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– ¿Eso has hecho? -lo proclamó con asombro.

No quería hablarle de sus pequeños poderes. Todavía.

– ¿Por qué no han atrapado a alguna de las hijas de las tormentas antes para examinarlas?

– Imagino que lo habrán hecho, pero tú eres diferente. Tú eres medio humana, y creen posible que tengas brechas. Tu madre llegó a desarrollar algunos poderes.

Joa intentó no traicionarse y fracasó.

– Hija… -balbuceó su padre.

– Me desconcertó mucho darme cuenta de… eso -acabó reconociéndolo.

– No es malo tenerlos. Sólo lo es si se utilizan mal.

Le abrazó de nuevo, con fuerza. Pasados los primeros minutos atemperaban ya sus emociones. El peso de la realidad era demoledor, pero estar juntos, después de tantas semanas, les proporcionaba la irreductible fuerza de la esperanza.

– Tienes que contarme todo lo que no sé de mamá, lo que me perdí por ser pequeña, por favor -ya no hizo falta que le hablara junto al oído.

– Me gustará.

– ¿Tanto la has echado de menos estos años? -escrutó su rostro súbitamente envejecido.

– Todos los días, cariño -no ocultó la emoción-. Tu madre es mi vida. Pero tenía que velar por ti.

– ¿Y los guardianes?

– Sabía que estaban cerca. Pero no lo bastante. Yo soy tu padre.

– ¿Crees que todo se ha perdido?

– No lo sé.

– Si consiguen llegar hasta ellos a través de mí… -se estremeció Joa.

– Pueden hacerte daño -la angustia se apoderó del hombre-. Y no quiero perderte también a ti, ¿entiendes?

Entendía. Y no le gustaba hacerlo.

– Papá, no puedes decirles nada sólo porque yo esté aquí… ¡No puedes!

Esta vez la respuesta de Julián Mir no se produjo con palabras.

A Joa le bastó con ver sus ojos doloridos. Los de cualquier padre dispuesto a hacer lo que fuera para salvar a su hija.

49

Anochecía cuando se abrió la puerta de la habitación y los sacaron de ella, aunque atados. Su padre parecía acostumbrado. A ella se le antojó humillante.

Los guardias uniformados, marciales, cabeza rapada, mantenían su habitual inexpresividad. Ni una palabra emergió de sus labios.

Los condujeron por el pasillo hasta otra puerta y cuando la abrieron se encontraron en un reducido patio exterior, con suelo de arena y paredes y techo enrejados. El calor era sofocante, húmedo.

– Seguimos en México, papá, o en Florida, pero desde luego esto es caribeño -olisqueó ella el aire como si fuera un perro dispuesto a dar con una pista que la ayudara.

A lo lejos se veía un pedacito de mar azulado. A los lados, pequeñas colinas verdeadas por árboles. No había mucho más. Sólo la imaginación. Y en el fondo tanto le daba.

Eran prisioneros. Dos personas secuestradas impunemente por la maquinaria militar de la primera potencia mundial.

– ¿Has estado aquí todos estos días?

– Sí.

– ¿Te han interrogado cada día?

– Sí.

– ¿Te han hecho daño? Julián Mir bajó la cabeza.

– No exactamente, aunque hay muchas formas de hacer daño -confesó.

No quiso profundizar más en su hermetismo. Tampoco era agradable. La única forma de vencer la depresión era mantenerse fuertes, en un punto de equidad difícil pero necesario. De su fortaleza mental dependía todo. Mental y, en el caso de su padre, física.

– Ayer estaba en Palenque -miró el cielo, la misma noche, la misma luna.

Pensó: «Iba a hacer el amor». Se había enamorado. Pero eso no se lo dijo a su padre.

– Hablame de mamá -le pidió.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Cómo supiste que era una enviada?

– Al comienzo lo ignoramos. Tanto ella como yo. Después, a medida que sucedían cosas, que los detalles se hacían evidentes… Fue antes de que los guardianes aparecieran. Tu abuela nos contó el resto, la forma en que la había encontrado, sus primeros años, su naturaleza especial ya de niña.

– ¿Sabes que sólo tres hijas de las tormentas han sido madres?

– Me lo contaron los guardianes, sí.

– ¿No te sorprende?

– Supongo que sí, aunque no creo que importe mucho.

– Yo creo que es muy importante -no estuvo de acuerdo ella-. Tres se saltaron las normas, las directrices, sus leyes…, llámalo como quieras. Y las tres desaparecieron bajo circunstancias astrológicas espectaculares.

– ¿Crees que las castigaron?

– No, pienso que dejaron de ser esenciales.

– Así que tú y las otras dos chicas…

– No lo sé, papá. Si me ha traspasado su misión, dentro de unos días lo sabré, y eso sí me asusta.

– Ninguna de esas mujeres sabe nada. Escribí a un par, hablé por teléfono con otra…

– Yo estuve con una en Medellín.

– ¿Sí?

– Han sido casi tres semanas de mucho movimiento,

papá.

– Nunca he visto a ninguna en persona. Creo que por miedo, o ansiedad, no sé. ¿Cómo es?

– Se parece mucho a mamá. Es pintora.

– Tú sí que te pareces mucho a tu madre. Tenía tu edad cuando nos enamoramos y eres su vivo retrato, los ojos, el pelo…

– Crees que está con ellos, ¿verdad?

Caminaban por el pequeño patio, dando vueltas siguiendo el sentido de las agujas del reloj. A pesar de hallarse al aire libre, hablaban en voz baja, apenas audible salvo para ellos. Julián Mir meditó la pregunta de su hija, aunque la respuesta la había asimilado ya muchos años antes.

– Sí -reconoció.

– ¿Y qué vas a hacer?

– No lo sé.

– ¿Crees que… pueden devolverla? No hubo respuesta.

– Si queremos estar allí hemos de salir de aquí, papá.

Fue como si le hablara de un sueño.

– ¿Cómo?

– Falta una semana para la cita.

– Joa, estamos presos, y esto tiene máxima seguridad. ¿0 no te has dado cuenta?

Examinó la reja, calculó la distancia hasta el mar, la altura de las colinas arboladas. La noche caía muy rápido sobre sus cabezas.

– Será en Chichén Itzá, ¿verdad, papá? Lo intuyo -acercó sus labios a su oído.

– ¿Sólo lo intuyes? ¿No viste las pistas en la tumba veintisiete?

– Calculé los 15.000 días, y descifré los glifos del nacimiento, el sol, la luna, la estrella, el mensajero y lo de esparcir las semillas.

– ¿Y la otra pista?

– ¿Cuál?

Julián Mir se agachó. Tapó lo que iba a hacer con el cuerpo y con el dedo dibujó una figura en la arena.

La figura con forma de habichuela que veinticuatro horas antes ella no había sido capaz de asegurar que estuviese siquiera completa.

– Lo vi, pero no supe… -se sintió abatida-. Creí que sólo mostraba una parte de algo, que faltaba el resto. ¿Qué es?

Zac Yaak Chac

– Yaak, el corazón del mundo maya. Lo que está en medio de sus cuatro rumbos. Los rumbos son el equivalente a nuestros puntos cardinales

Se los dibujó en la arena.

– Para los mayas estos rumbos los definía el camino del Sol, cada uno tiene su propio color.

– ¿Y Yaak representa Chichén Itzá, así de simple?

– Chichén Itzá está en el centro del norte de Yucatán, pero no es sólo eso. Otros fragmentos de la estela de esa tumba veintisiete, aunque menos perceptibles, mostraban el símbolo de la ciudad de Chichén Itzá -Julián Mir borró los dibujos hechos en la arena-. En fin, era imposible que los reconocieras, pero tu intuición era buena. Y en tu caso vale más que muchas otras pruebas.

Quizá los guardias sospecharan algo. Quizá quisieran sorprenderlos. Quizá fuese la hora. Apenas si habían pasado unos minutos allá afuera, disfrutando de aire puro, cuando la puerta del patio exterior se abrió y entraron tres hombres. Dos les sujetaron a ellos. El tercero examinó el suelo, el lugar sobre el que acababan de estar agachados.