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– Tú las avisaste, ¿verdad? -le dijo esperando una ilusoria respuesta que no llegó.

– ¿Viste sus caras? -preguntó David.

– Volvían a casa.

No sonó a lamento, ni a felicidad, envidia o sorpresa. Fue tan sólo un modo de decirlo.

Dejó el cristal en la mesita de noche, junto al reloj y el periódico, y se volvió hacia él.

En la penumbra, sus cuerpos resplandecían. Todavía húmedos.

Sus manos se encontraron en el centro de aquella geografía acotada por la cama. No había más horizonte. Ellos y lo que poseían. La brevedad de cada momento, lo efímero de cada instante, ya no les alcanzaba. No aquella tarde, ni durante aquellos días inmediatos en los que habían decidido vivir y ser libres. Aunque no lograsen aparcar todas las preguntas.

– ¿Cómo será la vida de mi padre?

– Fascinante -acertó a decir David.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque está con ella, y eso hace que no importe el dónde, sino el cómo.

– No puedo imaginármelo.

– Ni yo.

Una nave, el espacio, tal vez otro mundo, al otro lado de la galaxia o del universo.

Juguetearon con sus dedos, los entrelazaron, los separaron, rozaron sus yemas y se acariciaron la palma, el dorso, hasta subir el contacto por las muñecas, los brazos… Un ritual.

– Te quiero -susurró David.

Joa no dijo nada. No podía.

– Me da miedo lo que vaya a pasar ahora -no se lo ocultó él.

– Vivamos estas dos semanas -se encogió de hombros ella.

– ¿Y después? Volvió a callar.

– Joa…

Le besó la mano. La dejó sobre su boca.

– ¿Volverás a casa?

– No.

– ¿Por qué?

– Porque nada puede ser como antes.

– Pero no estarás sola.

– No lo digo por eso. Ya sé que en Barcelona estás tú. Es… por mí.

– Nadie sabe nada acerca de ti. Los jueces han desaparecido de momento, y nosotros en teoría ya no tenemos a quién cuidar.

– En teoría.

– ¿Piensas en ti y en las otras dos chicas que han quedado?

– Sí, sobre todo en ellas.

No hubo respuesta. Era como si no contasen. Las otras dos no estaban en Chichén Itzá. No habían formado parte del gran momento. Ella sí, pero por otras circunstancias.

– Es posible que tengas razón -asintió David.

– Esto no ha terminado y lo sabes -lo proclamó con dulzura aunque sin resignación-. Sigo siendo lo que soy.

– ¿Y qué eres?

– Un bicho raro, demasiado valioso para unos, peligroso para otros, curioso para muchos…

– Nadie te hará nada.

– Los americanos que me secuestraron pueden volver a intentarlo. Uno de los jueces quizá acabe enloqueciendo y decidiendo que yo no merezco estar entre humanos. No quiero vivir con miedo, David. No lo resistiría. Si regresara a Barcelona, ¿crees que tendría una vida normal? Me cansaría de mirar debajo de la cama y por encima del hombro. La rutina me haría débil pero la tensión me enloquecería.

– Entonces volveremos a cuidar de ti. Los guardianes seguiremos en la brecha por vosotras tres, aunque de momento no sabemos nada de las otras dos.

– ¿Siempre? ¿Toda la vida?

– Yo sí.

– No puedo atarte a mí, cariño.

– No digas eso -su rostro quedó atravesado por un sesgo de tristeza-. ¿Atarme? ¿Lo llamas así?

– Nos veremos, siempre que quieras, siempre que lo necesitemos, y cada reencuentro será maravilloso, cada día un cielo, cada semana una eternidad. Tenemos el mundo entero para hacerlo, y la tecnología para estar en perpetuo contacto.

– No es lo mismo.

– Pero ha de ser así, David. No resultaría de otra forma. No siendo yo quien soy.

– Nosotros…

– Nos tenemos, y es lo que cuenta -lo detuvo ella.

– No como quisiera.

– Nos tenemos -se lo repitió con mayor vehemencia.

– Tú no tienes problemas económicos, puedes vivir dos vidas saltando de ciudad en ciudad y de continente a continente, pero yo soy un simple profesor, aunque dispongamos de la Fundación para nuestras misiones como guardianes.

– No seas tonto. Tendrás un billete de avión siempre que lo necesites. No todas las parejas viven bajo un mismo techo siempre. Hay muchas formas de compartir.

– ¿Cómo puedes ser tan fuerte?

– ¡No lo soy! -tembló mientras le acariciaba la mejilla con pasión-. Pero es lo que hay. Y he de vivir con ello, y tú también salvo que prefieras otra cosa. Iré a Barcelona de cuando en cuando, porque es mi casa y necesitaré reencontrarme con todo eso, pero no me quedaré demasiado en ninguna parte.

– Así que vas a buscarles.

– Buscaré la forma de llegar a ellos o de que me escuchen. Si mi padre encontró la pista de mi madre, yo puedo encontrar otras. Ha de haberlas. Sólo hace falta tiempo y paciencia para descifrarlas. Mi padre me lo dijo: todo está conectado. La Antigüedad no es sólo el pasado, es una gran red de indicios y forma un inmenso mapa que debemos reconstruir mientras navegamos por él. Las pirámides de Egipto, Petra en Jordania, Angkor en Camboya, los restos de las otras culturas aquí mismo, en México… No puedo quedarme quieta y que me utilicen para hacer daño o me lo hagan a mí. No tengo otra cosa que hacer, David. Eso y descubrir quién soy, de qué soy capaz, aunque eso me da miedo. Lo que puedo hacer es también una responsabilidad.

Dejó de hablar unos segundos y se enfrentó a sus ojos. Dos lagos plácidos bajo un cielo muy oscuro.

– Dijiste que ellos volverían -se rindió David.

– Lo harán, pero no puedo limitarme a esperar.

– Y que tu madre te habló…

– Sí.

– ¿No fue una ilusión?

– No -sonrió.

David se acercó un poco más, hasta que sus cuerpos se rozaron por completo.

– Eres increíble.

– Volverán porque me lo dijeron. Algún día. Eso no es ser increíble. He de esperar, sí, pero no me resigno a quedarme quieta, te lo acabo de decir. De la misma manera que mi padre buscó a mi madre sin descanso, yo voy a buscar ahora la forma de que esa espera sea lo más breve posible.

– ¿Cuántas veces habrán venido?

– Quién sabe.

– ¿Cuántos bloques de 15.000 días midiendo el paso de sus enviadas habrán transcurrido a lo largo de los siglos?

– Puede que muchos, y puede que fuera la primera vez. También es posible que para ellos cien mil años sean un soplo de tiempo. Ya viste lo que sucedió, llegamos la tarde del 21, aparecieron en la madrugada del 22, y cuando se marcharon ayer ya era 23 de diciembre.

– Una vez leí que la torre Eiffel de París era en realidad una antena para que nos espiaran los extraterrestres.

– Eso es ciencia ficción.

– También lo es buscar una puerta que te comunique con ellos.

Sonó un teléfono móvil. Era el de David. Tuvo que levantarse para cogerlo porque lo tenía en la mesa, junto al televisor de la habitación. La cobertura no era la mejor. Se puso a gritar y a moverse, buscando un lugar desde el que pudiera establecer el diálogo sin que se cortara su fluidez. Finalmente abrió el ventanal y salió a la terraza. Joa contempló su figura.

Y más allá de ella, el mar, la puesta de sol. La calma después de la tempestad. La vida seguía.

Los periódicos de la mañana habían hablado del inexplicable fenómeno, de cómo un huracán ya de por sí insólito por la fecha se había desvanecido sin más, con su ojo en la vertical de Chichén Itzá. No había ningún antecedente. No existían explicaciones físicas ni meteorológicas. Se trataba de un misterio. Las únicas argumentaciones basadas en algo más o menos conocido eran las más descabelladas y absurdas para la mayoría: el fin del mundo profetizado por los mayas para el 21, el 22 o el 23 de diciembre de 2012.

Pero el mundo no se había terminado. Ni la humanidad había entrado en otra fase más trascendente de su evolución. ¿0 tal vez sí?

Joa se incorporó hasta quedar sentada en la cama y se miró en el espejo frontal.