– Sí.