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– Creo que sí, pero tampoco sé el alcance.

– No lo fuerce.

– ¿Y si son espontáneos?

– Podemos dominarlos, es lo único que cuenta -posó en ella sus hermosos ojos grises y le pidió-: Míreme fijamente.

Joa lo hizo.

Entonces escuchó su voz. Pero ella no movía los labios. Era su pensamiento.

– Somos almas de otro mundo atrapadas en éste, a la espera del regreso, o algo que ni siquiera imaginamos -se esparció aquel susurro por su mente.

– Da miedo -se estremeció.

– Procedemos de un universo superior -recuperó el habla María Paula-. No es miedo lo que hemos de sentir, sino cautela.

– Yo soy medio humana.

– Entonces le tocará averiguar quién es.

– ¿Qué sabe de ellos?

– Nada.

– Me cuesta creerla.

– Le digo la verdad. Nada. Mi vida ha sido normal, jamás he tenido un contacto, una revelación. Y ya no soy una joven, tengo cuarenta y un años. Eso es mucho tiempo.

– Tal vez no para ellos.

– Yo soy una de ellos, y la mitad de usted también -dijo con ternura la mujer-. Sea como sea, cuando vaya a suceder algo lo sabremos. No sé de qué manera -acarició el cristal rojo-, pero todas lo sabremos. Quizá usted también.

– ¿No siente curiosidad?

María Paula se echó a reír.

– Es una buena palabra -la repitió-: ¡Curiosidad! -hizo un gesto vago y plegó los labios hacia abajo-. Lo que siempre he sentido es paz, querida. Cuando supe quién era, qué era, me inquieté. Pero fue algo muy breve. Después lo asimilé, no sin esfuerzo, y me dije que para bien o para mal yo era una terráquea viviendo como una terráquea. No sé cuál es mi origen, ni sé cuál pueda ser mi futuro. Lo aceptaré y eso será todo, de la misma forma que como humanos aceptamos la muerte. ¿Formamos parte de algo extraordinario? Si, sin duda. Pero no está en nuestra mano saberlo. Por lo tanto… -se encogió de hombros-. Es maravilloso estar vivos, aquí o en cualquier otra parte. Y si fui enviada a la Tierra con una misión, ya veremos, ya veremos.

– Ustedes llegaron como niñas, recipientes vacíos que el tiempo ha ido llenando de conocimientos -mencionó Joa.

– Es lo que también pienso yo -convino la pintora.

David y Juan Pablo llevaban rato sin hablar, desde antes de la demostración telepática. Asistían como testigos absortos a su conversación. Sus respiraciones eran contenidas, como si hasta el aire pudiera interferir en ella.

– ¿Ha estado alguna vez enferma? -preguntó Joa.

– No.

– Si somos humanas, salvo por esa genética perfecta y seleccionada, ¿qué nos diferencia de ellos?

– Posiblemente nada -manifestó María Paula. Joa se quedó momentáneamente sin preguntas. Colapsada de pronto. La mujer lo notó.

– Creo que se irá de aquí defraudada, querida -mencionó con dulzura-. Y le aseguro que lo siento. Vino a buscar una identidad, un pasado, respuestas a preguntas desconocidas, y se irá tal cual.

– No lo crea. Conocerla ha sido…

La pintora puso su mano derecha sobre las de su visitante.

– Para mí también, se lo aseguro. Jamás creí que llegase un momento tan especial.

– ¿Ha conocido a otras hijas de las tormentas?

– No.

– ¿Por qué?

– ¿Miedo? ¿Precaución? ¿Reserva? No lo sé. Puede que haya tenido una vida difícil. Y esto es Colombia -entreabrió los brazos en un gesto explícito-. Otras niñas aparecieron en lugares lejanos, conflictivos. No tuve la ocasión, ni la busqué.

– ¿Y por qué aceptó que yo viniera a verla?

– Porque es distinto, y lo sabe -la miró como a una hija propia, no ajena.

Al otro lado de los ventanales empezó a llover. Media ciudad tenía un cielo azul colgado de su vertical y la otra media aparecía inmersa en una súbita tormenta, aplastada por el peso de unas nubes tan negras como compactas. Una auténtica cortina de agua.

– ¿Se quedarán a almorzar? -cambió el sesgo de la conversación la dueña de la casa.

Tal vez quedara mucho por hablar. Quizá fuera poco. Pero se tomaron un respiro, superando todas las emociones iniciales. María Paula Hernández se puso en pie dispuesta a ser una perfecta anfitriona pese a todo.

– ¿De verdad no quieren tomar nada? -insistió-. Porque yo cuando hablo mucho necesito beber algo para que no se me seque la garganta.

37

Juan Pablo González detuvo el coche delante de su casa.

– ¿No les importa quedarse solos?

– No, en serio. Tenemos mucho que hacer -se lo agradeció Joa-. Llevo días y más días necesitando entrar en Internet, examinar hasta donde sea posible los papeles que encontré en la habitación de mi padre en Palenque, leer los libros que compré en el aeropuerto de México… ¿Tienes línea rápida?

– ¿La conexión del computador? Sí, sí, no hay problema. Mi clave de acceso es JPG. Hay comida en el refrigerador, por si me regreso tarde. Y si prefieren salir a caminar, en la 70 hay restaurantes. Los mejores frijoles con chorizo los tienen en El Aguacate y el mejor mondongo en Mondongo's. Todo está cerca, frente a la Bolivariana, no tiene pérdida y de noche es tranquilo.

– ¿Qué es el mondongo?

– Sopa con carne de los cuatro estómagos de la vaca. Muy sabroso. Lo mismo que el sancocho. Ah, y la bandeja paisa.

– Gracias, Juan Pablo -le deseó David sin atreverse a preguntar más.

– De verdad, siento dejarlos.

– Anda, vete, no seas tonto.

El colombiano asintió con la cabeza, esperó a que cerraran la puerta del coche y se alejó calle arriba a velocidad reducida. Se quedaron solos, con las llaves de la casa en la mano. David fue el que abrió el acceso del vestíbulo principal. Subieron a pie y no volvieron a hablar hasta sentirse seguros y tranquilos en el apartamento de su amigo.

Por un momento pareció que él iba a cogerla.

Por un momento pareció que ella iba a dejarse coger.

Pero sus miradas fueron cautas.

Los separó una sonrisa de gratitud, sabiendo que no era más que una espera.

– No te lo he preguntado antes porque estaba Juan Pablo delante. ¿Que tal la visita?

– Impresionada.

– ¿La has creído?

A Joa le sorprendió la pregunta.

– ¿Por qué no iba a creerla?

– Es raro que no sepa nada, que siendo quien es no presienta algo.

– ¿Acaso son diferentes las otras hijas de las tormentas?

– No -aceptó él.

– Entonces…

– Pensaba que tú notarías algo, o sabrías ver más allá de lo que nosotros podemos ver.

– Esa mujer es sincera. Y me ha parecido maravillosa.

– Empatia.

– Tal vez. Sé que veo en ella a mi madre, y me veo a mí misma dentro de unos años. Pero me fío de mis intuiciones. Siempre lo he hecho.

Ya tenía la cartera con los papeles de su padre sobre la mesa del comedor. Los fue extendiendo por encima mientras hablaban.

– ¿No prefieres mirar primero en Internet?

– Voy a darme una última oportunidad con esto -los abarcó con la vista-. Y espero que me ayudes.

– No soy un experto.

– Sabes lo suficiente, aunque no de los mayas, en eso estoy de acuerdo -Joa se dejó caer sobre una de las sillas y le miró fijamente-. ¿No te extraña que los jueces no hayan vuelto a dar señales de vida?

– Son taimados. Están ahí, en alguna parte. Aquí mismo -señaló la pared, y tras ella la ciudad, el mundo entero-. Después de lo sucedido en Chichén Itzá deben de estar a la espera, optando por la astucia, sin precipitarse como lo hicieron entonces.

– ¿Por qué quisieron llevárseme?

– Por si sabías algo. Fue un riesgo por su parte. Creo que ese hombre…

– Nicolás Mayoral.

– Como se llame. Creo que perdió la cabeza y dejó de ser objetivo. No me extrañaría nada que la organización lo hubiera apartado del seguimiento.