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– ¿Ah, sí? ¿Qué es?

Lo empujó de forma suave aunque decidida, para que abriera la marcha, y lo siguió por el pasadizo, dejando a Joa a su espalda.

Sola.

Ella no perdió ni un segundo. Sacó la cámara digital de su bolsillo, la puso en marcha y fotografió primero la estela de cerca, luego de lejos, y finalmente toda la pared. Lo hizo sin fias, aprovechando la escasa luz de las bombillas. La última, sin embargo, para no arriesgarse a no ver nada, la realizó con fias sobre su objetivo aun a riesgo de que el destello la descubriera.

Acto seguido salió de la cámara y enfiló el pasadizo.

David mostraba un alto, altísimo interés en una estela mortuoria que hablaba de la gloria de algún personaje, mientras que Benito Juárez, siempre al máximo de su locuacidad, le daba prolijas explicaciones con todo lujo de detalles, encantado como siempre de tener público a su alrededor.

Joa aún estaba temblando.

44

No les costó mucho desembarazarse de Benito Juárez. Los minutos finales de su charla los dedicaron a recordar a Julián Mir. El arqueólogo insistió en que lo llamara si sabía algo y le dio un número de teléfono. Joa se despidió de él con un beso en cada mejilla. Los ojillos del hombre bailaron en las cuencas.

A los cinco pasos, cuando él ya no podía escucharlos, David fue incapaz de reprimirse.

– ¿Lo tienes?

Joa no respondió a su cuchicheo. Se debatía en su propia tormenta interior.

– ¿Lo tienes? -repitió su compañero con un poco más de vehemencia en la voz.

– Creo que sí.

– ¿Sólo lo crees?

– Está bien -suspiró-. Sí, lo tengo. Sólo puede tratarse de eso. Pero necesito entrar en Internet y descargar las fotos.

– ¿Has tomado fotos? -se asombró.

– Gracias a ti. Has sido rápido llevándote a Benito Juárez.

– ¿Qué es lo que has visto?

– Un número.

– ¡Por Dios, Joa! ¿Qué clase de número? ¿Tiene algún significado? ¿Es que he de arrancarte las palabras una a una?

– ¡No lo sé! ¡Un número! -se exasperó-. ¿Cómo quieres que ya pueda interpretar su sentido o qué hace ahí? ¿Y si a pesar de todo me equivoco?

– A tu intuición no creo que le dé por equivocarse.

– David… -pareció al borde del colapso.

– Vale, perdona -se excusó él-. Estás nerviosa.

– Sí -lo reconoció ella.

Le cogió una vez más de la mano.

David se la apretó con fuerza y se acercó para besarla en la frente.

Eso la relajó.

Caminaban ya a muy buen paso en dirección a la salida.

– Está en muy mal estado -reconoció Joa por fin-. Los glifos casi no se ven, hay símbolos y signos que pueden significar una cosa u otra, así que a lo peor el conjunto es lo que falla y las piezas sueltas no nos aclaran mucho, pero ese número…

– ¿Alguna idea?

– Prefiero estar segura. No quiero sentarme aquí y dibujarla en el polvo del camino. La tengo en mi memoria pero…

Ya no hablaron más. David interpretó su silencio y su único contacto fue el de sus manos, con los pasos acelerados en dirección al coche de alquiler. Al llegar a él Joa le cedió la iniciativa para que se sentara al volante. Hicieron los siete kilómetros hasta el pueblo a una velocidad cercana al suicidio, aunque dada la hora el flujo turístico ya había menguado. En la casa donde dormían un ordenador habría sido un regalo, así que tuvieron que buscar un cibercafé. Lo encontraron sin necesidad de hacer preguntas, en Allende con 5 de Mayo. Aparcaron el coche y se dirigieron a él.

– ¿Llevas el cable? -preguntó de pronto David.

– Sí. Pensaba que podría necesitarlo -sonrió ella-. El cable y todo lo necesario.

– ¿Intuición o premonición? -le devolvió la sonrisa.

– No te burles.

– No lo hago -fue sincero.

El cibercafé estaba bastante lleno, pero tenía dos ordenadores libres. Joa se sentó en el más alejado de la puerta, para tener menos luz directa o reflejos molestos. Sacó la cámara digital, el cable y un disco óptico para grabar y llevarse el material una vez examinado en el ordenador. Esperó paciente la puesta en marcha, el arranque, y después conectó la cámara.

Las fotografías tomadas en la tumba veintisiete pasaron de ella al aparato.

Las abrió, una a una, las cuatro, y las colocó en los cuatro ángulos de la pantalla. Apenas si se veían las formas. El efecto visual era pésimo. David ya no dijo nada, para no excitarla o irritarla más. Esperó a que su compañera hiciera un primer examen. Joa amplió la primera. Después las otras tres.

De la misma bolsa de mano colgada del cuello que había extraído los utensilios que estaba utilizando, sacó un bolígrafo y una pequeña libreta de anotaciones.

– ¿Siempre vas tan preparada?

– Sí -se limitó a decir mientras copiaba la primera de las imágenes, que también era la más clara, la menos dañada por el paso del tiempo.

El número.

– Abajo hay un cero, ¿ves? -inició la interpretación del glifo-. En el eos. Por lo tanto es diez multiplicado por veinte, que nos da doscientos. En el tercer nivel tenemos tres rayas y dos puntos, o sea el número diecisiete, que hemos de multiplicar por cuatrocientos, o sea veinte por veinte porque estamos en ese nivel. Y nos da… -hizo el cálculo aparte-: Seis mil ochocientos. Por último, cuarto nivel, un uno multiplicado por tres veces veinte es… ocho mil.

– La suma total es quince mil.

Joa continuó mirando el glifo.

– ¿Quince mil qué? -se preguntó David en voz alta.

Era extraño. Su instinto le estaba gritando, pero ella se sintió un tanto confundida.

1 2

– Mira esto -señaló dos glifos más o menos reconocibles

– ¿Qué significan?

– No estoy segura pero he visto el primero en alguna parte. Puede que incluso falten trazos. Este es casi irreconocible -apuntó al segundo mientras los dibujaba en el papel y los numeraba.

– Aquí hay otros bastante presentables.

3 4 b 6

Joa también los copió y numeró. Iba a hacerlo antes de que

David se lo indicara.

– ¿Qué opinas?

– Vamos a ver qué tenemos por Internet.

– ¿No será como buscar una aguja en un pajar?

– Hay muy buenas páginas -tecleó en el buscador lo que le interesaba-. La de John Montgomery, por ejemplo. Incluye un diccionario asombroso. Y la de Merle Greene Robertson. El Xibalba está situado en esa calle y lleva el nombre en su honor.

– ¿Quieres que me quede contigo o prefieres trabajar

sola?

– Quédate -le pidió.

Su mano izquierda le acarició la mejilla, sin mirarle, antes de volver al teclado. Dejó de ser ella.

Se sumergió de nuevo en aquel universo de glifos con caras de perfil, símbolos y signos infinitos con los que los mayas bautizaban su mundo.

El primero de los glifos identificado fue el 5.

– Estrella -leyó Joa. Y también lo hizo en maya-: Ek.

Le tocó el turno al 4.

– Esparcir. Chok.

Tardó cinco minutos en encontrar la representación del número 2.

– Un retoño emergiendo del signo de la Luna -pronunció cada palabra despacio, buscándole, además, un significado dentro de la estela que había fotografiado-. Tzo.

El 1 estaba en la misma página, porque hablaba de signos solares, lunares y de las distintas representaciones del día.

– Período de un día usado en el calendario maya de cuentas largas -le tocó el turno de leerlo en voz alta a David.

Les faltaba identificar las figuras Зуб. Quince minutos después, seguían igual.

– Aunque sepamos qué significan, hay más de media estela irreconocible -argumentó David. Joa no se dio por vencida.