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Pero yo no venía en esas embarcaciones -venía, eso sí, un hombre vivo, que tendría, tal vez, mi edad, y se mantenía rígido e inmóvil entre los remeros. Def-ghi, Def-ghi, le decían algunos apenas pisó tierra, cuando el desorden y la multitud les impedían aproximarse a los cadáveres que los miembros de la expedición desembarcaban y depositaban, apilándolos sin muchas consideraciones, sobre la arena de la playa. El prisionero -aunque la palabra, como se verá, es inapropiada- los ignoraba y si de vez en cuando se dignaba mirar a alguno, lo hacía con desdén calculado y menosprecio indiferente. Def-ghi, Def-ghi, insistían los otros, señalándose a sí mismos para atraer la atención del prisionero hacia sus personas. Las mismas sonrisas acarameladas que yo conocía tanto le eran dirigidas, las mismas bromas de mal gusto, tales como simularse enojados y dispuestos a la agresión, para, unos minutos más tarde, deshacerse en carcajadas, la misma ostentación teatral para configurarse un personaje fácilmente reconocible desde el exterior. Adrede, el prisionero ignoraba esos actos de seducción, lo cual contribuía a estimularlos, incitándolos a tanta variedad que en un determinado momento no se sabía si el cambio de actitud era verdadero o fingido y si el paso de la hilaridad a la rabia, del sentimentalismo a la violencia, de la altanería a la obscenidad, era causado por el deseo que tenían de componer una actitud que podía ser aprehendida de inmediato, una modificación deliberada, o si, en realidad, movidos por la indiferencia del prisionero y por la ansiedad que su presencia parecía infundirles, llenos de incertidumbre y confusión, eran como una sustancia blanda e informe que el vaivén del acontecer moldeaba en figuras arbitrarias y pasajeras. Algo, sin embargo, era seguro: el prisionero sabía, desde el primer momento, lo que esos indios esperaban de él, cosa que yo, en cambio, fui adivinando poco a poco y recién después de mucho tiempo -y hoy todavía, sesenta años más tarde, mientias escribo", en la noche de verano, a la luz de la vela, no estoy seguro de haber entendido, aun cuando ese hecho haya sido, a lo largo de mi vida, mi único objeto de reflexión, el sentido exacto de esa esperanza. Lo que pasó en los días que siguieron se adivina, fáciclass="underline" desde la acumulación del deseo en la mañana soleada y tranquila mientras los cuerpos despedazados se asaban sobre las brasas hasta el tendal de muertos y estropeados tres o cuatro días más tarde y el recomenzar vacilante de la tribu, pasando por el placer contradictorio del banquete, por la determinación suicida de la borrachera y por el tembladeral de los acoplamientos múltiples, fantásticos y obstinados, el regreso de los acontecimientos, en un orden idéntico, era todavía más asombroso si se tiene en cuenta que no parecía. provenir de ninguna premeditación, que ninguna organización planeada de antemano los determinaba, y que los días medidos, grises y sin alegría de esos indios los iban llevando, poco a poco, y sin que ellos mismos se diesen cuenta, hasta ese nudo ardiente que era su única fiesta, de la que muchos salían maltrechos y a duras penas y en la que algunos quedaban enredados por toda la eternidad. Era como si bailaran a un ritmo que los gobernaba -un ritmo mudo, cuya existencia los hombres presentían pero que era inabordable, dudosa, ausente y presente, real pero indeterminada, como la de un dios.

Como mi propia sombra, el prisionero se paseaba, un poco olvidado, por el gran claro arenoso en el que humeaban las parrillas. A diferencia de mí que el primer día había deambulado con estupor y miedo por entre la tribu, el prisionero parecía, no únicamente in-diferente y tranquilo, sino incluso, si se tienen en cuenta las poses que adoptaba, un poco decepcionado cuan-do los indios, absortos en la contemplación de las parrillas o perdidos en sus sueños carnales, dejaban de prestarle atención. Parecía esperar de los indios halago o sumisión y se le notaba cierta contrariedad cuando comprobaba que los indios no lo festejaban lo suficiente. Se hubiese dicho que el hecho de haber sido capturado le otorgaba cierta superioridad. Es verdad que, en e1 momento de desembarcar, muchos se le habían acercado, rodeándolo, habían tratado por todos los medios de llamar su atención, y que yo veía recomenzar con él e1 asedio que había sufrido durante los primeros tiempos de mi vida en el caserío, pero contrariamente a lo que sucedía conmigo, él parecía conocer a fondo las razones, y su actitud altanera y desdeñosa mostraba que ese asedio no lo molestaba sino que le confería, por causas misteriosas, un poder desconocido. Era evidente que mi presencia, en cambio, lo fastidiaba. Las miradas desdeñosas que me lanzaba, a diferencia de las que le dirigía a la tribu, pretensiosas y arbitrarias, se espesaban de odio. Más de una vez lo sorprendí observándome con disimulo, como quien estudia a un enemigo. Evitaba, en general, mi mirada, del mismo modo que mirarme directamente, ignorándome para establecer, en este mundo en el que yo parecía contrariarlo, por decisión mágica, mi inexistencia. Cuando lo vi llegar, sobreviviente, en situación idéntica a la mía, pensé que el horizonte desconocido me mandaba un aliado, pero un vistazo rápido le había bastado para reconocerme en medio de la tribu y desde ese momento había sido para mí pura evasiva y hostilidad. El sabía. Estaba al tanto, no únicamente de su propio papel, que desempeñaba con fervor y prolijidad, sino también del mío, dándome la impresión más bien desagradable de ser, al mismo tiempo, englobado y rechazado por él. Cuando, en las pausas de frenesí, los indios volvían al asedio, el prisionero se comportaba con ellos como el hombre importante que se digna, sin mucho interés, prestar una atención reticente a las súplicas de la plebe, y después vuelve, con el mismo gesto arbitrario, a sus alturas, sin dejar entrever si en sus decisiones venideras tendrá o no en cuenta los pedidos ni sí lisa y llanamente los ha escuchado. Esa actitud exasperaba a los indios que a veces pasaban, excedidos, de la súplica a la demanda perentoria o a la amenaza. Pero era evidente que esos enojos no espantaban al prisionero. Parecía gobernar, con la simple variación de sus poses exageradas, a la tribu entera. Los asadores, que no eran los mismos de la primera vez, le deparaban la misma cortesía tranquila con que me habían atendido, pero incluso con ellos se mostraba intratable. Todavía hoy me sé preguntar si esa conducta desmedida era un rasgo de carácter o un estilo de interpretación -hoy, esta noche, tanto tiempo más tarde, en que creo saber lo que esos indios esperaban de mí, por haberlo descubierto, poco a poco, en los años que se fueron sucediendo. El prisionero lo sabía desde el principio porque, por pertenecer a alguna tribu no muy lejana, conocía la lengua de los que lo habían capturado o porque, a causa de esa vecindad, su propia tribu había sido objeto de expediciones similares y él debía estar al tanto, por habérselo oído contar a otros, de las razones de su cautiverio. Esas razones establecían, para él, un privilegio del que no se servía, hay que decirlo, con suficiente decencia; por lo que me pareció observar, la extorsión no era del todo ajena a sus manejos y aceptaba, con impudicia, toda clase de obsequios, sin sin embargo darles, a quienes se los ofrecían, la certidumbre de que sus deseos se verían realizados. En esa prebenda pasó un par de meses, hasta que una mañana de otoño en que lloviznaba, en una canoa cargada de alimentos y chucherías, desapareció remando despacio río arriba, silencioso y erguido, sin haber perdido un solo instante ese aire de malhumor y desprecio de quien se siente mal hospedado, entre gente inferior que no merece su excelsa compañía, impasible ante el clamor de la tribu que lo acompañó hasta la canoa como a un príncipe soberano, sin dejar de mostrarle, con sus actos y sus expresiones, hasta qué punto deseaban incrustarse para siempre en su consideración y en su memoria. En el otoño avanzado, en el gris parejo de la tierra, del aire, del agua y del cielo, fue desapareciendo, de a poco, en el horizonte, empastándose en él, como un espejismo más en este mundo que nos depara tantos.

Para ese entonces, los indios ya habían salido, no sin lentitud y dificultad, del agujero negro en el que se hundían, periódicos. En los diez años que viví entre ellos diez veces les volvió, puntual, la misma locura. Lo más singular era que en los meses de abstinencia, ningún signo exterior dejaba traslucir la fuerza desmesurada del deseo que los carcomía. Cuando empecé a orientarme por la selva de su lengua y servirme toscamente de ella, lo que llevó tiempo, más de una vez, curioso, y aunque no de un modo directo, los interrogué. Era como si hubiesen perdido la memoria y no supiesen a qué me estaba refiriendo. No había ni evasiva ni hipocresía en sus respuestas: no, se trataba de olvido o de ignorancia. Esos indios no mentían nunca. Hablaban poco, y siempre por razones precisas. El arte de la conversación les era desconocido. Los cabildeos no eran propiamente conversaciones sino un intercambio de ideas muy precisas que lanzaban, lacónicas, a la concurrencia, que a su vez las recibía sin comentarios. A veces, entre una pregunta y su respuesta podían pasar horas. Y la agitación verbal que a veces ganaba esas reuniones no era el resultado de la abundancia de alocuciones, sino de la repetición, que podía cambiar de fuerza y de velocidad, de dos o tres frases cortas y chillonas, y a veces incluso de una sola palabra. Los saludos convencionales que se dirigían y el exceso de fórmulas corteses parecían ser, desde el punto de vista de ellos, un mal necesario. Esa pobreza oral es para mí prueba de que no mentían, porque en general la mentira se forja en la lengua y necesita, para desplegarse, abundancia de palabras. El olvido y la ignorancia parecían genuinos: era como si una parte de la oscuridad que atravesaban quedase impregnada en sus memorias, emparchando de negro recuerdos que, de seguir presentes, hubiesen podido ser enloquecedores. Sin darse cuenta, exageraban el pudor, horrorizados sin duda alguna, y confusamente, como los animales, de presentir aquello de que eran capaces. En los meses del año en los que la penuria los obligaba a enfrentar lo exterior, el olvido era total y se volvían austeros y fraternales, menos tal vez a causa de sentimientos nobles que por presentir que, para sus fiestas camales, la robustez y la integridad de la tribu eran necesarias. Con el fin del invierno, empezaba el desgaste. El día duradero, en su luz cegadora, iba poniéndolos, abandonados y desnudos, cara a, cara con la evidencia. Pasaban igual que de la apatía al entusiasmo, no a otra estación del año, sino a otro mundo, en el que se olvidaban también de todo, pudor, mesura o parentesco. Iban de un mundo al otro pasando por una zona negra que era como un agua de olvido, y atravesaban, de tanto en tanto, un punto en el cual todos los límites se borraban dejándolos al borde de la aniquilación. Era natural que algunos no volviesen y que muchos saliesen chamuscados, como quien atraviesa un incendio. Ese ir y venir era, creo, para ellos, fuente de desdicha. Bastaba verlos en posesión del objeto tan deseado para darse cuenta de que les quemaba las manos. Y la circunspección de los meses de abstinencia les venía de sentir que los actos cotidianos eran pura apariencia y que ellos debían proceder de un mundo olvidado. Así andaban los indios, del nacimiento a la muerte, perdidos en esa tierra desmedida. El fuego que los consumía, ubicuo, ardía al mismo tiempo en cada uno de los indios y en la tribu entera. Un fuego único que, más que encenderse, de golpe, en cada uno, circulaba continuo por todas partes y de vez en cuando se manifestaba. Llevados y traídos por ese hálito incandescente, no eran más dueños de sus actos que la espiral de tierra en el ciclón de noviembre. Yo crecí con ellos, y puedo decir que, con los años, al horror y a la repugnancia que me inspiraron al principio los fue reemplazando la compasión. Esa intemperie que los maltrataba, hecha de hambre, lluvias, frío, sequía, inundaciones, enfermedades y muerte, estaba adentro de una más grande, que los gobernaba con un rigor propio y sin medida, contra el que no tenían defensa, ya que por estar oculta no podían construir, como con la otra, armas o abrigos que la atenuaran. Yo los sabía capaces de resistencia, de generosidad y de coraje, y diestros en el manejo de lo conocido: bastaba ver sus objetos y la habilidad con que los construían y utilizaban para comprender en seguida que esos indios no se dejaban intimidar por la costra ruda del mundo. Pero eran como náufragos en una balsa tratando de mantener la disciplina a bordo mientras golpea la tormenta, en plena noche y en un mar desconocido.