Así actuaban los indios en el invierno extremado y gris, sin perder ni hosquedad ni retraimiento. A la choza, un poco separada del caserío, que me cedieron, llegaba, cada día, un hombre silencioso con algo de comer y un poco de leña seca para el fuego. Hay que ver también que, de todos los inviernos que pasé entre los indios, el primero fue el más largo y el más riguroso. Durante semanas, una llovizna helada borró el horizonte y el cielo, y cuando por fin paró, el frío, en lugar de disminuir, aumentó, y, noche tras noche, de un cielo tan limpio y tan próximo que casi nos aplastaba, empezaron a caer las heladas, de modo tal que todos los días los campos amanecían blanqueados como si las estrellas, pulverizándose a causa del frío, estuviesen deshaciéndose de a poco y espolvoreando la tierra. Toda agua, aparte del gran río, se volvió escarcha, fina, quebradiza, destellante, azul al alba, de un verde amarillento durante el día y rosa al atardecer. La arena también se afinó, como hecha, incluso ella, de polvo estelar; y la tierra, reseca y dura en los trechos en que no se mezclaba con la arena, se puso azulada y lustrosa. Hubo, durante semanas, una especie de inmovilidad, como si el aire e incluso el tiempo mismo estuviesen congelados -detención gélida de la luz, o más bien transparencia en que la luz cambiante, azul, verde, amarilla, violeta, rosa, rojiza, como en la escarcha, se reflejaba. Los árboles parecían petrificados, y las ramas desnudas, contra el cielo blanquecino, entrecruzadas y negras, como un paisaje de pesadilla. Bestias y pájaros se morían de frío -y ahí quedaban, grises, rígidos, sin descomponerse, intactos y borrosos en el frío y la muerte. A muchos hombres les pasaba lo mismo: a los viejos, sobre todo, que se llenaban, en esas noches interminables, de frío y de sueño y, sin ganas de levantarse, seguían viaje hasta la muerte por pereza o comodidad. Livianos, silenciosos y sin violencia, como en otoño, hacia la tierra, que es su casa verdadera, las hojas de los árboles, así esos hombres, en el invierno desmedido, caían en la muerte. Los sobrevivientes acechaban, del norte incierto, la primera brisa tibia. Y cuando las primeras hojas tiernas, rojas y diminutas, empezaron a brotar, pareció que era, no sus propios botones, sino el aire helado lo que rompían.
Poco a poco, los indios empezaron a salir de sus chozas, menos al espacio exterior que a la primavera. El aire inmóvil fluía otra vez, como la escarcha, que se volvió agua, y los árboles cristalizados que empezaron a lanzar, hacia el aire azul, nubes graduales de hojas verdes. En los campos florecidos el ir y venir rápido de los indios recomenzó. La arena amarilleaba de nuevo y el río parecía dorado. De las islas, pájaros multicolores salían, rígidos, en bandadas, rayando el cielo azul, y se incrustaban entre los árboles del campo, detrás del caserío. Reaparecieron, todavía somnolientos, pumas y caimanes. Los días tibios se prolongaban en atardeceres rojos y un poco febriles, y a medida que la primavera avanzaba podía verse la playa amarilla llena de gente hasta cada día más tarde, de modo tal que, entre los olores a comida, los paseos lentos por la orilla del agua, el brillo amarillo, en un cielo todavía claro, de las primeras estrellas y el resplandor que nimbaba el follaje, los anocheceres en esa estación de esperanza eran tranquilos y benévolos. A media mañana, cuando el frío declinaba, las primeras fogatas se encendían en el exterior, en el frente de las chozas, entre los árboles, y entonces, en el espacio entero, que guardaba todavía los relentes de estaciones antiguas, podridas y enterradas, maceradas por el tiempo y las lluvias, hojas, madera, cuerpos animales, carne y huesos humanos, excremento, el humo recomenzaba, victorioso, a subir lento entre los brotes, y a los que habían perdido, en la privación del invierno, todo rastro de sí mismos, les traía, con las sensaciones que despertaba, el recuerdo de una vieja persistencia. Daba gusto ver cómo salíamos al mundo, en las mañanas cada vez más tibias y más soleadas, después de meses de repliegue y somnolencia. El día luminoso parecía darles euforia y hasta alegría a esos seres circunspectos y acartonados. Algo más vivo y más amistoso que el deber, la eficacia y la subsistencia parecía justificarlos cuando iban al trabajo; y cuando se cruzaban un momento en la playa o entre los árboles, se demoraban a conversar un poco más que de costumbre, como si, en vez de considerar la cortesía como delito o negligencia, sintiesen que el placer austero que intercambiaban era la prueba de una ventaja que le estuviesen llevando al tiempo y a las cosas.
Con los días, sin embargo, esa dulzura se empezó a agrietar. Entrábamos, como en una casa de fuego, en el verano, girando atontados y perdidos en la luz blanca. La sombra pegajosa de los árboles ya no defendía. Únicamente la madrugada atenuaba el calor, porque la primera luz del alba difundía un ardor que no se disipaba hasta bien entrada la noche. La tribu se agitaba en un sueño intranquilo. En los últimos meses los indios se habían estado acostando temprano para levantarse al alba frescos y decididos. Durante la noche, ni un alma era visible entre el caserío: un silencio pacífico reinaba, sin otra interrupción que los gritos de los pájaros nocturnos. Con los grandes calores, esa disciplina espontánea se deterioró. Yo lo atribuí al principio a ese sol árido que iba subiendo constante y embrutecedor, en el cielo sin límites, pero poco a poco fui comprendiendo que el año que pasaba arrastraba consigo, desde una negrura desconocida, como el fin del día la fiebre a las entrañas del moribundo, una muchedumbre de cosas semiolvidadas, semienterradas, cuya persistencia e incluso cuya existencia misma nos parecen improbables y que, cuando reaparecen, nos demuestran, con su presencia perentoria, que habían estado siendo la única realidad de nuestras vidas. Del mismo modo, el gran río, apacible durante meses, muestra, con detritus, bestias desconocidas y violencia gradual, su fuerza verdadera en los días de crecida.
Las relaciones entre los indios, tan corteses y distantes, fueron derivando hacia el secreteo, la indiferencia, la gresca. Más de uno se volvió impaciente, irritable y, en general, todos parecían aislarse y andaban como perdidos o como sonámbulos. El vino de las mañanas no parecía serles, a esos hombres, fácil de tomar, como si fermentara en pesadumbre y nostalgia. Que algo les faltaba era seguro, pero yo no alcanzaba, viéndolos desde fuera, a saber qué. Espiaban el día vacío, el cielo abierto, la costa luminosa, con la esperanza de recibir, del aire que cabrilleaba, un llamado o una visión. Como sin centro y sin fuerzas derivaban, esperando. La sustancia común que parecía aglutinar a la tribu, dándole la cohesión de un ser único, se debilitaba amenazándola de errabundeo y dispersión. En el trato diario, transparentaban ausencia y hosquedad. Parecían presentir la falta de algo sin llegar a nombrarlo; como si buscaran sin saber qué buscaban ni qué se les había perdido.
Cuando lo comprendieron, todos sus gestos se volvieron mensaje, signo, y poco a poco convergían, vacilando cada vez menos, a la acción. Yo iba leyendo, en sus caras y en sus actitudes, la determinación que crecía en ellos. Un día en que pasaba cerca de una choza vi a una vieja que contemplaba, ya lustrosa y reseca, una calavera. La cara arrugada de la vieja expresaba, sin disimulo, ardor y fascinación. En los días siguientes vi más de un corrillo cabildear y a algunos indios sueltos ir y venir de un grupo a otro llevando y trayendo mensajes y pareceres. Otros preparaban, con pericia entusiasta, flechas envenenadas. Sin que yo supiese de dónde empezaron a reaparecer, en diferentes lugares, las pertenencias del capitán y de mis compañeros: ropa, un casco, una espada, metales, monedas. Todo el mundo quería echarles una mirada, tocarlas, manosearlas. En menos de un año habían adquirido el aire sobado y definitivo de las reliquias. Por el privilegio de su contacto fugaz, más de una vez hubo disputas, e incluso sangre. Venían mezcladas con objetos que yo desconocía, pero cuyo origen era fácil adivinar: collares, piedras, cuchillos, pedazos de madera, tan pulidos y amarillentos que apenas si se distinguían de los huesos, humanos y animales, a juzgar por sus diferentes formas y tamaños, entre los que se traspapelaban. Algunas calaveras rodaban por la arena durante las arrebatiñas frecuentes y violentas. Nadie, sin embargo, las guardaba mucho tiempo entre sus manos, como si además de la atracción desmesurada que ejercían, esos objetos sudaran también veneno.
Una mañana, bien temprano, un rumor me despertó. El día apenas si despuntaba. Una muchedumbre de cuerpos oscuros cintilaba en el aire azul de la playa. Agitación, apuro, entusiasmo, alegría incluso la estremecían. Un centenar de hombres se embarcaba en las canoas alineadas en la orilla y la totalidad de la tribu se arremolinaba a su alrededor, en actitud de despedida. Todo el mundo gesticulaba hablando en voz baja y rápida, un poco ahogada por la excitación contenida. Casi todas al mismo tiempo, las canoas se separaron de la orilla -casi al mismo tiempo en que los hombres subían a bordo también- y empezaron a alejarse, todas a la misma velocidad, río arriba, hasta que se perdieron entre las islas. La tribu se quedó un largo rato en la orilla antes de dispersarse, como si contemplara, con estupor y esperanza, el sol rojizo y grande que subía más allá de las islas, limpiando de oscuridad el aire matinal y sembrando el río violáceo de reflejos quebradizos.
En los días que fueron pasando, las miradas iban, casi continuamente, hacia el gran río destellante y desierto. Las islas bajas que había ido formando yacían en el centro, inmóviles, alargándose río arriba. Del agua no subía ninguna frescura. Y del horizonte blanco y borroso a causa del calor, ningún signo, gradual, se aproximaba. Incertidumbre y ansiedad carcomían, con intensidad creciente, el corazón de los indios. De vez en cuando alguno, abandonando por un momento lo que estaba haciendo, se acercaba a la playa y, con disimulo, fingiendo lavarse las manos u orinar en el agua, miraba río arriba con la esperanza de descubrir la vuelta de las canoas. Otros salían, muchas veces por día, a la puerta de las construcciones a cuya sombra se protegían del calor, y escrutaban el agua. La impaciencia fue haciéndolos abandonar, poco a poco, sus ocupaciones y aproximarse a la orilla. Al principio eran tres o cuatro, el segundo día, un puñado, el tercero ya casi una muchedumbre y, el cuarto, la tribu entera estaba en la playa con la vista fija en el lugar del río, entre las islas chatas y alargadas, por donde habían desaparecido las canoas y por donde, sin duda alguna, esperaban verlas reaparecer.
Llegaron otra vez, cintilantes y azules, no en el alba, como cuando se habían ido, sino en el anochecer, como cuando me habían traído con ellos. Las mismas fogatas que, desde el agua, yo había visto iluminar la playa, se habían encendido esta vez ante mis propios ojos. Todo se repetía, pero ahora los acontecimientos venían a empastarse con otros, similares, que se desplegaban en mi memoria. Lo que se avecinaba tenía para mí un gusto conocido: era como si, volviendo a empezar, el tiempo me hubiese dejado en otro punto del espacio, desde el cual me era posible contemplar, con una perspectiva diferente, los mismos acontecimientos que se repetían una y otra vez -y la impresión de que esos acontecimientos ya se había producido fue tan grande que, mientras veía, en el aire azul, sobre el río que reflejaba las hogueras, venir, con su ritmo rápido y uniforme, las embarcaciones, esperé, durante unos momentos, sin darme cuenta realmente pero de un modo intenso y total, verme a mí mismo, perdido y como hechizado, descubriendo poco a poco, en ese anochecer azul lleno de paz exterior y confusión humana, la oscuridad sin límites que dejaban entrever a mi alrededor esas costas primeras.