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– No, no lo sabes -esbozó una sonrisa de pesar y ternura-. Crees que sí, pero no.

– De acuerdo -dijo él-. No lo sé.

Volvió a besarla, despacio, con delicada suavidad, sintiendo cómo ella se abandonaba.

Sus respiraciones se acompasaron.

– No digas nada -suspiró Joa.

– No hace falta que diga nada más -susurró él.

– Entonces vamonos, sería fantástico llegar a Medellín esta noche, y para eso necesitaremos mucha suerte.

Se separó de su abrazo y se reclinó en el asiento. Cerró los ojos. David puso de nuevo el todoterreno en marcha.

Las tierras de los huicholes quedaron definitivamente atrás.

TERCERA PARTE

Los 15.000 días
(del 11 al 16 de diciembre de 2012)

35

Tuvieron mucha suerte.

Llegaron a Guadalajara en seis horas, dejaron

el coche de alquiler en el aeropuerto Miguel Hidalgo y consiguieron meterse en un vuelo a México DF que enlazaba con otro a Bogotá. Cincuenta minutos después cambiaban de avión a la carrera en el aeropuerto Juárez Internacional de la capital mexicana y a la hora y cuarto partían hacia la de Colombia. El último vuelo a Medellín salió del aeropuerto de El Dorado a las 22:30 y les dejó en el antioqueño José María Córdova de Río Negro a las 23:15, a una hora de Medellín.

– Córdova con V -fue lo primero que musitó Joa, tras despertar de su letargo al tomar tierra.

No habían hablado mucho. La sorpresa del beso aún los conmocionaba. Se miraban a los ojos en silencio, rozaban sus manos casi con disimulo y timidez, sonreían con la emoción del adolescente sorprendido. Pero sus corazones se aceleraban con esas miradas, esos roces y esas sonrisas.

Todavía no sabían cómo manejar la situación, sobre todo ella.

Casi diecinueve años de soledad. Y de pronto…

Lo peor era que seguía sin poder disponer de unas horas de calma para sumergirse de nuevo en los papeles de su padre y entrar en Internet a completar sus conocimientos acerca de los mayas. En el aeropuerto de Guadalajara, antes de subir al avión, pudo comprar otro par de libros, uno de ellos acerca de las profecías mayas, pero le había sido imposible leerlos en ninguno de los vuelos. La resaca de su viaje con peyote, los restos de la fiebre por las picaduras o el cansancio por los tres días de ayuno sumergida en aquella inaudita experiencia onírica la mantenían en los albores de una catatonía que la doblegaba y la hacía dormirse a cada momento. En el último avión, el de Bogotá a Medellín, se recostó en el regazo de David y cerró los ojos agotada mientras él le acariciaba la mejilla.

Al descender del aparato notaron el frío de las alturas. Medellín era la ciudad de la eterna primavera, pero Río Negro se hallaba a más de dos mil metros de altura. Joa se protegió con una chaqueta. La corriente humana se adentró en la oscura terminal revestida de madera hasta desembocar en la salida de pasajeros.

– ¿Seguro que estará esperándonos?

– Tranquila.

– Necesito dormir otras diez horas seguidas.

La hija de la tormenta medellinense se llamaba María Paula Hernández y vivía en El Poblado, la zona de mayor nivel de la ciudad. El guardián encargado de su custodia y vigilancia era Juan Pablo González. Tenía su apartamento en Laureles, uno de los barrios más tranquilos. David había hablado con él por teléfono dos veces a lo largo de la jornada.

Todo estaba preparado.

La cita confirmada para el día siguiente.

María Paula Hernández era una reputada pintora, con un justo prestigio nacional que se hallaba en aras de ser internacional. Eso era lo único que sabían de ella en cuanto a su vida. Había aparecido en la gran tormenta de Guatapé, a unas tres horas de Medellín, en los mismos días que todas las demás niñas. La encontró una pareja de campesinos que la consideraron también un regalo de los dioses. A los quince años las FARC mataron a su padre. A los diecisiete fueron los paramilitares los que acabaron con la vida de su madre después de violarla. María Paula había acabado en las calles de Medellín, como tantos desplazados, como tantos niños o jóvenes huérfanos a causa de la violencia, pidiendo limosna, hasta que su talento la sacó de ellas y poco a poco la hizo emerger desde la más absoluta nada hasta su posición actual. Lo mismo que las restantes hijas de las tormentas, no se había casado. De las cincuenta y dos, sólo las tres desaparecidas lo hicieron o tuvieron relaciones con el precio de dejar una descendencia.

Su madre, y las madres de las chicas de la India y Jordania.

Juan Pablo González resultó ser un hombre joven, de unos treinta años. Sabía que llegaba una pareja y que ella tenía el cabello rojizo, así que alzó un brazo feliz nada más verlos. Los dos guardianes se estrecharon la mano. Luego el colombiano la abrazó con efusiva calidez.

– Es un honor -proclamó sinceramente.

Se la quedó mirando con ojos expectantes.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Joa.

– El parecido…

– Necesitamos descansar -le suplicó David.

– Oh, por supuesto, perdonen, ustedes han hecho un largo viaje -se disculpó.

– ¿Por qué nos llama de usted? -se extrañó.

– Es nuestra manera de hablar, incluso entre padres, hijos… A veces mezclamos el tú con el usted. Ya aprenderán.

Juan Pablo González tenía coche. Viejo y achacoso pero coche al fin y al cabo. Era tallerista en una fundación.

El complemento económico para poder llevar a cabo su trabajo de vigilancia de María Paula Hernández lo aportaba la propia fundación que alimentaba la perseverancia de los guardianes.

Iniciaron el camino a Medellín a una velocidad de vértigo. David iba delante, a su lado, y Joa detrás. Tuvieron que sujetarse varias veces porque la carretera era un continuo de curvas, siempre en descenso constante.

– ¿Conducen siempre así? -frunció el ceño ella.

– Peor -se echó a reír-. Prepárense para la ciudad.

La conversación no se formalizó en torno al tema que les preocupaba hasta rebasar el peaje. Por dos veces, la presencia militar o policial se hizo notar en la propia carretera, aunque no los detuvieron. Fue David el que preguntó:

– ¿Cómo conociste directamente a María Paula Hernández?

El guardián colombiano miró por un instante a Joa por el espejo retrovisor.

– Hace unos años. Me dejé ver demasiado y pensó que pertenecía a las FARC o al ELN y que iba a secuestrarla. Me denunció a la policía, me siguieron, me detuvieron, y tuve que decirles que estaba enamorado, de su arte y de ella. Cuando me soltaron fui a verla y, con permiso de las alturas, le hablé directamente y le conté la verdad. En parte María Paula ya era consciente de sus diferencias. No la sorprendí, aunque aquello le cambió la vida. Ahora somos amigos y eso me facilita las cosas.

– Pero no sabe si va a suceder algo, ni dónde.

– No, Georgina. Eso no.

– Llámame Joa, por favor.

Otra curva pronunciada, a la izquierda, sobre una capa de piedras y tierra caída de la montaña y aplastada por las ruedas de los coches. De pronto ya no hacía frío. Se adentraban en una isla de temperatura mucho más agradable, incluso pese a la hora.

– Nunca he conocido a una de las hijas de las tormentas originales -mencionó David.

Ni Joa ni Juan Pablo correspondieron a su aseveración.

Ya no volvieron a hablar en un buen rato, hasta que, tras un recodo, las luces de la ciudad aparecieron como una alfombra recortada sobre la tierra, hasta más allá de las montañas.

– Dios… -susurró Joa.

– Hermoso, ¿verdad?

– Impresionante.

Lo era sobrevolar México City en avión, y también hacerlo por encima de Los Ángeles, Tokio o Sao Paulo, ciudades inmensas que se extendían igual que mantos sobre la tierra, pero aquello era como descender del cielo para llegar a un mundo picoteado por miles de pequeñas luces amarillentas que iban de norte a sur y de este a oeste.