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Lo deseaba, lo temía.

Lo necesitaba.

Y aun así…

– Joa.

– ¿Sí? -respondió al susurro apenas perceptible.

– No sabía si ya dormías.

– Me temo que no va a ser fácil.

– Estoy igual -le confesó él-. Dudas y más dudas, preguntas y más preguntas.

– ¿Como cuáles? -dejó de estar de espaldas a él y se puso boca arriba, para oírle mejor.

– No entiendo por qué tu padre tenía que implicarte dejándote esa pista. Te puso en peligro. Te colocó en medio de todo.

– Por Dios, David, ¿más implicada de lo que ya estoy? Soy hija de mi madre, ¿recuerdas? Tú mismo dijiste que yo era un puente con las estrellas.

– Si tenía miedo, se sentía en peligro o se vio amenazado directamente, ¿por qué no te llamó por teléfono o te dejó algo más concreto?

– Tal vez no pudo o pensó que, si no me encontraba y dejaba el mensaje, alguien podría interceptarlo… No sé, se me ocurren diez teorías.

– ¿Y si se marchó voluntariamente?

– Eso ya me resulta prácticamente imposible. Se lo llevaron.

– ¿Ellos?

– ¿Te refieres a los extraterrestres? -Sí.

El silencio flotó entre los dos por espacio de unos segundos.

– Tu madre…

– Por favor, David, cállate -su tono fue de súplica.

– Perdona.

El nuevo silencio se prolongó un poco más.

La habitación estaba a oscuras, pero ella sabía que él se hallaba a escasos centímetros de su cuerpo, acodado y mirándola en las sombras, viéndola con la imaginación. La más poderosa de las percepciones.

Joa alzó una mano. Sabía exactamente dónde encontrar el rostro de su compañero. Rozó su mejilla con el dorso de los dedos, suavemente. David no se movió.

El roce fue delicado, tanto como breve. La mano descendió hasta quedar depositada sobre la de él. Una vez hecho el contacto la dejó allí, inmóvil.

No era una invitación. Sólo la búsqueda de una leve

paz.

Cuando David se inclinó hacia ella, cerró los ojos. Sus labios recorrieron su cara, primero la frente, después los párpados cerrados, luego la mejilla, finalmente… El beso fue como abrir una puerta. La de los sentimientos.

Fluyeron en tropel, en las dos direcciones. Los labios se unieron igual que un sello perfecto. Bebieron el uno del otro, con delicadeza, con ternura, con una medida pasión que fue fundiéndoles la escasa resistencia. Era un beso distinto del que ella había provocado al salir de las tierras de los huicholes.

El beso de la certeza.

Joa temblaba.

La mano de David jugueteó con la suya, hasta que se posó en su cintura, presionándosela. La pausa apenas si fue perceptible en el tumulto de su deseo. Ella gimió.

– Por favor… -susurró asustada de su propia ansiedad.

– Lo siento -la apartó él.

– No, ven -la recuperó entre sus dedos y la pasó al otro lado de su cintura antes de agregar-: Abrázame. La obedeció. Con fuerza.

Tendidos sobre la cama, formando un solo cuerpo.

– Escucha… -vaciló Joa.

– Tranquila.

– No, en serio, no sé qué me pasa.

– Tienes miedo.

– No estoy preparada, pero me gusta mucho -lo estrechó contra sí.

– Puedo esperar -dijo él junto a su oído.

– Gracias -subió una de sus manos hasta la nuca y la propia intensidad de su gesto la hizo estremecer.

– Cuando te vi por primera vez eras una adolescente. Maravillosa, pero adolescente -exhaló un pequeño bufido de ironía-. En estos dos últimos años, sin embargo…

– ¿Qué? -cuchicheó al ver que se detenía.

– Ya estaba enamorado de ti.

A Joa se le detuvo el corazón entre dos latidos.

Otra pausa.

– Cuando te hablé por primera vez en Palenque… Ella fue la que buscó ahora sus labios. Se los selló.

Ya no volvieron a hablar. Sólo el beso, largo, hermoso, tan cálido como una caricia infinita, hasta que él se tendió a su lado, pegado a su cuerpo lo mismo que una segunda piel, y los dos se durmieron sin apenas darse cuenta de su tránsito.

43

Madrugaron y encontraron un vuelo temprano a Bogotá. Juan Pablo les insistió en que se quedaran al menos un par de días más, pero la urgencia les comía las horas. De Bogotá a México City no tuvieron más remedio que volar en primera clase y agradeciendo su suerte. Para el México-Villahermosa fue todavía más complicado. No había plazas ni en primera. Se quedaron en la lista de espera decidiendo que, si se liberaba una plaza, no la utilizarían. 0 juntos o nada.

Diez minutos antes del cierre, cuando ya estaban seguros de tener que pasar la noche en el DF, se produjo el milagro.

Tres plazas en turista. Dos para ellos y una tercera para una apurada mujer que viajaba sola.

Llegaron a Villahermosa casi de noche, y a Palenque, de nuevo rendidos, en uno de los últimos coches de alquiler que encontraron en la terminal. Por precaución no regresaron al Xibalba. David condujo hasta una casita, en el centro del pueblo, donde había alquilado una habitación la primera vez. Sacaron a la dueña de la cama, pero se alegró de tener clientes y ganarse unos pesos. La miró a ella de arriba abajo, calculando su edad, y no dijo nada más. Los dejó solos y lo único que hicieron fue acostarse como la noche anterior, abrazados, a la espera de momentos mejores para dejarse llevar.

Por su cabeza todavía flotaba el diálogo de Medellín, antes de aquel beso cómplice y decisivo:

– No estoy preparada, pero me gusta mucho.

– Puedo esperar.

Por la mañana Joa abrió los ojos pasadas las diez. Saltó de la cama al encontrarse sola, asustada, y antes de que saliera de la habitación David entró por la puerta con su sonrisa por bandera.

– Buenos días -le deseó.

Ella lo abrazó.

– ¿Por qué no me has despertado?

– Necesitabas descansar.

– ¿Has desayunado?

– Vamos a hacerlo ahora.

Le dio un rápido beso en los labios y se metió en el cuarto de baño. Le bastaron cinco minutos. Para desayunar emplearon quince. La noche anterior no habían podido cenar, y las comidas del día, en aviones y aeropuertos, no fueron las mejores de su vida. Se desquitaron con las sabrosas viandas caseras de la dueña de la casa. Ella dormitaba en una hamaca tendida en mitad de la entrada. No dejó de observarlos de hito en hito pero sin hacer preguntas, con ojos suspicaces. Cuando finalmente subieron al coche y emprendieron el camino de las ruinas de Palenque, se sintieron aliviados.

Por fin, su última oportunidad.

– Si esa tumba veintisiete sigue cerrada… -se mordió el labio inferior Joa.

– ¿Sabes lo que de verdad me preocupa a mí?

– ¿Qué?

– Que no haya ni rastro de los jueces. No son de los que se rinden o abandonan.

– David…, yo sigo teniendo aquella sensación.

– ¿La de que alguien te sigue?

– Sí.

– Miré a todo el mundo en Medellín, y en los aviones de ayer. Ninguna cara repetida. Nadie pendiente de nosotros. ¿Estás segura de que…?

– Es mi intuición, ¿vale? -se lo dijo como si eso excluyera todo lo demás.

Cubrieron los poco más de siete kilómetros que había del pueblo a las ruinas y aparcaron el coche en la entrada. Joa mostró su credencial, como la primera vez, cogida de la mano de David, dando a entender que iban juntos en el paquete. Los sellos del ministerio correspondiente, perfectamente visibles en la acreditación con la foto de su padre, les abrieron las puertas sin resistencia. Por si acaso, con el dedo pulgar, tapó la imagen al mostrarla. Mientras caminaba en dirección a la tumba veintisiete paseó la mirada por los alrededores buscando a Benito Juárez, su locuaz guía de la primera vez.

La tumba veintisiete estaba cerrada.

– Mierda… -se inquietó ella.

Se dirigieron a las otras dos. El arqueólogo salía de la primera cuando llegaron. Esta vez, la noticia de la desaparición de Julián Mir ya era del dominio público.