Encontró algo más que una ventana.
Encontró una puerta.
Se metió en el sistema. En el mismo corazón del laboratorio.
Allí estaban los circuitos, los cables, los sistemas informáticos. No sabía sus nombres. Ni sus funciones. No le importaba. Pero sí sabía cómo hacerles frente, de qué manera llevarlos al colapso.
Y lo hizo.
Los fue reventando literalmente, disparando a medida que su onda telepática se expandía por el ordenador central.
Saturarlo fue tan sencillo… Igual que un virus. Poseída por su furia.
Unos gritos la envolvían pero ya no procedían de una sola persona, de su padre. Ahora fluían como una espiral de voces disonantes, cada vez más fuertes y aterradas, cada vez más tensas y alarmadas.
– ¡Cortad el flujo!
– ¡Cuidado!
– ¡Está manipulando el sistema!
El daño ya estaba hecho. La operación era irreversible. Nadie detendría el proceso. Abrió los ojos por mero instinto de supervivencia después de unos segundos y lo primero que vio a su alrededor fue la huella del pánico. Todos los hombres de las batas verdes se movían de un lado a otro en una espiral delirante, unos intentando cerrar los circuitos de los principales sistemas, otros desconectando equipos, con extintores buscando la forma de apagar los primeros fuegos. Militares de uniforme habían irrumpido también en el laboratorio.
En medio de todo ello, el coronel Travis.
– ¡Que no escapen!
Su orden pareció sonar un segundo tarde.
El rayo que la inmovilizaba se desactivó de pronto.
Joa salió de debajo de la campana de cristal. Dos soldados corrían hacia ella.
En Palenque fue su energía la que apartó la mano armada de Nicolás Mayoral, y con su energía lo lanzó de espaldas derribándolo. Ahora carecía de energía para algo parecido, pero su onda telepática apenas si necesitaba de otro estímulo.
Todo aquel odio ante tanta mezquindad…
Penetró en las mentes de los dos hombres. Encontró sus propios fantasmas. Y se los colocó en su alma.
Los dos uniformados se detuvieron en seco. Luego se llevaron las manos a la cabeza y cayeron de rodillas.
Hank Travis la miró alucinado.
La mirada de Joa en cambio no tenía nada de alucinada. Era una máquina. Una máquina viva.
El coronel también se llevó ambas manos a la cabeza.
– ¡Joa!
Miró a su padre alertada por su llamada. Ya nadie se ocupaba de ella. El fuego del laboratorio aumentaba en progresión geométrica. Algunos aparatos parecían a punto de explotar.
Se trataba de su seguridad.
Llegó hasta él, le liberó de las cintas de sujeción y le ayudó a incorporarse. Julián Mir no entendía nada, pero era consciente de que la causa de todo aquello residía en ella. Dolorido por las tres descargas, estuvo a punto de caer al suelo al doblársele las rodillas. Su hija lo evitó.
– ¡Papá, hemos de correr!
– ¿Adonde?
– ¡Sígueme!
Cuando salieron por la puerta del laboratorio retuvieron tres imágenes en su retina. La primera era la del fuego devorándolo todo, la segunda la de las explosiones que parecían conducir a una mucho más gigantesca, y la tercera, la del coronel Travis, en el suelo, asistiendo impotente a su huida sin comprender todavía qué diablos acababa de suceder.
51
Salieron al exterior. Una sirena de alarma se extendió por encima de sus cabezas. Fuerte, desgarradora. Joa miró hacia atrás. El edificio del que acababan de salir apenas si sobresalía del terreno, rocoso y áspero. Las colinas arboladas quedaban por detrás. Al frente lo que tenían era una prolongada pendiente que conducía al mar.
Un mástil con la bandera de los Estados Unidos ondeaba a lo lejos.
– ¡Por aquí! -tiró de su padre.
– ¡No podemos huir! -pareció derrotarse a sí mismo-. ¡Nos pillarán igualmente!
– ¿Por qué no confías en mí? -le tendió su mano y le regaló una sonrisa.
La explosión más fuerte de todas, reventando buena parte del edificio del que acababan de escapar, hizo temblar el suelo.
Ellos corrían en dirección al agua. Una sirena hendía el aire. Varios equipos de emergencia se dirigían hacia la zona damnificada por algunas carreteras ubicadas a su derecha. Coches de bomberos, ambulancias, jeeps militares, soldados… Nadie parecía reparar en ellos.
Al otro lado del agua, en la orilla opuesta, vieron una pista de aterrizaje. Un helicóptero se alzaba en ese momento de uno de sus laterales. Joa contó otra docena de aparatos, incluidos un par de aviones de transporte y otro de combate.
– ¿Por qué vamos hacia el agua? -jadeó Julián Mir.
– ¡Intuición! -fue lo único que se le ocurrió decir, aunque era la verdad.
El helicóptero alcanzó la vertical del edificio. Dio una vuelta por encima y, de pronto, se escoró a la derecha, en su dirección.
Joa escuchó el zum-zum de sus aspas.
El helicóptero avisaría a los soldados.
Tuvieron que ascender una leve colina, suficiente para que su padre retrasara demasiado su carrera. El helicóptero se situó cerca de su posición, volando casi a ras de suelo y de lado.
Joa miró al frente. Estaban de cara al mar. A su derecha lo que se extendía abriendo la tierra, partiéndola en dos, era una gran bahía. Tuvo una vaga sensación, la respuesta a su pregunta de dónde estaban, pero no le quedó tiempo ni para razonarla ni para comunicársela a su padre. Volvió la cabeza y se enfrentó al helicóptero.
Sus ojos volvieron a ser de fuego helado.
Pudo ver los del soldado sentado en el hueco la puerta, con el arma apuntándola.
Y escuchar el disparo.
No tuvo tiempo para pensar. No tuvo tiempo para proyectar su onda telepática hacia él. Sabía que la bala no iba dirigida a ella. Lo sabía y punto. Mientras la seca detonación rasgaba el aire, nítida, miró a su padre y vio acercarse la bala a su pecho.
La vio, a cámara lenta. El tiempo detenido entre dos segundos.
No le habían inyectado todavía el inhibidor energético. Ignoraba si los efectos del de la noche anterior habían desparecido en aquellos minutos. Tampoco había demasiado tiempo para pensar. Lo único que supo era que su padre iba a morir, o a ser herido.
Siguió el vuelo de la bala.
Levantó una mano.
Y la detuvo. En seco, a menos de medio metro de su pecho.
Cuando cayó a sus pies, la vida volvió a acelerarse.
Todavía con la mano alzada, se volvió de nuevo hacia el helicóptero y lo apartó de la misma forma que hubiera apartado un molesto mosquito, con un gesto airado.
El aparato retrocedió una decena de metros, en el aire, y cayó de lado sobre la tierra pedregosa, disparando sus rotas aspas en todas direcciones. Posiblemente hubiese estallado de precipitarse al suelo desde una altura mayor o si el piloto no lo hubiese gobernado antes del impacto. Los soldados que transportaba apenas si tuvieron tiempo de abandonarlo.
Joa y su padre ya no esperaron más, a pesar del impacto que la escena acababa de producirle a él.
Tampoco quedaba tiempo para explicaciones.
Llegaron al agua en tres o cuatro minutos.
– ¿Y ahora? -jadeó su padre al borde del colapso.
– ¡Allí!
La lancha motora estaba amarrada en un pilar hundido en el agua, a unos cien metros a su izquierda. Se requería un esfuerzo final que no sabía si su padre estaba dispuesto a dar, o a resistir.
– Papá, vamos, por favor. Confía en mí.
El hombre le sonrió, rendido.
– Ya lo hago.
Llegaron a la lancha y Joa ayudó a su padre a subir a ella, con el agua a mitad de sus muslos. Luego bajó el motor. Los primeros soldados aparecieron por la derecha de las rocas que se hundían en la superficie líquida, extrañamente plácida, sin el menor oleaje.
Cuando arrancó el motor empujó la lancha con su propio cuerpo y saltó sobre ella. La barca se proyectó hacia adelante.
Comenzó a surcar el agua con elegancia. Lo último que hicieron los soldados al apostarse en la orilla fue apuntarles con sus armas. Ninguno llegó a disparar.