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Porque eso era lo que buscaban. Sus secretos.

Su cerebro empezó a quedarse en blanco.

– ¿Qué sucede?

– No lo sé, señor.

– Mac…

– Todos los sistemas funcionan.

Hubo una primera agitación a su alrededor.

– No hay potencia emisora.

Las voces desaparecieron de golpe.

– Es ella, señor -rompió el silencio una.

– ¿Pero cómo puede…?

Debieron de transcurrir unos pocos segundos más, tal vez un minuto. Joa se preocupaba únicamente de sí misma, concentrándose en vencer a las máquinas, anular los sensores, expulsar de su cabeza las hormigas. No fue consciente de que su interlocutor estaba a su lado hasta que notó su mano.

– ¿Qué está haciendo?

Abrió los ojos y ahora la felicidad de mostrar una sonrisa de superioridad fue suya.

– Colabore o será peor -la frialdad oral se sumó a la visual.

– ¿Peor para quién? Dígame quiénes son y qué quieren -intentó no caer de nuevo en la trampa del miedo y la impotencia.

– Queremos hablar con ellos -afirmó el hombre respondiendo a su última pregunta de forma directa. Joa lo acusó.

Por primera vez, no había caretas.

– ¿Hablar?

– Sí, hablar -quiso ser sincero.

– Están locos… -suspiró ella.

El hombre acercó su rostro hasta quedar a escasos centímetros del suyo. Joa vio urgencias en el fondo de sus pupilas.

Para él quizá no fuera más que una… alienígena. Un engendro.

– Tú puedes -la tuteó-. Eres la llave y la puerta.

No quiso seguir viéndole. Volvió a cerrar los ojos y a mantener aquel bloqueo emocional, sin fisuras, para que los que querían meterse en su cabeza no lo consiguieran. Sabía que el hombre, posiblemente un militar, estaba allí. Sentía su respiración azotándole el rostro.

– Georgina…

Esperó. Su cerebro casi superó el más puro estado

alfa.

– Es inútil, señor -se lo certificó el llamado Mac.

– ¡Haga algo, maldita sea!

– Si no anulamos su voluntad además de inhibir sus poderes energéticos…

– Háganlo.

– No es tan sencillo.

El presunto oficial regresó junto a Mac y los sistemas conectados a su mente. Joa agudizó el oído, pero ya no escuchó la conversación entre ellos. Su tono era el de un militar de rango acostumbrado al mando pasando revista a sus hombres.

Ya no hubo mucho más.

La tensión a su alrededor llegó a un punto álgido y, tras ello, menguó de manera gradual hasta convertirse en un nuevo tipo de silencio. Alguien le retiró los electrodos de la cabeza mientras el débil zumbido de los sistemas iba apagándose hasta casi desaparecer.

– Llévenla a la habitación -ordenó el hombre.

– Sí, señor.

– Pero no a la suya. Déjenla con él. David.

Por una parte se sintió peor, por él. Por otro lado, el más egoísta aunque humano, aliviada de no estar sola.

– ¿Mantenemos la dosis de inhibidores?

– Por supuesto, cada doce horas.

– ¿Comidas?

– Que no le falte de nada.

Se puso en movimiento. Era Mac el que empujaba la camilla, con dos ayudantes más, uno a cada lado. Elevó la barbilla para verlo mejor y se encontró con otra clase de rostro, más humano, más joven, aunque rehuía su mirada.

– ¿Me lleva con David? -le preguntó en inglés.

– ¿David?

Joa se inquietó.

– Estaba conmigo en Palenque.

– No, la trajeron sola.

– ¿Entonces con quién me llevan? El ha dicho que me dejaran…

No hubo respuesta.

– ¿Dónde estoy?

El mismo resultado.

No caminaron mucho. Se detuvieron al final de un largo pasillo, frío, gélido, inhóspito, aunque allí el calor era muy húmedo y pronunciado, frente a una puerta metálica cerrada y presidida por una mirilla rectangular. Dos guardias uniformados, uno a cada lado, la protegían.

La bandera de sus uniformes era la de los Estados Unidos de Norteamérica.

– Están locos… -no pudo creerlo Joa al confirmar sus sospechas.

Le quitaron las correas, una a una, asegurándose de tenerla controlada en todo momento. Luego la incorporaron. Mac ordenó a uno de los guardias que abriera la celda.

Cuando Joa fue empujada de forma suave para que cruzara aquel umbral ya sabía con qué se iba a encontrar. 0 mejor dicho, con quién.

– ¡Papá! -gimió al reconocerlo.

48

Estaba adormilado, probablemente sedado. Su aspecto era relativamente bueno, aunque con barba de varios días. Llevaba un uniforme, una especie de mono de trabajo. En la habitación, confortable pese a ser realmente una celda para ellos, había dos camas y un retrete en uno de los ángulos, a la derecha de la puerta, para que el usuario gozara de una cierta intimidad sin poder ser visto desde la mirilla rectangular. Joa se arrodilló junto al cuerpo de su padre con los ojos muy abiertos, sin saber exactamente qué hacer. Su grito de todas formas ya lo había alertado.

Julián Mir abrió los ojos y las pupilas enfocaron la imagen de su hija.

– Joa… -susurró.

– ¡Papá! -repitió ella tratando de abrazarle y besarlo.

El hombre alzó la mano para acariciarle la mejilla. La realidad fue imponiéndose a las últimas brumas. Cuando el abrazo se consumó, quedaron atrapados tanto por él como por la diáspora de sus sentimientos.

No permanecieron demasiado tiempo así.

Había tantas preguntas…

– Papá -le ayudó a incorporarse para que quedara sentado-. ¿Dónde estamos?

– No lo sé. En una instalación militar estadounidense, desde luego.

– Hace unas semanas todavía no sabía el final, lo que nos ha conducido hasta aquí -lamentó con desánimo.

– Pero tú siempre has buscado a mamá.

– Todos los días, sí -convino con una sonrisa de ternura-. Sabía que tarde o temprano… Sólo tenía que seguir los signos, y confiar en que me condujeran a ella.

– ¿Qué signos?

– Me faltaban las piezas esenciales, saber cuándo, dónde…

– ¿Se lo has dicho a ellos? -Joa señaló la puerta.

– No -fue categórico-. Por eso te han traído a ti. Por eso y porque puede que hayas dado tú también con la verdad -la miró a los ojos antes de agregar-: ¿Lo has hecho, Joa?

– Sí -le susurró al oído-. Vi la pista en el dibujo de la lápida de la tumba de Pakal, y bajé a la tumba veintisiete de Palenque, y allí encontré lo de los 15.000 días.

Julián Mir la cubrió con una mirada de orgullo.

– Papá, ¿cómo supieron esos militares lo que estabas investigando?

– No son tontos. Posiblemente disparé sus alarmas. Cuando vi que todo encajaba fue tarde. Sólo tuve tiempo de dejarte ese indicio en el dibujo de la lápida.

– Lo más seguro es que también tengan ya todas las respuestas.

– Si las tuvieran no estaríamos aquí, no te habrían traído a ti. Han de cerrar el círculo. Yo no he visto por aquí a ningún experto en temas mayas. Todo son militares y científicos. Ellos lo ven desde otra perspectiva, la suya, la de siempre: la militar. Una potencia extraterrestre puede representar un enemigo o un aliado. Andan detrás de lo único que les importa: dónde van a regresar.

– Papá, es lo único que no sé.

– Sí lo sabes -la voz, junto a su oído, se hizo casi inaudible-. Lo sabes tan bien como yo.

Joa no entendió la razón de su aseveración.

Pero no quiso que él pronunciara la palabra, por si, pese a todo, todavía eran capaces de identificar su conversación.

– El hombre que ha tratado de explorarme el cerebro me ha dicho que yo soy la llave y la puerta, que sólo quieren hablar con ellos.

– No me fío -fue categórico Julián Mir. Luego reaccionó por la primera parte de las palabras de su hija-. ¿Cómo que te han explorado el cerebro?

– Me han conectado a unos sistemas, pero he bloqueado mi mente y no han conseguido nada.