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Joa le apretó el brazo. Sólo eso. Aunque había pasado aquellos dos días de tensa espera hablándole a su padre de David y de lo que significaba para ella, aún se cortaba en su presencia. El beso había sido espontáneo, una explosión de ansiedad. Ahora se contenía.

Volvía a ser una chica de dieciocho años, aunque en unos días, al despuntar el nuevo año, cumpliera diecinueve y eso le pareciera un poco más significativo.

– Todo fue muy extraño, ya te lo dije. Lo que sucedió en Guantánamo, encontrarnos de pronto en Cuba sin nada… Y hemos tenido suerte de que papá sea quien es, porque en otras circunstancias, de dos días nada. El revuelo que se ha montado porque no regresábamos a España y salíamos con rumbo desconocido…

– Los periódicos hablan de un accidente en las instalaciones de la base naval de Estados Unidos en Guantánamo -comentó con ironía.

– Si no llegamos a estar en una zona próxima al mar, escapar hubiera sido imposible.

– ¿Qué hiciste esta vez?

– No te lo vas a creer -Joa bajó la cabeza.

– Colapso todos los sistemas informáticos y los hizo saltar -intervino Julián Mir.

– ¿Eso hiciste?

– Ya vale -miró a su padre como si fuera una niña pillada haciendo una travesura.

No hubo tiempo para más, salvo para que él abriera los ojos impresionado. Un microbús se detuvo delante del grupo y la puerta lateral se desplazó hacia la parte de atrás. David arrojó las dos bolsas y fue el primero en entrar, para ayudar a Joa y a su padre. Los tres guardianes lo hicieron en último lugar, sin dejar de mirar a su alrededor. Una vez dentro, el coche enfiló la salida del aeropuerto. La segunda camioneta iba detrás. Pegada a su espalda.

– Ellos son Carlos, Mario y Anastasio -los presentó por fin David-. El que conduce es Teodoro. A los que van detrás, en el segundo vehículo, los conoceréis después.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Julián Mir.

– A Chichén Itzá, desde luego. Es mejor estar allí cuanto antes. Si el huracán aumenta de categoría, es posible que cierren las carreteras y los accesos a las ruinas, en cuyo caso no tendríamos la menor posibilidad de llegar allí. Si nos instalamos en la zona, resistiremos. Y ahora…

– ¿Qué? -frunció el ceño Joa dándose cuenta de que tenía algo más que comunicarles.

David los abarcó a ambos con la mirada.

– Todas las hijas de las tormentas se han ido de sus casas en estos tres últimos días.

La noticia fue una sacudida.

– ¿Cómo que… se han ido? -vaciló Joa.

– No hay rastro de ellas. Ningún guardián sabe nada. Ni uno. Se evaporaron. Han salido de sus ciudades, probablemente de sus países.

– ¿Las han secuestrado a todas? -se alarmó ella.

– Vienen hacia aquí -reflexionó Julián Mir.

Sus palabras flotaron entre ellos.

– Es lo que creemos -convino David-. Y más desde que me encontré con esto.

Abrió la palma de su mano, después de introducirla en un bolsillo de su chaqueta para cogerlo, y les mostró lo que guardaba. La piedra que Joa se había llevado de la casa de su abuela. El cristal rojo con el que su madre fue encontrada. Sólo que ya no era rojo.

Era verde.

– ¿Cuándo…? -se asombró Joa.

– Hace tres días, el de vuestra escapada de Cuba -David se lo entregó-. A mediodía miré tus cosas una vez más, porque me estaba volviendo loco, y lo encontré ya así. No te dije nada cuando me telefoneaste porque no sabía qué significaba.

– ¿Y ahora lo sabes?

– Ninguna de las hijas de las tormentas conocía lo que iba a suceder. Tú misma hablaste con la de Medellín.

De alguna forma este cristal, o lo que sea, ha sido un transmisor, un despertador o algo parecido.

Julián Mir la tomó de la mano de su hija.

– Tu madre no quiso llevársela -mencionó despacio, con nostalgia-. Se la dejo a tu abuela.

– El huracán, el ojo sobre Chichén Itzá, el fin de la era del Quinto Sol, las hijas de las tormentas reuniéndose aquí a los 15.000 días de haber nacido… ¡Nada de esto es casual! -estalló Joa con pasión-. ¡Ahora ya es definitivo! ¡Todo encaja! ¡Hasta la última prueba! ¡Va a producirse el encuentro! ¡Ellos están regresando! -se quedó pálida de golpe y agregó-: ¡Mamá!

Los ojos de su padre estaban llenos de estrellas.

– Papá, di algo, por favor -le presionó las manos.

– Puede que no sea nada, que ella ya no esté aquí, que se la llevaran cuando desapareció.

– ¡Es un encuentro, papá! ¡Una reunión global! ¡Mamá estará ahí!

– No sabemos a qué vienen, Joa.

– ¡Vendrán a lo que sea, pero nunca a hacernos daño, ni a interferir en nuestras vidas! ¡Lo sé! ¡Puedo sentirlo!

Todos la miraban.

Representaba algo inaudito en la historia de la humanidad. El nexo entre dos mundos.

– Creo lo mismo que tú -la apoyó David pasando un brazo por encima de sus hombros para ser más vehemente-. Todos nosotros lo creemos -miró a los guardianes que los acompañaban.

– Tú también lo crees, ¿verdad, papá?

Julián Mir suspiró y asintió despacio con la cabeza.

– Claro que sí, hija. Claro que sí. Es sólo que ahora, después de tantos días preso, y tan cerca ya…

– Papá, has de confiar.

– Ya confío, cariño.

– No en mí, ni en ti. En mamá. Su padre apretó las mandíbulas. Todos aquellos años de paciente búsqueda, esperanza, tesón…

– Estará, papá. Estará. Te lo aseguro -manifestó al límite de su vehemencia.

El coche ya ganaba velocidad. El conductor pisaba el acelerador a pesar de la lluvia y el viento. La suerte era que en su sentido de la marcha apenas si había tráfico. En el contrario sí, abundante y, en ocasiones, paralizado por alguna larga caravana. Como si la gente huyera del fin del mundo y tratara de alcanzar el aeropuerto para marcharse cuanto antes. La carretera partía de Cancún, en el estado de Quintana Roo, hacia el interior de la península de Yucatán, que abarcaba los tres estados que la componían. Pronto se encontraron en el que daba nombre a la península.

Y entonces formuló Joa la última pregunta, al recordar que el misterio todavía no estaba cerrado.

– ¿Y los jueces?

La respuesta no la tranquilizó, muy al contrario.

– No hay noticias de ellos, pero desde luego harán algo, de eso estamos seguros. Por ese motivo hemos venido tantos guardianes.

– Entonces… será una guerra -dejó de respirar ella.

54

Los pocos hoteles que permanecían abiertos estaban vacíos. Quedaban tan sólo algunos resistentes. El grupo de guardianes había escogido el Villas Arqueológicas por ser más discreto que el Hacienda. Además, y para evitar sorpresas desagradables, un cordón de protección, formado por otros microbuses y coches todoterreno, rodeaba el lugar y, preferentemente, el sitio en el que, en todo momento, se encontrasen ellos, padre e hija. Los introdujeron en una habitación conjunta para mayor seguridad. David Escudé se había convertido en su sombra, ahora por doble motivo. Ya no sólo era su guardián. Durante las horas iniciales se reunieron con los primeros hombres, algunos mayores, veteranos, llegados de México, Colombia, Panamá, Estados Unidos y España. Y eran la avanzadilla. La organización en pleno se movía hacia Yucatán, aunque tal vez algunos no lograran alcanzar su destino por culpa del inesperado huracán. La misión para la cual se habían estado preparando durante casi cuatro décadas tocaba a su fin. 0 al menos así lo parecía. El gran día.

No fue hasta la noche, poco antes de cenar, cuando ella y su padre disfrutaron de unos minutos de intimidad y sosiego. Tras los cristales de su balcón la lluvia era constante, una cortina de agua azotada por los vaivenes del viento, que hora a hora soplaba con más fuerza. El efecto empezaba a ser aterrador, y lo sería más si se quedaban sin luz.