No hubo palabras.
Los llevaron de regreso a la habitación.
50
Despertó al amanecer. No tenía reloj para saber la hora exacta. No tenía nada. Se lo habían llevado todo. Su alivio era que antes de pasear con David por las calles de Palenque, a la salida del cibercafé, habían dejado la bolsa en el coche, para tener las manos libres. La cámara digital, el cable, el lápiz digital con las fotos ampliadas y los glifos hallados en Internet, todo estaba allí.
Y también su pétreo y liviano cristal rojo de forma
oval.
¿Por qué pensaba de pronto en él?
Se incorporó de su cama y caminó hasta la de su padre. Lo contempló con ternura y también con impotencia. La pérdida de su madre lo había sepultado. Era un hombre lúcido, pero roto. Todos aquellos años había mantenido el tipo, especialmente con ella, pero en su corazón la fragilidad tuvo que haber sido extrema. Que ahora viviera aquello se le antojó cruel, amargo. La última esperanza pasaba por una extraordinaria cita con el destino, en Chichén Itzá, menos de una semana después.
Y ellos no estarían allí.
Quizá nunca volvieran a ser libres. ¿Cómo justificarían los estadounidenses su desaparición? ¿Los dejarían un día en una calle de cualquier ciudad y se limitarían a negar los hechos, o los amenazarían con represalias si ellos los denunciaban?
¿Por qué no eliminarlos y acabar con los problemas?
Tenían que estar muy locos, muy desesperados o muy apurados para atreverse a tanto, comenzando por su rapto.
Pensó en David. Casi la misma historia que sus padres, aunque ellos ni siquiera habían tenido tiempo de iniciarla.
Vivir.
Eso la enfureció de nuevo. Algo que empezaba a olvidar en tan sólo unas horas.
Buscó aquella rabia que inducía a la rebelión, el generador de su energía. La encontró, la llevó hasta el centro de su mente y la expandió a través de ella. La focalizó en la puerta.
Quiso arrancarla, abrirla de golpe. Llegó a temblar, sacudida por un furioso terremoto interior. Pero la puerta continuó en su lugar.
– ¡Mierda!… -reconoció su impotencia.
Le habían inyectado de nuevo antes de acostarse. Y volverían a hacerlo casi de inmediato. El maldito inhibidor. Si tuviera realmente poderes sabría cómo vencerlo, eliminar sus efectos, modificar su reacción.
Miró la puerta, dispuesta a seguir luchando, sin rendirse.
Y entonces se abrió.
Fue un movimiento inesperado. Los dos guardias que la custodiaban quedaron a ambos lados, marciales, mirando hacia adentro. Por el hueco aparecieron cuatro hombres vestidos con sus batas verdes y otros dos, con uniforme militar, aguardaron en el pasillo. Máximas precauciones.
Arrancaron a su padre de su sueño.
– En pie, por favor.
Dos de los hombres la sujetaron a ella y la sacaron de la habitación. Los otros dos hicieron lo mismo con su padre. Los dos militares optaron por cerrar la comitiva. El trayecto fue el mismo que el día anterior pero a la inversa. No se detuvieron hasta alcanzar el laboratorio, con sus equipos integrados, sus ordenadores, sus sistemas. El personal ya estaba trabajando en ellos. Nadie volvió la cabeza para verlos entrar.
El oficial del día anterior ya estaba allí.
– Buenos días -le deseó-. ¿Has dormido bien?
Joa lo miró fijamente.
La ira lo atravesó. Y de pronto, como envuelto en un soplo, escuchó una voz en su mente. Un nombre.
– Muy bien, ¿y usted, coronel Travis? -le desafió.
El oficial se quedó blanco.
– ¿Cómo…?
Joa mantuvo la sonrisa. No reveló su propia sorpresa. Simplemente había sido un fogonazo, un destello, pero el nombre de Hank Travis había aparecido en su mente lo mismo que un rayo fulminante.
El coronel no hizo nada. Sostuvo su mirada. Él no consiguió atravesar el muro facial de su prisionera.
– Prepárense -exclamó con furia mal disimulada.
No la llevaron a ella a la camilla, sino a su padre. Tampoco le colocaron los sensores en la cabeza. Lo que hicieron fue introducirle unas capuchas metálicas en las manos y los pies desnudos. Joa fue depositada bajo una campana de cristal.
Antes de que pudiera reaccionar, se activó un rayo que la paralizó por completo de cuello para abajo. Un rayo de luz.
– Papá… -musitó comprendiendo lo que iban a hacer.
El coronel Travis regresó hasta donde estaba ella.
– Te haré dos preguntas muy sencillas, ¿de acuerdo? La primera es cómo sabes mi nombre. La segunda si vas a colaborar.
– A la primera le diré que usted me lo ha dicho. A la segunda que no.
No hubo discusión. -Adelante -ordenó el militar.
La primera descarga que recibió Julián Mir fue lo suficientemente fuerte y alta como para hacerle gritar de dolor. Lo inesperado de la sacudida le pilló por sorpresa. Se retorció en la camilla y tensó su cuerpo hasta casi arquearlo pese a las cintas de cuero que le mantenían inmóvil sobre ella.
– ¡Salvajes! -gritó Joa aterrada.
Hank Travis volvió a situarse en su vertical.
– No somos así -quiso excusarse-. Pero ésta es una causa de fuerza mayor, demasiado trascendente. Si te preguntas cuánto resistirá tu padre te diré que no demasiado. Esos guanteletes metálicos, colocados en otras partes del cuerpo, son casi letales. Por favor -su tono fue casi de súplica-, ayúdame y ayúdate a ti misma.
– ¡No, Joa! -le gritó su padre.
– ¿Joa? -el hombre volvió la cabeza hacia Mac.
Sólo eso.
La nueva descarga fue más larga, más potente. El grito lacerante de Julián Mir se confundió con el de ella.
– ¡Ellos son viajeros de las estrellas! -Joa escupía fuego por los ojos-. ¡Nunca harían daño a nadie! ¡No son como nosotros!
– Ábrenos tu mente, por favor, Georgina -Hank Travis tenía la nariz rozando el haz luminoso que la inmovilizaba-. Deja que naveguemos por ella y todo habrá terminado en unos minutos. Ni siquiera tú eres tan fuerte. Con el paso del tiempo te rendirás.
– No lo haré -le cayeron dos lágrimas por las mejillas-. Y si lo hago dentro de un mes, ya me dará igual.
– Lo tienes todo ahí -el coronel apuntó su frente con el dedo índice de su mano derecha-. Su mundo, su tecnología, su pasado, presente, futuro… Todo está ahí, niña, en ese noventa por ciento de cerebro que no utilizamos ni sabemos cómo explorar. Pero tú eres distinta.
– Acabaréis destruyendo el universo entero.
– Ahora, niña. Ahora.
Levantó una mano para dar la orden de una nueva descarga eléctrica.
– ¡No lo hagas, Joa! ¡Por mamá!
La mano descendió y la tercera descarga se le hizo eterna.
Ella ya no gritó.
La rabia se hizo menor, la ira se diluyó en un quejido, la frustración se convirtió en una simple incomodidad. Lo que se disparó en su alma y creció hasta apoderarse de todo su ser, más allá de lo que jamás hubiera creído posible, fue el odio. Un odio absoluto. Puro. Desnudo.
El inhibidor bloqueaba sus fuentes de energía. El rayo de luz la inmovilizaba. Pero si había vislumbrado el nombre del coronel Hank Travis en una fracción de segundo, igual que si una mano invisible partiera de su mente y lo atrapara en un rápido viaje de ida y vuelta, se dio cuenta de que podía llegar a más, hacer algo más.
Tenía la ventana. Sólo necesitaba abrirla de nuevo.
Cerró los ojos.
Lo peor era abstraerse del grito de su padre, pero incluso éste cesó después de unos segundos.
Aquella mano invisible volvió a emerger de su mente. El odio la catapultó.
De pronto ya no era ella, una joven, una mujer. Era un ente desprovisto de artificios, frío. Frío y capaz de destruir.
La mano se esparció por su alrededor, abarcó el laboratorio, comenzó a penetrar en los sistemas. El coronel le estaba hablando de nuevo, pero ella no lo escuchaba. Su cuerpo se acababa de convertir en un envase. El odio lo rebosaba y guiaba aquella prolongación de sí misma. Un enviado telepático.