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La noche se precipitó ya de inmediato sobre ellos.

– ¿Alguna noticia? -preguntó Julián Mir. Sabían que se referia al espacio. Muchos ojos miraban ese día las estrellas.

– Estamos dentro de una campana, ya no escuchamos ninguna emisora. Los teléfonos móviles tampoco funcionan -hizo un último esfuerzo uno de los hombres de mayor edad, uno de los científicos que militaban entre los guardianes.

– Aislados -dijo alguien. Joa sintió cómo su corazón se aceleraba.

– ¿Qué te sucede? -le preguntó David a su lado al darse cuenta de la circunstancia.

Ella parpadeó.

– No lo sé, es como si de pronto… me hubiera quedado… sin energía, agotada.

– Están cerca -les advirtió la voz de su padre.

– ¿Cómo…?

– Lo sé, lo sé -apretó los puños sin dejar de mirar el gigantesco círculo abierto sobre sus cabezas. Joa se apoyó en David.

– ¿Cuánto falta para la medianoche? -preguntó otra

voz.

Varios ojos centraron su atención en los relojes.

La primera que lo anunció fue una mujer joven, de cabello muy negro y muy corto. Su acento era argentino.

– ¡Se pararon! -gritó-. ¡Se pararon los relojes!

– Dios…, esto es algo más que el ojo del huracán -suspiró Julián Mir-. ¡Es una burbuja temporal!

Los relojes podían estar parados, pero fue como si de pronto el tiempo se acelerara. La oscuridad se hizo densa, cerrada. Los haces de las linternas eran como serpientes brillantes moviéndose con espasmos. Si el 21 de junio de cada año Kukulkán, la serpiente emplumada, descendía a la tierra desde el cielo reptando por la pirámide de Chichén Itzá, aquella noche cuatro docenas de Kukulkanes se movían por entre las ruinas esperando la venida de otros seres.

– ¿Cómo te encuentras? -le susurró David al oído.

– Débil -reconoció Joa-. Se me doblan las piernas.

– Son los nervios.

– No, es mucho más -se agarró de su brazo y le besó en la oscuridad antes de agregar-: Te quiero.

David se dio cuenta de que sonaba a despedida. Por

encima del súbito pánico se oyó a sí mismo decir con inusitada calma:

– Yo también.

El temblor de Joa era más que perceptible.

– No sucederá nada -quiso tranquilizarla él.

– He de ir con mi padre.

Se apartó de su lado. Le costó dejarla marchar, perder su contacto. Y a ella le costó desplazarse los escasos metros que la separaban de su destino. Algunos se habían arrodillado o sentado en la hierba. Los más seguían de pie. Joa se abrazó a la cintura de Julián Mir.

– Papá…

El hombre perforaba el cielo con sus ojos.

– Lo sé -musitó.

– Siento como si alguien… me vaciara por dentro…

– Joa… -la estrechó con fuerza contra sí.

Los absorbió un silencio espectral, tan profundo como el huracán, tan enorme como su fuerza, tan denso como aquel infinito que los envolvía y en el cual la Tierra no era más que una minúscula mota de polvo galáctico.

¿Quién podía pensar que fuesen el centro de todo?

– Polvo de estrellas -rezó desde una distancia abismal Julián Mir.

Joa ya no pudo responder.

El primer disparo en mitad de la noche, seco y desgarrador, provocó su alarma.

El segundo despertó su percepción del peligro.

Con el tercero, los gritos de los guardianes se mezclaron ya con los de los invasores, surgiendo por su espalda y a ambos lados.

58

El grupo no era mucho más numeroso que el suyo, pero a diferencia de ellos, llevaban armas. Y parecían dispuestos a utilizarlas.

– ¡Quietos!

– ¡Atrás!

– ¡Manos en alto y agrupaos! ¡No nos obliguéis a disparar!

Julián Mir protegió a su hija. David también se puso a su lado. Los primeros guardianes que levantaron las manos fueron los que estaban más cerca de la zona exterior. Ninguno iba armado. Nadie lo había creído necesario, máxime para un encuentro en paz. Retrocedieron de espaldas y se mezclaron con los del centro de la explanada, a la izquierda de la escalinata coronada por las dos cabezas de serpiente a ras de suelo. No hacía falta decirlo en voz alta, pero alguien lo hizo.

– Jueces.

Pese a la oscuridad batida por las linternas, Joa reconoció a Nicolás Mayoral. Caminar con su bastón con empuñadura de plata lo hacía destacar. Era uno de los primeros. No llevaba armas. El trabajo sucio lo dejaba para los demás. Parecía buscar a alguien.

A ella.

Cuando la localizó, barriendo de lado a lado con su linterna, caminó en su dirección. No iba solo. Le seguían dos hombres empuñando sendas pistolas, los que trataron de llevársela la primera vez, y otros dos, más o menos de su edad, flanqueándolo. Uno era alto y enjuto, de rostro enteco y siniestro. El otro, bajo y rechoncho, grasiento. Se le antojaron personajes de opereta. Y no lo eran.

Estaban dispuestos a cambiar la historia. 0 precipitarla.

No hubo más que un conato de rebelión. Dos jueces lo aplacaron machacando al guardián que lo había intentado. Quedó tendido en el suelo, con sus compañeros apretando puños y mandíbulas frente a la batería de armas.

– Señorita Mir -cantó con falsa languidez Nicolás Mayoral deteniéndose frente a ella.

Joa buscó la rabia. La deseó con todas sus fuerzas.

– Volvemos a encontrarnos -el juez unió sus manos, entrelazando todos los dedos menos los pulgares, que dejó apoyados por las yemas-. Apuesto a que ya no me esperaba, ¿me equivoco?

¿Dónde estaba su ira? ¿Por qué, de pronto, no era más que una niña asustada y temblorosa?

– ¿Nadie le ha dicho que estamos dentro de una burbuja, Georgina? -Nicolás Mayoral expandió una sonrisa de suficiencia, de oreja a oreja-. Ya habrán observado que los relojes se han parado. Este no es un huracán normal, por supuesto. Es… una antesala, la preparación del gran momento, una exhibición antes de que lleguen. Lo bloquean todo, posiblemente para no ser detectados. Y naturalmente aquí no hay niveles energéticos, así que está indefensa. Es como si ellos limpiaran el terreno antes de bajar, ¿comprende? Su rabia no la salvará esta vez.

Joa llegó al borde del colapso de tanto intentarlo. Hasta que sus piernas acabaron cediendo.

Cayó al suelo.

– ¡Joa! -gritó su padre.

David se inclinó antes. La sujetó y la puso en pie.

– ¿Julián Mir? -el juez pasó de la chica y como si fuera un hombre de negocios se inclinó levemente para saludar a su padre-. Es un placer conocerle, puedo asegurárselo. Siempre confiamos en usted.

– Nicolás -le advirtió el hombre alto y enjuto.

– Tranquilo, Sergio, tranquilo -se volvió hacia él con pomposos movimientos-. Ya no tiene sentido precipitarse. Saben que han perdido -miró a Julián Mir-: ¿No es cierto?

El otro hombre, el obeso, habló en francés. Nadie pareció entender sus palabras salvo su compañero y Joa.

Nicolás Mayoral hizo un gesto de resignación.

– No queremos hacerles daño -insistió-. Ustedes no son nuestro objetivo. Díganme dónde están ellas.

– ¿Quiénes? -preguntó uno de los hombres que lideraba el grupo de guardianes.

– ¡Por Dios, Lester! ¡Vamos, vamos! -se mostró como un padre comprensivo-. ¿A estas alturas y con juegos dilatorios? ¿Dónde las tenéis?

– No están aquí -tomó ahora las riendas de la conversación el hombre llamado Lester en un español marcado por su acento inglés.

– Eso ya lo veo. Por eso pregunto dónde las tenéis esperando.

– No hay rastro de ellas.

– ¿Qué? -fingió no haber escuchado bien.

– Han desaparecido, todas. Y vosotros deberíais saberlo igual.

– Desaparecieron de sus casas, sí, en todo el mundo. Pero están aquí.

– Búscalas.

Nicolás Mayoral hizo un gesto con el bastón. Uno de los hombres armados se plantó delante de Lester con sólo tres pasos. El golpe con la pistola sobre su rostro le hizo crujir la mandíbula. Fue el único ruido, acompañado por el de la caída.