Ni siquiera sabían cómo se mantendrían en pie, cómo lograrían llegar a las ruinas, cómo resistirían aquel castigo de la naturaleza sin sucumbir.
No era un juego de niños.
Pero eso sería al día siguiente.
– Prométeme que mañana no harás ninguna tontería -cuchicheó él tras darse la vuelta sin dejar de abrazarla para quedar debajo.
– ¿Como cuál?
– No lo sé -suspiró.
– ¿Tienes miedo?
– Claro.
– Tú crees en ellos, como yo. ¿Por qué has de tener miedo?
– Por ti.
– No me harán nada.
– ¿Y si se te llevan, como a tu madre?
La pregunta flotó en el ambiente. Joa la resolvió con otro beso. En la oscuridad de la habitación veían sólo sus perfiles, el sesgo de sus formas. Dos espectros amables con ojos de ensueño.
– ¿Dónde estarán las hijas de las tormentas? -susurró ella.
– Les hemos perdido el rastro por completo.
– No pueden haber desaparecido de pronto, todas, ¡cincuenta y dos mujeres!
– Cuarenta y nueve -le corrigió él.
– Si yo estoy aquí, es lógico que también estén las otras dos chicas.
– ¿Y si tu padre se ha equivocado, si la cita no es en Chichén Itzá y el huracán es casual?
– David… -se rindió con desfallecimiento y apoyó la cabeza en su pecho.
No más preguntas.
El último día. La última noche.
David volvió a acariciarla. La cabeza, el cabello, la espalda. Joa cerró los ojos y se refugió en sus sentidos.
Quizá sí sucediera algo al día siguiente.
Quizá sí se arrepintiera de no haber dado aquel paso cuando estuvo a tiempo.
Ya no detuvo el deseo, ni lo enmascaró con excusas.
Era una mujer.
Carpe diem. Vivir el momento. Único. Irrepetible. Cuando buscó otra vez sus labios y le miró a los ojos hicieron falta más palabras.
No volvieron a hablar después de aquel largo beso.
56
El grueso de la expedición se puso en marcha antes de que anocheciera, para aprovechar la claridad de la tarde, después de que una avanzadilla tomara las ruinas desde media mañana, en precaución por si los acontecimientos se precipitaban. Era el 21 de diciembre.
Las últimas horas habían sido tensas, el final de una larga espera que, para algunos, venía de muchos años atrás. Lo extraño, meteorológicamente hablando, era que desde el mediodía el viento había amainado de manera gradual. Todavía era fuerte, pero no tanto como para temer lo peor. Por las radios portátiles escucharon el parte de incidencias, y momento a momento el paso del huracán por encima de sus cabezas consistía en un fenómeno cada vez más extraordinario. Extraordinario por lo insólito. El huracán no se había convertido en una tormenta tropical, persistía la trayectoria que haría discurrir su ojo por encima de Chichén Itzá, con su cénit en torno a la medianoche, pero no se comportaba como sus hermanos climáticos. Parecía inmovilizarse a sí mismo, romper las normas, mantenerse sin retroalimentarse ni menguar de manera súbita. Envolviendo al ojo se hablaba de una segunda zona de relativa calma, que era la que quedaba ahora por encima de sus cabezas. Un «párpado» protegiendo al «ojo».
Llegaron al acceso de Chichén Itzá en unos minutos, a pie, protegidos con chubasqueros y capuchas. Todos calzaban botas. La puerta principal, la horrible construcción rectangular que recibía a los turistas con sus tiendas, estaba cerrada. Joa recordó su anterior visita, sola, veinte días antes. Otra eternidad. Otra sensación. Precedidos por guías que ya habían hecho el camino previamente enfilaron una zona arbolada, por la parte izquierda, y durante unos minutos atravesaron una especie de tierra de nadie hasta dar con una senda que serpenteaba dando un rodeo en dirección a su objetivo. No les sorprendió encontrarse una cabana enquistada entre dos rocas, con varios pares de ojos observándolos desde una oscura puerta.
El hombre que se hallaba al frente, protegiendo su humilde hogar, se santiguó a su paso.
Su mirada estaba revestida de miedo. Era maya, y verlos caminar en un día como aquél, señalado desde hacía años en su historia y bajo el peso de sus tradiciones, no hacía sino ratificarlas.
– Buenas noches -les deseó Joa con una sonrisa.
El hombre se santiguó de nuevo.
– ¿Llegó el rayo? -les preguntó.
El rayo disparado desde el centro de la galaxia que cambiaría su mundo y entronizaría uno nuevo.
– No habrá ningún rayo, señor -mantuvo su marcha Joa.
La señal de la cruz fue hecha por tercera vez.
Continuaron caminando, prestando atención al terreno, unas veces pedregoso, otras surcado por raíces nudosas que sobresalían del suelo como serpientes, las más, encharcado a causa del agua caída en los últimos días.
– ¿Qué sucede? -uno de los guardianes apuntó al
cielo.
Estaba dejando de llover y el viento amainaba.
Todos se miraron entre sí, pero sin decir palabra. Julián Mir era de los primeros. Joa y David, cogidos de la mano, iban en el centro del grupo. Ya dentro del perímetro de las ruinas aparecieron otros guardianes, la mayoría jóvenes y dispuestos a todo.
– Nunca he estado en el ojo de un huracán, aunque he visto fotos, informes del tiempo en televisión y alguna película -Joa miró al cielo preguntándose cómo era posible que allá arriba brillara un sol-. Me siento igual que una exploradora.
– Puede que lo seamos -murmuró David.
En el ojo del huracán no había vientos, ni lluvia, sólo una calma absoluta, un impasse temporal a modo de isla y salvaguarda, porque en torno a él sí giraban los vientos y la lluvia danzando con su a veces mortal giro. De hecho el ojo era un tubo, una enorme chimenea circular de paredes verticales que iba desde la tierra hasta el cielo. Y ese cielo, más allá de su extremo nuboso, sí era azul, diáfano.
De pronto los árboles terminaron y se encontraron en la explanada de Chichén Itzá, con el Juego de Pelota, el Templo de los Guerreros y el del Chac Mool, las Mil Columnas, la pirámide…
El Castillo, noble, con su piedra gris aún más oscura por la oscuridad que los envolvía, los sobrecogió más que nunca, por lo que representaba en un día como aquél.
La puerta de las estrellas.
El medio centenar de personas permaneció quieto por espacio de unos segundos, contemplando la majestuosidad de la pirámide. El tiempo pareció detenerse.
Joa experimentó un ramalazo de emoción.
Le apretó más y más la mano a David, hasta que se soltó de él y caminó junto a su padre.
El hombre le pasó un brazo por encima de los hombros.
Faltaba la espera final.
La noche, quizá todo el día siguiente, hasta el 23.
– ¡El ojo del huracán! -gritó una voz.
57
A lo largo de los siguientes minutos, nadie habló en la llanura milenaria de Chiehén Itzá. Despacio, con la majestuosidad de lo prodigioso, el borde del ojo del huracán se aproximó hasta engullirlos, rebasarlos y situarlos dentro de la chimenea que contactaba el cielo con la tierra a través de aquel tubo gigantesco, enorme, de muchos kilómetros de diámetro. Según los meteorólogos el centro exacto de su paso sería a medianoche, y todavía faltaban horas para ello. Empezaron a quitarse los chubasqueros, las capuchas. Aparecieron las linternas en las primeras manos.
Todas las cabezas se alzaban. Todas las miradas iban dirigidas a las alturas, siguiendo el borde circular de la parte superior. Nadie podía impedir sentirse abrumado ante aquella brutal visión de la naturaleza.