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– Eso de «la organización» suena… -se estremeció.

– Es una organización -asintió con amargura-. Su central se hace llamar Sociedad Astrológica Albert Mur-doch y tiene la sede en Nueva York.

– ¿Quién es ése?

– Era. Fue una especie de Hitler del pasado. Predijo la llegada de los extraterrestres en su obra Thefuture is here.

– Acertó, ¿no?

– Mucha gente lo predijo, pero él tenía dos cosas de las que los demás carecían: dinero y odio. Y en abundancia las dos. Murdoch era un fundamentalista religioso. Lo que escribió en su libro no fue sólo una advertencia, sino una llamada al exterminio. La supremacía de la raza humana en el cosmos. Para él nosotros somos los Hijos de Dios, y el resto de las posibles razas del universo son unos diablos sanguinarios dispuestos a devorarnos. No dejó pie a nada, un diálogo, un entendimiento, una paz, una fusión. Eran ellos o nosotros. El exterminio total. Y sentó escuela. Los hijos de sus seguidores son los jueces. La Sociedad Astrológica Albert Murdoch tiene sucursales en París, Londres, Buenos Aires, Johannesburgo, Tokio, Sydney… A su lado nuestra capacidad es muy limitada.

– Entonces estamos inmersos en una guerra.

– Total.

– Y mi padre es la primera víctima.

– Lo de tu padre es un misterio. Si los jueces te querían a ti es porque no lo tienen ellos, y en tal caso…

– David, he de decirte algo.

– ¿Qué es?

– Desde que salí de Barcelona he tenido la sensación de que me seguían.

– Claro: yo.

– No. Alguien más. La tuve contigo, pero también después de aparecer tú.

– ¿Y has visto algo?

– Siempre he mirado a mi alrededor, en los aviones, por la calle… Y nada. Esto es lo más raro: nada. Yo no suelo tener percepciones erróneas.

David le pasó una mano por la cabeza.

Fue su primer contacto íntimo desde el descenso de las tierras de los huicholes.

– Estás nerviosa.

– No, ahora no.

Se envolvieron en una sonrisa. La mano descendió por la mejilla, rozó sus labios, recibió el cálido beso y se retiró. Los papeles extendidos por encima de la mesa aguardaban.

– Joa…

– Lo sé.

Eso fue todo. Ella se inclinó sobre todo aquel material y, aunque le costó concentrarse, lo consiguió.

38

El dibujo de la lápida de la tumba de Pakal estaba en el centro. A su lado las dos hojas de papel con los seis glifos numerados del 1 al 6. El resto formaba un marco a su alrededor. Llevaban treinta minutos con ellos y hasta David se hallaba desconcertado.

– No es más que un trabajo de campo -opinó-. Si lo que falta es la libreta de tu padre, lo lógico es pensar que era en ella donde guardaba sus descubrimientos.

– Mi padre hizo estos dibujos por algo, lo sé -apretó las mandíbulas con terquedad.

– Es como volver a las teorías de Erich Von Daniken en los años setenta del siglo pasado, todas desmontadas por absurdas.

– Von Daniken decía que él era un astronauta y esto la representación de su cápsula -Joa señaló el dibujo de la lápida-. También dijo que los signos de Paracas, en Perú, que sólo pueden verse desde el cielo, eran señales terrestres para las naves, o que la asombrosa precisión matemática de las pirámides de Egipto correspondía a una inteligencia superior. No demostró nada, pero se hizo rico con sus conjeturas. Nosotros estamos partiendo de algo mucho más concreto: la realidad de las hijas de las tormentas y las predicciones que los mayas hicieron de su futuro, todas asombrosamente precisas. Si de ellos se conoce tan poco, si sólo hemos desenterrado una pequeña parte de su legado…

– Hubo más, pero Diego de Landa lo destruyó.

Había sido el fraile franciscano que viajó hasta Yucatán y durante tres décadas trabajó en la evangelización de los nativos mayas. Consagrado obispo de la península en 1572, destruyó por su celo religioso todos los documentos de la cultura maya y muchos de sus ídolos, abortando la posibilidad de conocer, en el futuro, el pasado de una civilización entera. Su acto de fe se convirtió en un exorcismo represor y su inquisición no tuvo límites, aunque hacia el final de sus días, culpable de sus desmanes, escribió Relación de las cosas de Yucatán, la obra clave para entender el mundo maya en la época de la conquista, con la descripción de los indios y su historia además de una crónica detallada de aquel tiempo. Hizo también el primer alfabeto conocido del lenguaje maya.

Joa cogió uno de los libros comprados en el aeropuerto y encontró la copia de dicho alfabeto. De no haber sido por el hallazgo de los códices de Madrid, Dresden y París, llamados así por ser los lugares en los que se encontraban en la actualidad, sin olvidar la Biblia maya, el Popol Vuh, la historia maya habría sido una gran desconocida.

– Aquí también hay un dibujo de la lápida -le hizo notar David.

Abrió el libro y lo colocó al lado del de su padre.

Otra vez aquel estremecimiento.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

– David…

– ¿Qué?

– Cógeme de la mano, por favor.

– ¿Qué te pasa?

Se la tendió para que él la atrapara. La envolvió con las suyas. Fue como envolverla a ella con un abrazo.

Los ojos de Joa recorrían los dos dibujos.

Su sangre se había acelerado. Ahora era un torrente desbocado circulando libremente por sus venas.

– Joa…

No respondió. Comenzó a experimentar un vértigo inusual.

Y entonces lo vio. Tan claro, tan sencillo, tan…

– ¡Oh, Dios! -gimió. David estaba tan pálido como ella.

– Ha estado ahí todo ese tiempo, y yo… ¡Seré estúpida! Su compañero miraba el dibujo y la ilustración del libro. Dos calcos. Dos gotas de agua. Pero no era así.

– ¡Mira! -Joa se soltó de su mano y señaló el cuadrado superior derecho del dibujo de su padre.

– Sí, ¿qué…?

No hizo falta que continuara. David miró el grabado del libro. Allí la lápida era distinta. En aquel lugar del margen superior derecho había otro dibujo, una especie de aspa.

– ¿Esto lo modificó tu padre? -¡Sí!

– ¿No es posible que…? -buscó argumentos a modo de abogado del diablo.

– ¡David, es la pista que estaba buscando, esto es un número maya!

– ¿Cuál?

– ¡El veintisiete! -Joa abrió sus ojos hasta el límite-. ¡La tumba veintisiete de Palenque, la que estaban investigando y que yo no pude ver!

– Espera, espera -su compañero evidenció que andaba perdido-. ¿Quieres contarme eso del veintisiete?

– Los mayas fueron matemáticos extraordinarios -intentó serenarse, incluso para ordenar sus ideas-. Podían calcular y escribir cifras de millones de números. Y todo gracias a un hallazgo esencial que lo cambió todo: el cero. Lo inventaron en el siglo III después de Jesucristo, antes que los hindúes, que lo pusieron de moda en Europa al desarrollar el sistema decimal. Para representar una cantidad se bastaron con tres signos: una concha de caracol que representaba el cero, un punto para representar el uno y una raya horizontal para representar el cinco.

– ¿Por qué una concha de caracol?

– La concha de caracol es la imagen de algo que una vez contuvo una cosa en su interior y ya no la tiene, pero podría volver a contenerla.

– ¿Eso fue todo?

– Te lo demostraré. Dime un número.

– El 99.

Joa cogió un papel y un bolígrafo. Dibujó tres rayas y ocho puntos, éstos separados entre sí.

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Se los mostró triunfante.

– ¿Aquí pone 99? -preguntó él.

– Fíjate bien: hay dos pisos. Esa es la otra característica de la numeración maya. Abajo tenemos tres rayas, a cinco la raya, quince. Más cuatro puntos, diecinueve.