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– Dormirán en mi casa -Juan Pablo volvió a emplear el tratamiento al dirigirse a ellos-. Pensé que sería más cómodo que hacerlo en un hotel, y más rápido también. Lo único malo es que no tengo más que dos habitaciones, la mía y otra para invitados.

Joa se encontró con la mirada de David.

– Dormiré en un sofá, o en el suelo, no hay problema.

– Podemos dormir juntos, y que ella lo haga bien cómoda en la habitación principal -se ofreció el colombiano.

– No quisiéramos molestar…

– ¿Molestar? -Juan Pablo González se ofendió-. ¡Es un privilegio que estén acá! María Paula los espera ansiosa. Cuando le hablé de la situación apenas si pudo creerlo. ¡La hija de una de las niñas! ¿Se dan cuenta? Es un milagro. ¡La auténtica conexión con ellos!

Cada vez que oía esa palabra, «ellos», referida a los seres de las estrellas, Joa sentía frío.

– ¿Cómo te encuentras? -David se volvió y extendió una mano para tocarle la rodilla.

– Bien -lo tranquilizó-. Nada que no pueda reparar un buen sueño. Te aseguro que voy a caer rendida.

– ¿Las picaduras?

– Ya casi no hay restos de las ronchas. Un poco más de ungüento y como nueva.

Continuaron mirando la extensión de Medellín y el Valle de Aburra mientras descendían de las montañas por oriente. En unos pocos minutos más la propia urbe los devoró. El tránsito ya no era muy denso dada la hora. Juan Pablo enfiló hacia el sur y en menos de cinco minutos él mismo exclamó:

– Laureles. Mi apartamento está cerca de Unicentro y la Bolivariana, en la primera bomba.

– ¿Bomba?

– Gasolinera.

Fue su última conversación. El coche se detuvo en una calle relativamente amplia y con casas bajas, de una sola planta, unifamiliares. El único edificio alto, de tres plantas, era precisamente el del apartamento del guardián colombiano.

36

Maria Paula Hernández le robó el aliento.

Salvo por pequeños detalles, incluido que tenía ya algo más de cuarenta años y su madre había desaparecido al poco de superar los treinta, era como estar delante de una hermana casi gemela de su progenitura.

– ¡Oh, Dios!…

David la sujetó. Lo esperaba, así que tenía sus dos manos muy cerca de su cuerpo. Dominó la vacilación de Joa y le dio firmeza con su tacto y su gesto. La pintora tampoco ocultó su emoción y el impacto que su presencia le causaba.

– Querida…

Se inclinó para besarla a la colombiana, es decir, con un solo roce en una de las mejillas, pero Joa le dio dos, temblando. Quedaron medio abrazadas, agarradas por sus brazos, sin dejar de escrutarse la una a la otra.

La copia de la madre desaparecida.

La imagen de la hija no tenida.

Joa se daba cuenta de algo más: era como verse en el futuro.

Su aspecto a los cuarenta y un años.

– Pasen, por favor -reaccionó María Paula finalmente.

El piso no era tal, sino un gran estudio que abarcaba toda la planta, abierto, sin paredes, espacioso. En un ángulo, medio protegidos por un simple biombo, se encontraban la cama y algunos armarios sin puertas llenos de ropa. El resto, menos una sala con butacas en la parte opuesta, estaba destinado a las pinturas, los cuadros, algunos de gran tamaño. Eran coloristas, limpios, en una línea parecida a la del hijo pródigo de Medellín, Botero, pero sin mujeres gordas ni figuras redondas. María Paula Hernández pintaba animales con cabezas de personas y personas con cabezas de animales, naturalezas vivas y muy imaginativas, océanos de color rojo y cielos verdes. Joa localizó un par de retratos, a modo de islas, si bien incluso ellos mostraban los rasgos diferenciales de su estilo. Eran imágenes afiladas, con rasgos acentuadamente felinos.

Desde los ventanales, a pesar de hallarse en una planta baja del impresionante edificio de veinte plantas, como la mayoría de los repartidos igual que agujas apuntando al cielo en El Poblado, se veía Medellín, deslizándose por la pendiente hasta el río, envuelto en montañas, con una enorme variedad de nubes, blancas, negras y grises, compitiendo por su cielo con el sol. Había estado en otras ciudades latinoamericanas, pero se le antojó especial, única. Toda su leyenda negra de ser la ciudad más violenta del mundo al inicio de los años noventa del siglo pasado, herencia del tiempo en el que el cártel de Pablo Escobar dominaba la vida urbana, había quedado reducida al olvido. En el trayecto desde Laureles al Poblado la diferencia con la calma de la noche había sido abismal. Juan Pablo salpicaba cada momento con sus explicaciones.

– ¿Un tinto? -les ofreció la pintora.

– Eso es un café para ustedes -lo tradujo el guardián colombiano.

– No, gracias -se lo agradecieron los dos al unísono.

Ocuparon las butacas de la sala, Joa de cara al estudio, para continuar sorprendiéndose con aquellas pinturas tan poderosamente imaginativas. Ni siquiera había pensado en cómo podían ser. Era una sorpresa.

Quizá esperase pistas, conexiones con… ellos.

– Creo que Juan Pablo ya les contó mi historia -dijo María Paula.

– Sí -agradeció el comienzo de la conversación Joa.

– Me dijo que usted ha perdido a su padre.

– No exactamente. Ha desaparecido, como mi madre hace unos años. La estaba buscando.

– ¿Dónde?

– En México. Encontró algo en Palenque, o eso creemos.

– Palenque -lo repitió con cautela.

– La última persona que le vio dijo que también había mencionado Chichén Itzá.

El rostro de la pintora no reflejó cambio alguno. Mantuvo su elegancia natural, su distinción. Lo más expresivo en ella eran los ojos, la forma afectuosa en que la miraba, lo mismo que sus manos, cálidas y gestuales.

– Entiendo que ustedes han querido verme por si podía ayudarlos, ¿no es así?

– Era la hija de la tormenta más próxima a donde nos encontrábamos -lo justificó David.

– ¿Y qué puedo hacer? -se encogió de hombros y les mostró las palmas de sus manos desnudas.

– ¿Le dice algo esto? -Joa le mostró la cristalina piedra roja.

María Paula se llevó su mano derecha al cuello. Tiró de una cadenita y de las profundidades de su blusa extrajo un colgante de oro en cuyo centro estaba encajado el mismo cristal.

– Ya ve, nunca me desprendí de ella -sonrió.

– ¿Sabe qué significa? -le preguntó Joa. -No.

– Estos días, ¿no ha tenido presentimientos, premoniciones…?

– Tengo más sueños, y me siento inquieta, sí. Pero creía que era debido a mi próxima exposición y al viaje que espero llevar a cabo por Europa a comienzos de 2013.

– ¿Ha desarrollado poderes?

La mujer bajó la cabeza, aunque no mostró sorpresa por la pregunta.

– Lo ha hecho, ¿verdad? -se apresuró Joa.

– No -acentuó su respuesta con el movimiento de la cabeza-. Sé que podría, pero… siempre he querido pasar desapercibida. La primera vez que noté la diferencia fue… traumático. No me impresionó. Me asustó.

– ¿Qué sucedió?

– En un cruce, cerca del Parque Berrío, un carro se me echó encima. Venía hacia mí en línea recta. No hice más que cerrar los ojos y desear que se apartara, que no me hiciera daño. Lo deseé con tanta fuerza que… Escuché un gran estruendo, abrí los ojos y lo vi empotrado en una pared. Nadie entendió qué lo había desviado. Ni el conductor. Dijo que era como si una mano invisible lo hubiese apartado. Pero yo sentí que había sido mi propio deseo. Traté de averiguar si era así y cuando estuve segura, no quise jugar a ser una heroína con superpoderes.

– ¿De qué forma estuvo segura?

– Podía mover objetos.

– La telequinesia se considera un fenómeno para-normal.

– Es más que eso, querida. Y usted lo sabe. Son auténticos poderes que quizá desarrollados y combinados podrían ser explosivos, y también peligrosos. ¿Usted los ha heredado de su mamá?