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De nuevo el abismo, su padre, su madre, las pistas de aquella increíble epopeya que culminaba todo un ciclo de la historia de la humanidad. La certeza final de que seres de otro mundo, quizá los mismos que un día poblaron la Tierra, o le dieron el soplo de la inteligencia, estaban presentes en sus vidas.

No podían escapar de ello. Aunque lo intentaran.

– Vamos a nuestra habitación -se rindió Joa.

Sabía cómo lo dijo, el tono, la intención.

David se detuvo para mirarla.

– ¿Estás segura? -preguntó despacio.

– Esta noche quiero algo más que un abrazo -se lo confirmó.

– ¿Ya no tienes miedo?

– Más que nunca -fue sincera-. Por eso te necesito.

No le dijo nada más. No le dijo que pensaba en su madre, y en que ella se había arriesgado con su padre. No le dijo que jamás había estado tan segura de algo, y no por ello estaba menos nerviosa.

Esther se reiría.

Ella, la rara, la diferente, dispuesta a dar el paso decisivo.

– Yo también me he enamorado -le besó abandonándose bajo el dulce silencio de la noche.

El beso fue eterno. Sobre todo porque ya no despertaron de él. Al menos de inmediato.

No les oyeron llegar, ni supieron de qué forma salieron de las sombras, ni cuántos eran, ni qué les inyectaron o qué pasó a continuación.

Se durmieron besándose.

Y eso fue todo.

47

La despertaron las voces. Creía que era un sueño, muy

real, pero además de escuchar voces recuperó el resto de sus sentidos, uno a uno. El mal sabor de boca.

El olor aséptico propio de los lugares esterilizados.

La primera visión absorbida por sus ojos cuando, al abrirlos, vio la blancura de aquellas paredes, la enorme lámpara de laboratorio suspendida sobre su cabeza aunque sin llegar a cegarla, los hombres de las batas de color verde que se movían a su alrededor.

Entonces reaccionó.

Quiso hacerlo todo de golpe, levantarse, salir corriendo, y la realidad de su estado se impuso, abriéndose paso a marchas forzadas por su cerebro.

Estaba atada, de pies y manos, boca arriba, en un lugar desconocido y rodeada de personas que hablaban en inglés. Ni siquiera llevaba su ropa, sino una especie de camisón de color azul.

– Ya está consciente -dijo una voz a su espalda.

Un hombre de mediana edad, cuarenta y pocos, atractivo, de mandíbula cuadrada, ojos eléctricos y porte marcial a pesar de la bata, apareció por su derecha y la observó. No había en su mirada ningún calor. Eran la mirada y la expresión del cazador inclinado sobre su presa.

Joa se enfrentó a él, desafiante a pesar del miedo que la invadía.

Recordaba sus últimos momentos de consciencia, el beso de David, la noche de Palenque… Iban a hacer el amor.

– ¿Quién es usted?

– Tranquila -le respondió el hombre en español.

– ¿Dónde estoy?

No hubo respuesta. Continuó el examen.

Entonces reapareció en ella la rabia del día en el que los jueces trataron de llevársela y concentró su energía en el hombre.

Su sonrisa, inesperada, la desconcertó.

– No se esfuerce -le dijo despacio-. Le hemos puesto un inhibidor.

No le creyó. Ni sabía qué era un inhibidor. Comenzó a agitarse en la camilla, pugnando por soltarse. Unas correas de cuero en los tobillos y las muñecas la mantenían firmemente atada a su superficie. Otra correa pasaba por encima de su cintura. Levantó la cabeza para verlo y la dejó caer de nuevo hacia atrás, tan asustada como furiosa.

– No se canse -mantuvo su frialdad educada el hombre-. Su fuerza mental no le sirve de nada aquí y en sus condiciones.

Buscó una respuesta a ambos lados y sólo alcanzó a ver que se encontraba en una especie de laboratorio, con infinidad de aparatos, ordenadores, y una docena de personas deambulando de un lado a otro o sentadas frente a sus respectivos sistemas operativos.

– ¿Qué quieren?

– Observarla. Nada más. Si colabora será más fácil. No queremos hacerle ningún daño, ¿entiende?

Por debajo de la bata verdosa se intuía un uniforme. Un uniforme sospechosamente… ¿estadounidense?

Sólo que aquello no tenía sentido. Estaba en México. ¿0 no?

Volvió a intentarlo: concentrar su rabia, unir toda su energía y focalizarla en un punto.

El hombre le lanzó una sonrisa de superioridad.

Joa desistió al comprender que era inútil. En alguna parte de su cuerpo existía una falla, una descoordinación entre su mente y su sistema nervioso. Lo del inhibidor no era broma.

– ¿Son jueces?

– Jueces, guardianes… -la sonrisa se acentuó-. No sea ridicula. Esto no un juego de fanáticos aficionados.

– Usted es americano.

– A este lado todos somos americanos, ¿no cree?

– Estadounidense.

No hubo respuesta. El hombre levantó la cabeza para dirigirse a uno de los que operaba cerca de ellos.

– ¿Listo, Mac?

– Un minuto, señor. Señor. Rango.

Alguien se le acercó por detrás y le colocó unos sensores en la cabeza, dos a los lados, sobre los parietales, y tres o cuatro más en distintos puntos del cráneo. El último se lo adhirieron en el bulbo raquídeo, colocándole una especie de alza por debajo de la cabeza para que pudiera apoyarla dejando el espacio libre.

– Pórtese bien -se despidió el hombre que hablaba con ella-. Colabore y esto terminará muy pronto. Podrá irse a casa.

La palabra casa la impresionó.

Sonaba a algo muy lejano.

– ¿Y David?

El hombre se apartó de su lado.

– ¿Y David? -repitió la pregunta ella.

Se quedó quieta unos segundos, reflexionando, aunque le costaba centrar sus ideas, sus pensamientos. El despertar había sido traumático. Luego el movimiento a su alrededor cesó, cada miembro de aquel equipo pareció ocupar su puesto, sentado o de pie, al frente de los componentes del sistema al cual estaba conectada.

Casi sin darse cuenta percibió aquel hormigueo.

La corriente.

Como si alguien hubiera abierto una puerta en su mente y miles de hormiguitas estuviesen entrando por ella, esparciéndose por todos los recovecos de su geografía.

Las hormigas la saturaron.

Alcanzó a ver una pantalla situada a su izquierda. Un córtex cerebral, el suyo, aparecía en tres dimensiones, girando sobre un eje vertical y también sobre uno horizontal alternativamente.

Una sinfonía de colores poblaba su cerebro.

– Es extraordinario, señor -dijo uno de los hombres en inglés señalando diversas partes de la imagen-. Vea aquí, aquí… y aquí.

– Increíble.

– Toda esa zona, superdesarrollada, intelecto, funciones…

– Cuánto poder potencial -suspiró el que había hablado con ella.

Callaron unos segundos. Joa continuó observando aquella imagen tridimensional de su cabeza. También estaba sorprendida. Esperó hasta que ellos volvieron a hablar.

– Es igual que una gran batería energética.

Era suficiente.

El inhibidor bloqueaba su impulso, el modo en que actuaba la rabia en sus sistemas y se convertía en una fuerza capaz de actuar como la mejor de las armas, aunque fuese defensiva. Pero con o sin él, aún era capaz de pensar.

«Zonas superdesarrolladas», «batería energética»…

Joa cerró los ojos.

Lo mismo que un interruptor abría y cerraba la luz, buscó el interruptor de su mente. La manera de bloquearla. Casi dejó de respirar.

Se concentró en sí misma, primero en su corazón, reduciendo los latidos, venciendo la irritación, el miedo y la certeza de que estaba en un serio aprieto, prisionera en un lugar desconocido. Después exploró su cuerpo, piernas, brazos, tronco. Finalmente subió aquel nuevo equilibrio hasta su cerebro y lo esparció igual que un manto frío por él. Un manto capaz de apagar cualquier fuego mental activo que les sirviera a ellos para examinarla, diseccionarla, descubrir quizá hasta el más recóndito de sus secretos.