La delicadeza de esa tribu merecería llamarse más bien afeminamiento o pacatería; su higiene, manía; su consideración por el prójimo, afectación aparatosa. Esa urbanidad exagerada fue creciendo a medida que pasaban los días, hasta alcanzar una complejidad insólita. Eran de un pudor sorprendente. En los meses siguientes, nunca vi a un solo indio satisfacer sus necesidades en público. A pesar de que andaban completamente desnudos, jamás vi a nadie, ni siquiera entre las criaturas, cuyo miembro denotara otra función o estado como no fuese colgar flácido y casi inexistente entre las piernas que medio lo ocultaban. El toqueteo, el manoseo, la alusión carnal, parecían excluidos de sus relaciones en público. La circunspección al respecto era tan grande, que aún ahora me sé preguntar si fornicaban en privado, y a no ser por los nacimientos que se producían en todas las épocas del año, el más perspicaz observador llegaría a la conclusión de que esos indios desconocían el coito. Hombres y mujeres se dirigían la palabra de un modo evasivo, distante, aun cuando pertenecieran a la misma familia. Sin ser duros ni autoritarios, el comportamiento con las criaturas era severo y, aunque no exento de consideración e incluso de cariño, sentencioso y cortante. En general, había una separación bastante marcada entre las mujeres y los niños por una parte, y los hombres por la otra. En todos, el cuidado por la limpieza era excesivo, casi irritante. Una criatura de uno o dos años, paseándose con las nalgas embadurnadas de excremento, era motivo seguro de discusión entre marido y mujer. Un niño que orinaba contra un árbol en un lugar en el que podía ser visto, recibía rápido una bofetada.
Acabo de consignar un poco más arriba que, como no fuese durante las orgías, nunca los vi orinar o defecar en público; tampoco me topé, jamás, en las inmediaciones del caserío, con sus excrementos, y al poco tiempo comprendí que los enterraban, no limitándose a cubrirlos, más o menos someramente, con tierra, sino haciendo un pocito en el suelo y tapándolos hasta hacerlos desaparecer. Cuando hacía calor, se bañaban en el río varias veces por día, de modo que el espacio amarillo de la playa estaba siempre lleno de indios y cuando me paseaba por la orilla los veía entrar y salir continuamente del agua, y si por casualidad me hallaba en las proximidades, sin que me fuese posible ver el río, no dejaba de oír, el santo día, e incluso de noche, el ruido de los chapuzones. En invierno calentaban agua en sus marmitas de greda y se lavaban, pero no pocos se bañaban también en el río, dirigiéndose con naturalidad hacia la orilla, indiferentes a la escarcha azul del amanecer. Los alimentos los lavaban y relavaban, incansables, antes de empezarlos a cocinar. Con sus escobas de ramas barrían el interior de las viviendas y las inmediaciones varias veces por día, y en los atardeceres de verano regaban el interior y el exterior, trayendo agua del río en sus vasijas y dispersándola con las manos y haciéndola destellar en la última luz del día. De tan serviciales, eran ostentosos y pesados. Bastaba que alguien pasara cerca de sus viviendas para que ellos, en general concentrados en sus trabajos diarios, lo saludaran con insistencia, lo fuesen a buscar incitándolo a detenerse unos instantes en la puerta de su casa, y comenzaran un largo interrogatorio destinado a informarse sobre el estado de salud de cada uno de los parientes del pasante, sin omitir uno solo, exigiendo minucia en las respuestas, motivando respuestas más amplias con nuevas preguntas, de tal modo que la ceremonia duraba una hora y que el dueño de casa exigía precisiones sobre la salud de personas que había visto esa mañana misma en la playa y con las que había intercambiado un saludo distante. Cuando estos encuentros casuales se producían en el espacio público, es decir, en un lugar alejado de las viviendas de los que se encontraban, todo se limitaba a un diálogo rápido, lacónico e incluso un poco altanero. La distancia era también material, ya que un espacio de dos o tres metros los separaba, como si el cuidado principal de los indios hubiese sido no tocarse, evitar a toda costa un roce físico con el interlocutor. Permanecían unos segundos enhiestos, dignos, un poco echados para atrás, intercambiando fórmulas rápidas y nada calurosas ni sinceras, y después seguían su camino con la cabeza alta, los ojos entrecerrados, la espalda y los hombros rígidos, en una actitud convencional que mostraba orgullo y gravedad. Ese exceso de pudor y de dignidad los volvía susceptibles. Las cosas más insignificantes los ofendían. Si, por ejemplo, una alusión un poco chocante se introducía, por descuido, en la conversación, los presentes bajaban la cabeza, adoptaban un aire pensativo, se quedaban un momento en silencio y después de unos minutos aducían un pretexto cualquiera y se retiraban. Antes de tratar temas relativos a la fornicación, a la menstruación, al excremento, alejaban a las criaturas, y si alguno, actuando con ligereza, se ponía a hablar del tema sin haber inducido a los más chicos a retirarse, era llamado al orden con un tono inapelable y perentorio. Como si hubiesen necesitado cierto tiempo para volverlo a aprender, los indios habían ido recuperando ese ritmo rápido con que hacían todo. Esa rapidez era propia de los varones, porque las hembras se movían plácidas y ausentes, y trabajaban siempre como pensando en otra cosa. Los hombres se desplazaban casi al trote, y cuando se cruzaban con las mujeres, la diferencia de velocidad saltaba a la vista. Era como si los hombres hubiesen sido el horizonte móvil y rígido de un centro oscuro, blando y sedentario representado por las mujeres. Cuando los hombres se encontraban en la playa amarilla y se detenían para intercambiar sus formalidades lacónicas, la celeridad de sus gestos era tal que por momentos parecían seguir dando saltitos en el mismo punto, a distancia prudente del interlocutor, como si les estuviese prohibido inmovilizarse por completo. Cuando iban, por ejemplo, de pesca en sus embarcaciones, atravesaban la playa corriendo, saltaban a la embarcación y se alejaban remando con energía, hasta tal punto que en pocos minutos desaparecían entre los riachos que formaban las islas. Era una velocidad constante, regular, de modo que parecía que hacían todo corriendo, y cuando llegaba la noche se desplomaban sobre la tierra barrida de las viviendas y se dormían hasta el amanecer.
Llenaban, con su ir y venir, en las mañanas soleadas, el espacio translúcido. De lo que había pasado en los primeros días no quedaba otro rastro que algunos estropeados que se entreveraban en la tribu. Era un pueblo urbano, trabajador, austero. Bromeaban poco y, aparte de las criaturas, que en general jugaban en las afueras, casi nunca se reían. Las mujeres parecían menos serias que los hombres o, tal vez, menos rígidas. La actitud de los hombres lindaba con la hosquedad, la de las mujeres, con la resignación y con la indiferencia. Hembras y varones parecían hacer las cosas no por gusto, sino por deber. De la vida común, el placer parecía ausente. Que copulaban en privado lo mostraba, no la concupiscencia de sus actos públicos, sino el vientre de las mujeres que crecía durante el embarazo y los niños arrugados y llenos de sangre que aparecían de tanto en tanto al sol de este mundo.
Objeto de atenciones o de indiferencia, de obsequiosidad súbita y pasajera, de demandas incomprensibles o de desdén persistente, yo derivaba entre ellos, convencido de que lo que parecían esperar de mí, si es que esperaban algo, no lo obtendrían con mi muerte sino más bien con mi presencia constante y mi atención paciente a sus peroratas. De vez en cuando, algún indio se me acercaba y, plantándose frente a mí, se embarcaba en un discurso interminable lleno de ademanes lentos, explicativos, que se referían al horizonte, al río, a los árboles, no sin que, por momentos, un brazo se plegara y la palma de la mano golpeara con energía el pecho del orador, que de ese modo se designaba como el centro de ese chorro de palabras cortas, rápidas y chillonas. Otras veces, cuando pasaba cerca de alguna vivienda, la voz de una mujer que trabajaba a la sombra, junto a la puerta, murmurando Def-ghi, def-ghi, con un tono suave y confidencial, me incitaba a pararme y, sin levantar la vista de su trabajo, la mujer pronunciaba un discurso corto y preciso, y después seguía trabajando en silencio, como si yo ya me hubiese ido, sin haberme dirigido una sola mirada. Más expansivos, los niños a veces me seguían y me hablaban. Eran como el reverso tumultuoso de la tribu, pero la gravedad general también los alcanzaba amortiguando su entusiasmo.
Fueron pasando las semanas, los meses. Llegó el otoño: una tormenta barrió el verano y la luz que apareció después de la lluvia fue más pálida, más fina y, en las siestas soleadas, entre las hojas amarillas que caían sin parar y se pudrían al pie de los árboles, yo me quedaba inmóvil, sentado en el suelo, soñando despierto en la fascinación incierta de lo visible. En la luz tenue y uniforme, que se adelgazaba todavía más contra el follaje amarillo, bajo un cielo celeste, incluso blanquecino, entre el pasto descolorido y la arena blanqueada, seca y sedosa, cuando el sol, recalentándome la cabeza, parecía derretir el molde limitador de la costumbre, cuando ni afecto, ni memoria, ni siquiera extrañeza, le daban un orden y un sentido a mi vida, el mundo entero, al que ahora llamo, en ese estadio, el otoño, subía nítido, desde su reverso negro, ante mis sentidos, y se mostraba parte de mí o todo que me abarcaba, tan irrefutable y natural que nada como no fuese la pertenencia mutua nos ligaba, sin esos obstáculos que pueden llegar a ser la emoción, el pavor, la razón o la locura. Y después, cuando el sol empezaba a declinar y la costumbre me guardaba otra vez en su contingencia salvadora, me paseaba entre los indios buscando alguna tarea inútil que me ayudase a llegar al fin del día, para ser otra vez el abandonado, con nombre y memoria, como una red de latidos debatiéndose en el centro del acontecer.
El invierno trajo más realidad. Alternando, escarcha y llovizna nos recordaban la intemperie humana, incitándonos a construir mediaciones para defendernos del mundo, y la choza, las pieles y el fuego elemental alrededor del cual nos apiñábamos, las fintas para reencontrar el calor animal y para sobrevivir, nos ocupaban con labores precisas y nos distraían de lo indecible. Los indios atraviesan con honor la penuria: lo poco que le arrancan al invierno lo comparten con justicia, y los más fuertes se amurallan alrededor de los débiles, procurándoles alimento y vida. Todo lo hacen con discernimiento y discreción; y, de este modo, mucho más tarde comprendí que si algunos hombres robustos gozaban de privilegios durante los meses de penuria, no era porque los otros temiesen su fuerza bruta, sino porque esos hombres fuertes eran necesarios para la supervivencia de la tribu entera en la que cada uno de los miembros, hasta el más humilde, desde el recién nacido hasta el viejo moribundo, tenía asignado su exacto papel. Más de una vez vi a uno de esos hombres robustos ceder su abrigo o su alimento a un viejo, a un enfermo o a una criatura, en contraste sorprendente con el horror de los primeros días.