– ¡Bestia! -el grito lo lanzó Joa.
– Señorita Mir -la apuntó con el dedo índice de su mano derecha-. No tiente a la suerte -dio un paso más y se detuvo a un metro escaso-. Usted me cae bien, se lo aseguro. Es el personaje más inocente y puro de toda esta divina comedia. Lo malo, lo triste, es que todavía no sabe de qué lado está.
– Sé de qué lado estoy.
– ¿Le gusta ser un monstruo? ¡Adelante! Ha tenido y tiene la oportunidad de cambiar, de escoger vivir en libertad…
– ¿Llama libertad a esto? -abarcó a los jueces armados.
– Por supuesto que sí.
– ¿Por qué todos los dictadores creen que su manera de entender la libertad es la correcta, la mejor?
Nicolás Mayoral la miró con lástima.
– Cuando hay una causa, un ideal, no importa nada. Nosotros sabemos a qué vienen -apuntó al cielo-. ¿En son de paz? ¿A vigilarnos? ¿A tutelarnos? ¡No sea ingenua, por Dios!
– Tal vez ellos ya estuvieron aquí y seamos como sus
hijos.
El rostro del hombre cambió de color. También de expresión. Perdió su condescendiente ironía para dejarse atravesar por un rictus de desprecio y furia.
– No diga estupideces ni nos insulte, se lo ruego -repitió su gesto de apuntar al cielo, más allá del ojo del huracán-. ¿Sus hijos? -lo pronunció con desprecio-. Aunque vinieran en son de paz, ya nada sería igual. El mundo cambiaría. Y no vamos a permitirlo. Les demostraremos cómo queremos vivir, y también de qué manera estamos dispuestos a sacrificarnos y morir por aquello en lo que creemos.
– ¿De qué… está hablando? -preguntó Julián Mir.
Nicolás Mayoral sostuvo su mirada brevemente. Después él mismo mostró el cinturón de explosivos que envolvía su vientre. Sus compañeros y otros jueces le imitaron.
– Todo esto va a volar. Incluidos nosotros, y ellos.
– Son unos fanáticos, integristas y locos -pareció hundirse anímicamente el padre de Joa.
De pronto, todo era distinto.
Nicolás Mayoral se cansó de la discusión.
– ¿Dónde están las hijas de las tormentas?
No hubo ninguna respuesta. El silencio los envolvía con un sudario de calma. No se movía ni una hoja. Era como estar dentro de una cámara aislada.
– Sebastián -dijo el juez.
Fue una orden.
Primero volvió a golpear a Lester. Después a otros dos guardianes, los mayores, los principales responsables del grupo. El intento de reacción de algunos de los jóvenes acabó igual. Armas contra cuerpos. Ningún disparo. No era necesario.
Joa impidió que David fuera uno de ellos. -Espera -cuchicheó.
– ¿A qué? ¿A que nos maten?
– Espera -repitió ella.
Sus ojos volvían a brillar. No tenía fuerzas, pero volvían a brillar.
– ¿Qué sientes? -preguntó él.
– Esperanza.
– ¿Qué?
– ¡Callaos! -gritó Nicolás Mayoral dirigiéndose a ambos.
Lester no se rindió.
– No podéis… destruirlos con bombas, estúpidos -consiguió hablar mientras escupía sangre por la boca-. ¡No podéis! ¿Estáis locos?
– ¡Son más que bombas! -el juez se plantó delante de él y quedó apoyado en su bastón-. Tenemos virus, armas químicas y nucleares. ¡Volará medio Yucatán, pero te aseguro que ellos también, y entonces ya no volverán, porque sabrán hasta dónde podemos llegar! ¡Sólo desde la fuerza se consigue la victoria! El poder es fuerza y nosotros representamos el poder.
Nicolás Mayoral ya no dejó que Lester continuara hablando. El golpe de Sebastián lo dejó inconsciente boca abajo.
– ¡Y ahora buscad a esas mujeres, ya! -gritó arrogándose el mando del operativo y dando por zanjada la discusión con los guardianes.
59
Una hora después, los jueces comprendieron que las hijas de las tormentas no estaban allí. Su desconcierto no tuvo límites. Aunque eso no alteró sus planes para nada.
Ataron a los guardianes, los colocaron en mitad de la gran explanada, al lado del Castillo, y mientras unos pocos formaban un círculo para vigilarlos, el resto tomó posiciones a lo largo y ancho de Chichén Itzá, previendo cualquier punto de toma de tierra.
Unos, los más, subieron a lo alto del Castillo, dominando la pirámide y todo el ámbito de las ruinas; otros cubrieron el observatorio, más alejado del centro; los menos se quedaron en los templos de Chac Mool y de los Guerreros al este, y el de los Jaguares y el Juego de Pelota al oeste.
Los relojes no funcionaban, pero sintieron el lento e inexorable paso del tiempo.
El ojo del huracán se desplazaba a cámara lenta. Todos miraban al cielo con diferentes sentimientos.
– Hablame de tu esperanza -susurró David al oído de Joa.
– No puedo explicártelo.
– Me fío de ti. Es lo único que tiene sentido en esta locura.
– La esperanza es amor, no significa victoria.
– ¿Quieres decir que… vamos a morir, que esos fanáticos harán estallar sus cargas y acabarán con el futuro?
– No lo sé -Joa apoyó la cabeza en su hombro.
– Si vuelan esto, la profecía maya se habrá cumplido -le recordó él-. Ellos no hablaban del mundo en general, de toda la Tierra, sino de su mundo, éste. No habrá conciencia superior, ni evolución, ni nada. Habrá una matanza en toda regla. Eso, suponiendo que ellos no vuelen el planeta como represalia o que si estalla la nave o lo que sea no vaya a producirse un cataclismo con el mismo resultado, igual que sucedió con la extinción de los dinosaurios.
Joa miró a su padre.
– Papá.
– Sí, cariño -despertó de su abstracción.
– ¿En qué piensas? Le dirigió una sonrisa de aliento.
– ¿Te creerás si te digo que también siento tu esperanza como si me alcanzara?
– Tengo un presentimiento.
– ¿Bueno o malo?
– Una moneda tiene dos caras. Una no se entiende sin la otra. Mi presentimiento es igual.
Uno de los jueces se plantó delante de ellos. Era joven, no alcanzaría los treinta años. Sostenía algo parecido a una ametralladora. No entendían de armas, pero sí de expresiones. La suya era dura, pétrea, tan inflexible como su tono de voz.
– ¡Queréis callaros!
Durante años los fanáticos se habían inmolado para matar a otros semejantes. Y la historia seguía.
Estaban allí. Tan dispuestos y felices.
Quizá fuese una noche eterna, quizá amaneciese pronto. Continuaron transcurriendo las horas.
El silencio llegó a ser tan denso que casi les costó escucharse entre sí.
Silencio y oscuridad. Hasta que de pronto… Primero se hizo la luz.
Venía del cielo, caía en vertical justo en la perpendicular de la pirámide, como si el centro perfecto del ojo del huracán estuviese encima. Al incidir en ella, en sus nueve niveles, se expandió alcanzando toda la superficie de Chi-chén Itzá. No era una luz cegadora, sino cálida. La luz del reencuentro.
– Están aquí -se incorporó Julián Mir.
Los guardianes le imitaron. También Joa y David. Nadie les prohibió hacerlo. Los jueces estaban demasiado pendientes del fenómeno. Sólo Nicolás Mayoral hizo escuchar su voz.
– ¡Atentos!
Lo estaban, no era necesario recordárselo.
Ya no sabían si era de noche o de día. La escena mostraba tintes fantasmagóricos. Una suerte de cielo en la tierra, o de paraíso en el que ángeles y demonios compartían un mismo espacio. Algunas armas apuntaban hacia arriba.
La espera final.
La nave apareció muy despacio, solemne. Surgió del este, alcanzó la superficie exterior del ojo del huracán y descendió por él. Era circular, exactamente del mismo tamaño que el ojo y, por lo tanto, enorme, gigantesca. Parecía sólida, pero también estar formada de energía. Desprendía corrientes eléctricas azuladas. No se adivinaban resquicios, ventanas, salientes. Ofrecía una imagen hermética y sólida.