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Ninguno supo por qué su respectivo fusil automático se empeñó en desplazarse en dirección al cielo, sin que ninguna fuerza humana consiguiera hacer bajar el cañón y situarlo horizontalmente para impedir que los fugitivos escaparan.

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No los seguían, ni por aire ni por mar. ¿Por cuánto tiempo? Quizá pensaran que no podían llegar muy lejos.

Fuera de la bahía el mar ya no estaba tan calmado, y la lancha era útil para aguas mucho más tranquilas, posiblemente para trabajos dentro de la misma bahía, no para enfrentarse a olas cada vez más imponentes.

Desde la distancia vieron la nube de negro humo elevada ya decenas de metros por encima del suelo, espesándose cada vez más.

Joa oteó el panorama, a ambos lados de la bahía.

– Hemos de ir a tierra -dijo.

– Entonces ¿de qué nos sirve haber escapado? Nos atraparán otra vez, a pesar de lo que eres capaz de hacer.

Ni siquiera sabía lo que era capaz de hacer.

Volvía a estar asombrada. Asustada por aquella densa capacidad de odio que la había hecho estallar.

– Papá, eso era una instalación militar. Si llegamos a un pueblo o una ciudad será distinto.

– ¿Por qué? Es evidente que estamos en Estados Unidos, probablemente Florida o… qué sé yo. Nos detendrán, nos acusarán de lo que se les ocurra y listos.

– No si hablamos antes.

– Cariño, ya ves que no se dan mucha prisa en atraparnos. Saben dónde estamos. Ella continuó callada. ¿Miedo? ¿Precaución?

Sí, sabían dónde estaban, pero no lo que pensaban

hacer.

Cada vez estaba más segura de algo, pero todavía no quiso compartirlo con él.

Se dirigió hacia el oeste, con la costa a su derecha. Nadie a la vista.

El siguiente minuto se hizo muy largo.

– Allí hay un pueblo -señaló al frente.

– De acuerdo -asintió su padre sin ceder en su pesimismo.

Joa enfiló la lancha hacia el lugar. Ahora la bahía y la nube de humo quedaban a su derecha. Pidió mentalmente que el motor tuviera suficiente gasolina.

La costa fue ganando terreno en la distancia, hasta convertirse en una línea poblada de casas y otras embarcaciones que se cruzaron con la suya en el pequeño puerto al que llegaron minutos después. Un remanso de paz al lado del infierno.

Cuando pusieron un pie en tierra se acercaron a un hombre sentado sobre un malecón de piedra gastada. Su piel estaba curtida por el salitre. Lucía una gorra con el anagrama de los Yankees de Nueva York y una camiseta con el sello de Nike que había conocido mejores tiempos antes de ser lavada mil veces. Al ver sus uniformes azules se los quedó mirando con expectación.

– ¿Habla español? -le preguntó Joa más y más segura de sus sospechas.

– ¿Cómo que si hablo español? -el hombre mostró su rotunda perplejidad-. ¡Pues claro que hablo español, señorita!

– ¿Dónde estamos? -quiso saber Julián Mir. La segunda pregunta no fue recibida con menos pasmo.

– Pero vamos a ver, compañero -el tono, la música, la cantinela, la forma de alargar la primera E y de pronunciar la última palabra hicieron sonreír definitivamente a Joa-. ¿Me estás tú hablando en serio?

– Estamos en Cuba, papá -le dijo suspirando aliviada antes de que lo hiciera el hombre-. Y acabamos de escaparnos de Guantánamo.

Una explosión lejana rasgó el aire al otro lado de la

bahía.

– ¿Han hecho ustedes eso a los yanquis? -abrió unos felices y revolucionarios ojos el hombre del malecón.

CUARTA PARTE

Ellos
(del 19 al 23 de diciembre de 2012)

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A1 salir por la puerta de llegadas de pasajeros internacionales del aeropuerto de Cancún, lo buscó con ansiedad.

El grito, proveniente de su izquierda, le hizo comprender que él la había visto antes.

– ¡Joa!

Dejó la bolsa con la ropa comprada en La Habana en el suelo y corrió a su encuentro.

El beso los aisló del mundo entero.

De hecho, ni se dieron cuenta de que Julián Mir estaba allí, a su lado, observándolos, mitad divertido, mitad curioso.

Fue su hija la que se acordó de que no viajaba sola.

– Oh… -se separó de él y realizó las presentaciones de rigor-. Papá, éste es David. David, mi padre.

Los dos hombres se estrecharon la mano, hasta que el mayor hizo algo más. Abrazó al más joven con calor.

– Gracias por ayudarla, hijo -exclamó con vehemencia Julián Mir.

– ¿Ayudarla? -David no ocultó su sorpresa-. Más bien ha sido ella la que me ha ayudado y salvado a mí, señor.

– Por favor, no me trates de usted.

– De acuerdo -asintió-. ¿Qué tal el viaje?

– Malo -reconoció Joa-. El viento y la lluvia…

– Estamos igual -David dirigió una mirada cargada de preocupaciones en dirección a la cortina de agua que caía del otro lado de la zona protegida por la marquesina.

El viento, en zigzag, racheado, era lo peor, porque no había paraguas que lo resistiera.

– Supongo que ya lo sabéis, ¿no?

– ¿Lo del huracán? Sí.

– Llegará a Yucatán pasado mañana, justo el 21 de diciembre. Ahora mismo hay dudas acerca de si se convertirá en tormenta tropical al tocar tierra o no. Pero desde luego, aunque sea de categoría 1 y resulte de lo más inusual en esta época del año, porque la temporada de huracanes termina en noviembre como mucho, se nos viene encima, directo.

– ¿Casualidad?

– Todo el mundo lo achaca al cambio climático, a que la naturaleza sigue loca…

– ¿Pueden hacer eso? ¿Provocar un huracán? Sabían a quién se refería.

– Si no es casual, es porque quieren que no haya nadie en la zona cuando lleguen -dijo Julián Mir-. Y siendo así, ¿cómo conseguiremos quedarnos nosotros, y acceder a las ruinas?

– Tenemos credenciales como científicos. Oficialmente estamos estudiando el comportamiento de los huracanes. Nadie va a echarnos ni a evacuarnos de la zona.

– ¿Se ha calculado cuándo pasaría el ojo del huracán por Chichén Itzá?

– Durante la medianoche del 21 al 22 de diciembre -respondió David.

Los dos hombres intercambiaron una última mirada antes de que David tomara sus bolsas. La salida de pasajeros, debido a la lluvia y a que nadie se movía de la zona cubierta, se estaba colapsando. -Salgamos de aquí.

No se pusieron en marcha los tres solos. Otros tres hombres, todos ellos jóvenes, lo hicieron al unísono, desplegándose en abanico por detrás. David cortó la señal de alarma de su protegida.

– Son guardianes, tranquilos -les advirtió sin dejar de caminar hacia el extremo de la marquesina que partía de la terminal-. Hay otros cuatro allá, en un segundo coche -apuntó con la cabeza al aparcamiento-. Vamos a esperar a que venga el nuestro, porque si damos un solo paso por ahí afuera, acabaremos empapados.

Caminaron por la izquierda de la marquesina. El lugar ocupado habitualmente por los miembros de las agencias y tour operators que recogían a los turistas estaba vacío. De lo que se trataba era de marcharse de Cancón, no de llegar. El aeropuerto podía ser cerrado en cualquier momento.

De hecho, ése había sido su miedo mientras las malas noticias llegaban a La Habana y ellos esperaban sus nuevos pasaportes para poder abandonar el país y viajar. La reaparición en Cuba del profesor Julián Mir había ocupado páginas en muchos medios informativos, y más cuando éste se había negado a comentar nada relativo a su desaparición.

El tiempo apremiaba demasiado.

– Cuando me llamaste por teléfono desde la embajada de España en La Habana… No podía creerlo -David dejó escapar los rescoldos de su miedo e incertidumbre-. Pensaba que no volvería a verte.