Выбрать главу

Nunca había estado debajo de un huracán. Era una sensación de absoluta impotencia.

– Quería decirte algo -rompió la calma Julián Mir.

– ¿Me va a gustar?

Su padre la abrazó y luego se quedó con sus dos manos atrapándola por la espalda, cara a cara los dos. Las de ella estaban apoyadas en su pecho.

– Es un buen chico -se limitó a decir.

– Ha sido todo tan…

– Me cae bien -detuvo la inseguridad de sus palabras-. Yo me enamoré de tu madre nada más verla. Puedo entenderle. Eres preciosa, Joa. Le entiendo a él, y te entiendo a ti.

– Gracias.

– No me he dado cuenta de lo sola que te había dejado hasta hoy, al veros juntos.

– No he estado sola, papá.

– Sí -asintió él-. A veces enloquecemos de forma que ni siquiera somos conscientes de que en el mundo hay más cosas por las que vale la pena seguir y luchar. Tu madre y tú sois mi mundo.

– Cuando todo esto pase…

– ¿Qué? -la alentó a seguir.

– Ni siquiera sé cómo terminaremos.

– ¿David y tú?

– Papá, puedo llegar a ser una especie de monstruo.

– Tu madre no lo fue.

– ¿Viste lo que hice en Guantánamo?

– Estabas llena de ira.

– ¡No, papá! Ira y rabia fue lo que sentí cuando le salvé la vida a David. Lo de Guantánamo fue odio, que es muy distinto. Quería… destruirlos, ¿entiendes? Toda yo estaba saturada de odio puro, sin el menor atisbo de bondad o de piedad. Algo que jamás había experimentado y que ojalá jamás vuelva a sentir, porque es lo más duro y amargo que he conocido.

– El amor nos da paz, Joa.

– ¿Y he de ser egoísta, pensando en mi paz, encadenando a David a lo que tal vez sea un futuro incierto?

– ¿Por qué no permites que él decida?

– Porque lleva mucho tiempo enamorado de mí, desde que dejé de ser una cría, y eso le impide pensar con razón. Para mí es algo nuevo. Para él no.

– No puedes apartarle de ti.

– Vale, lo sé -cerró los ojos con tristeza.

– Déjame que te pida una cosa.

– ¿Cuál?

– Fíate siempre de tu corazón, y actúa día a día de acuerdo con él. La vida es eso: el día a día. No sirve de nada hacer planes a largo plazo.

– Carpe diem.

– Exactamente.

– Y más ahora, en estas circunstancias, ¿no? Papá, ¿tú crees que la humanidad terminará dentro de dos días, y que entraremos en una nueva fase de renovación que nos conducirá a una civilización superior?

– ¿Crees tú que nuestra evolución biológica y espiritual responde a una programación superior o que sólo somos un accidente que carga con nuestros propios aciertos y errores?

Carecían de respuestas. Ningún argumento lógico. Podían pasarse horas inmersos en conjeturas. Si era el fin de un largo viaje, era el fin de «su» largo viaje. Lo que los mayas predijeron que sucedería más de cinco mil años antes simplemente iba a cumplirse. Sólo faltaban los términos, la interpretación final de sus profecías. Podía ser todo, podía ser nada.

Julián Mir puso el dedo en la última llaga.

– Joa, hay algo que me preocupa, y mucho. Nadie habla de ello, pero sé que todos lo tienen en la cabeza.

– ¿De qué se trata?

– De ti.

– No te entiendo.

– Sí me entiendes, cariño. Sabes muy bien de qué te estoy hablando -el tono fue angustiado-. ¿Has notado algo estos días?

– ¿Algo como qué?

– Tu psique, tu mente, tus intuiciones…

– ¿Te parece poco lo que me ha pasado? ¿Cómo he cambiado? ¿Mis poderes recién activados?

– Me refiero a que las hijas de las tormentas vendrán aquí porque así estaba escrito desde su llegada. Han sido llamadas. Y si es así, tú representas a tu madre.

– Creo que en eso te equivocas. David me insinuó lo mismo cuando le conocí -fue sincera-. Te aseguro que, si hubiera heredado cuanto era mamá al cien por cien, lo sabría. Hay una mitad suya en mí, pero otra mitad es tuya, papá. Soy humana, por mucho que descienda de otro mundo.

– Hoy has dicho que mamá estará allí.

– Estoy segura de ello.

– Quizá yo también, y eso me dé miedo.

– ¿Por qué?

– El objetivo de mi vida fue amarla. Después, buscarla. Ahora ya no hay otro salvo recuperarla.

– ¿De qué tienes miedo?

– ¿Y si viene a despedirse?

– Ella sabe que estarás ahí. De alguna forma lo sabe. Y no ignora que has perseguido respuestas a lo largo de estos años. Por eso estamos aquí, porque las encontraste. Pero pienso que el tiempo no se mide de la misma forma en el universo. Este tiempo, nuestra vida y nuestra muerte, la forma en que entendemos este tránsito, ha de ser por fuerza distinto al suyo.

Su padre parecía cansado, como si todavía no hubiera superado su cautividad en Guantánamo. Todo en él era distinto.

– ¿Y por qué se fue? -insistió en su leve desesperanza.

– Se la llevaron. Si estuviera aquí habría sido distinto. Se la llevaron, por la razón que fuese, tal vez por haberse enamorado y tenido una hija, como las dos hijas de las tormentas que también dieron a luz.

– Un precio.

– Me regaló la vida, papá.

– A veces he pensado que ella era un ángel. Y que tú eras una señal, hija. Una esperanza. La abrazó de nuevo. Una señal, una esperanza.

¿Y su odio de Guantánamo? ¿Qué clase de señal o de esperanza era ésa?

Quedaban cuarenta y ocho horas para saberlo.

– Necesitamos creer, o nuestra vida no tendría sentido -susurró Joa junto a su oído, aplastada por aquel abrazo de oso que tanto había echado de menos.

55

Estando con David, lo que sucedía al otro lado de la puerta o de los cristales dejaba de importar. Y lo necesitaba tanto… Carpe diem.

Dejaron de besarse un momento para mirarse a los ojos. Cada caricia era nueva. Cada beso, el primero. Todavía naufragaban en aquella sorpresa de la que no salían, víctimas de su asombro y perplejidad, como todo enamorado que descubre que ya no es el mismo, que hay un antes y un después. No estaban así desde aquella noche en Palenque, y tenían la sensación de que eso hubiera sido un sueño.

Un millón de años atrás.

– Nunca les perdonaré que nos interrumpieran -susurró él.

– Tan inoportunos…

Volvió a besarla. Su mano se deslizó por debajo de la ropa, acariciando su espalda, alcanzando la nuca por detrás para estrecharla todavía más entre sus brazos. Joa se venció sobre la cama y le recibió con el cuerpo. Formaban un solo ser, inseparable. El cuerpo de Joa tembló.

En las últimas horas el silencio había pasado a ser una utopía. El viento alcanzaba velocidades increíbles. Su fuerza se hacía oír, y su poder conseguía estremecer. Era como si al otro lado el mundo se peleara consigo mismo. Un estruendo ensordecedor que ponía los pelos de punta. Los árboles se vencían de una forma imposible. Restos de ramas, papeles, hojas y pedazos de construcciones que ya habían sucumbido volaban igual que pájaros ciegos.

En la habitación del hotel, colgado de la puerta, el letrero anunciando las instrucciones en caso de emergencia por huracán cobraba todo el peso de su realidad. Bajo un rótulo en el que se leía: «Temporada de ciclones», otro menor rezaba: «¿Ya estás listo?» A continuación se decía que la temporada de ciclones tropicales se iniciaba el 1 de junio y terminaba el 30 de noviembre, y que las autoridades habían dispuesto un código de colores para informar a la población: «Alerta amarilla» equivalía a prepararse, «Alerta naranja» era la señal de alarma, y «Alerta roja», que la cosa ya era irremediable. Ellos lo llamaban «afectación». Las normas inmediatas consistían en reunir agua, comida enlatada, un botiquín, disponer de una radio con pilas, una linterna, una batería extra y artículos sanitarios como papel higiénico, jabón o pasta de dientes. Al pie del letrero se incluían los teléfonos, el 066 para «reportar emergencias» y otros dos para avisar a protección civil, el 01-800 719 88 33 y el 925 53 22. Habían tenido que firmar documentos en los que asumían el riesgo de quedarse allí, declinando cualquier otra responsabilidad para las autoridades o la dirección del hotel.