Diez años están hechos de muchos días, horas y minutos. De muchas muertes y nacimientos también. Lo que cuando toqué la playa en el primer anochecer me era extraño, con el tiempo continuo que nos modela y nos cambia fue haciéndose familiar. Si para cualquier hombre el propio pasado es incierto y difícil de situar en un punto preciso del tiempo y del espacio, para mí, que vengo de la nada, su realidad es mucho más problemática. Ninguna vida humana es más larga que los últimos segundos de lucidez que preceden a la muerte. Veinte, treinta, sesenta, diez mil años de pasado tienen la misma extensión y la misma realidad. Del incendio más colosal no queda más verdad que la ceniza. Pero hay también, en toda vida, un período decisivo, que sin duda también es pura ilusión, pero que sin embargo nos moldea, definitivo. Es una ilusión un poco más espesa que el resto, que se nos prodiga para que, cuando la proferimos, podamos de un modo u otro representarnos la palabra vida. Yo era arcilla blanda cuando toqué esas costas de delirio, y piedra inmutable cuando las dejé, aun cuando mi permanencia en ellas haya sido, teniendo en cuenta la edad a la que estoy llegando, relativamente corta, y aun cuando, en los años que siguieron, haya vivido, en apariencia, tantas cosas que otros llamarían importantes y variadas.
Mi vida entre los indios, por haber durado tanto, no se parecía a la estadía fastuosa de los prisioneros que retenían algunos meses en la tribu y que después mandaban, en canoas cargadas de regalos, hacia el horizonte del río. Aunque me daban algunos privilegios y me protegían sin ostentación, compartí con ellos planes y contingencia. Supieron, eso sí, dejarme al margen de sus fiestas desmedidas. Las últimas veces, para no verlos, me iba solo, durante tres o cuatro días, campo afuera, no por repugnancia sino más bien por pesadumbre, para no ver caer, en los mismos pantanos de años anteriores, a muchos que a menudo me habían mostrado consideración y bondad, despertando en mí algún afecto. El aprendizaje del idioma que hablaban, por ser rudimentario, me resultaba todavía más difícil. Un observador esporádico hubiese podido pensar que ese idioma iba construyéndose según el capricho del que lo hablaba. Más tarde comprendí que aun hasta al capricho nuestro entendimiento le inflige leyes que le dan la ilusión del conocer e incluso en eso la vida de los indios contrastaba con la de los otros hombres entre los que había vivido y viviría. Esa vida me dejó -y el idioma que hablaban los indios no era ajeno a esa sensación-un sabor a planeta, a ganado humano, a mundo no infinito sino inacabado, a vida indiferenciada y confusa, a materia ciega y sin plan, a firmamento mudo: como otros dicen a ceniza. Durante años, me despertaba día tras día sin saber si era oestia o gusano, metal en somnolencia, y el día entero iba pasando entre duda y confusión, como si hubiese estado enredado en un sueño oscuro, lleno de sombras salvajes, del que no me libraba más que la inconsciencia nocturna. Pero ahora que soy un viejo me doy cuenta de que la certidumbre ciega de ser hombre y sólo hombre nos hermana más con la bestia que la duda constante y casi insoportable sobre nuestra propia condición.
A ese horizonte de agua, arena, plantas y cielo, empecé a verlo, poco a poco, como un lugar definitivo. En los primeros meses, en los dos o tres primeros años quizás, mis ojos espiaban lo que vendría a sacarme menos de las penurias que de la extrañeza. Pero esa esperanza fue borrándose con los años. Lo vivido roía, con su espesor engañoso, los recuerdos fijos y sin defensa. Cuando nos olvidamos es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo. Nada nos es connatural. Basta una acumulación de vida, aunque sea neutra y gris, para que nuestras esperanzas más firmes y nuestros deseos más intensos se desmoronen. Recibimos masas continuas de experiencia como el cajón, en la fosa húmeda, paladas de tierra definitiva. En pocas palabras, dos o tres años después de haber llegado era como si nunca hubiese estado en otra parte. No había más que el presente pastoso en el que nuestra lucidez valiente pero endeble se debate y un futuro que anunciaba más repetición que novedad. Mi extrañeza, de ese modo, iba acompañada no de asombro sino de indiferencia. En el vaivén de las estaciones, mi cuerpo, densidad sin destino propio y sin memoria, era llevado y traído, en un lugar salvaje, por la estampida lenta de los acontecimientos, y de ese sistema familiar y desconocido a la vez vendría a sacarme, caprichosa, la muerte. Mi vida ya no soñaba, abierta, con ninguna diversidad.
Es, en general, lo que no se ha previsto lo que sucede. Una tarde, los indios me vinieron a buscar, muy excitados, a mi choza. Yo los había visto discutir a menudo, en voz baja, en los días anteriores, lanzándome miradas que creían disimuladas. Pero del mismo modo habían actuado otra veces, por ejemplo cada vez que se disponían a proponerme algún trabajo o alguna invitación. La primera vez que me habían llevado a cazar con ellos, o cuando me habían pedido, ante la amenaza de una tormenta, ayuda para desenterrar sus legumbres, había habido cabildeos semejantes. Pero lo que difería ahora era que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, el asedio a mi persona, que la convivencia había contribuido a disminuir, cobraba de golpe una intensidad inesperada.
Cuando salí, comprobé que afuera me esperaba el clamor de los días excepcionales. La tribu entera se agolpaba alrededor de mi casa. Tres o cuatro indios me sacaron, empujándome casi, no para hacerme daño, sino para que me apurara, e incluso sin ninguna finalidad, haciendo gestos bruscos únicamente porque su excitación era tan grande que apenas si podían dominarla. Me fueron escoltando, a duras penas, entre la muchedumbre que forcejeaba por acercárseme, hacia la playa. Todos me toqueteaban, me sacudían, me acariciaban incluso, trataban de detenerme y, sobre todo, para llamarme la atención, asumían otra vez esas poses exageradas a las que los ojos suplicantes y vencidos restaban veracidad. Esas miradas, en las que parecía acumularse la última esperanza que les quedaba, son la imagen más fuerte que me quedó de ellos y la última prueba también de la persistencia de aquello que, con sus actitudes tan poco naturales, trataban de vencer o disimular. Puede decirse que, de algún modo, son esas miradas las que me ayudan a sostener, en la noche nítida, la pluma. Los ojos de los indios traicionaban siempre esa presencia inenarrable. Nunca vi a nadie hundirse en un pantano, pero pienso que, en tal situación, cuando hasta la posibilidad de debatirse le está vedada y se ve obligado a la inmovilidad para no colaborar con lo que se lo traga, los ojos de un hombre atrapado en un abismo viscoso no deben mirar de otra manera. Esas miradas, que tantos hombres han aprendido a disimular, son como el reverso que refuta, constante, la carnadura falsamente orgullosa de lo visible. Son ellas las que demuestran que la compasión es justificada pero inútil, las que desmantelan, con su pavor discreto, el lujo de la apariencia. Pese a su brillo apágado, empañadas por lo que las obsede, son sin embargo, o a causa de ello tal vez, meridianas. De tanto denotar sus orígenes, se vuelven esclarecedoras: el que las ve en su insistencia desesperada, el que percibe, a pesar de los esfuerzos que tratan de ocultarlo, su sentido, puede considerarse al tanto del precio de este mundo.
Me habían preparado, como a mis predecesores, una canoa cargada de comida que se balanceaba en la orilla. Divididos entre la voluntad de abrirme paso y de hacérseme presentes, los indios se agitaban con gestos contradictorios que instauraban un desorden ruidoso en la muchedumbre. Los últimos metros los atravesé casi en el aire, soliviantado por brazos fuertes y ansiosos, hasta que me encontré sentado, como por milagro, en la canoa. Casi al mismo tiempo, varios indios, entrando en el agua, la empujaban río abajo. Yo los dejaba, inmóvil, sin siquiera haber tocado el remo, viendo, mientras me alejaba, la muchedumbre arracimada en la playa, de la que los más próximos a la canoa, con el río que ya estaba llegándoles casi a la cintura, parecían los últimos islotes de un continente atormentado que se adentraba en el océano. Muchos corrían río abajo, por la orilla, gesticulando hacia la canoa. Uno se zambulló y se puso a acompañarla a nado. Cada dos o tres brazadas se paraba y, emergiendo del agua, me hacía gestos desmesurados y se golpeaba el pecho; después volvía a zambullirse y seguía nadando. Yo me aferré por fin al remo, para orientar mejor la embarcación. A medida que me alejaba, lo que transcurría ante mis ojos iba ganando sentido en vez de perderlo, y el conjunto de la tribu, sacudida por un clamor ambiguo, fue por primera vez una evidencia que yo podía percibir desde afuera, hasta tal punto que el que nadaba a mi lado, o los que seguían corriendo por la orilla para acompañar la canoa, con el fin de hacerse notar, de que yo los reconociese y los guardase más que a los otros o más frescos en mi memoria, por el hecho mismo de haberse separado de la tribu, en vez de volverse más nítidos, paradójicos, se borraban. Es verdad que ahora puedo recordarlos por separado, pero no son más que el que nadaba junto a la canoa o los que seguían corriendo por la orilla, sin que pueda afirmar, a ciencia cierta, que era ése el papel que hubiesen querido representar. Pero, por fin, también ellos pararon. El nadador se dirigió, chorreando agua, agobiado por el esfuerzo, hacia la orilla, y los otros corrieron un trecho más y se quedaron inmóviles. Los ¡Def-ghi! ¡Def-ghi! que habían estado dirigiéndome hasta último momento, dejaron de oírse y ya casi nadie gesticulaba, nadie hacía señas ni realizaba actos irrisorios que le hicieran distinguirse de la muchedumbre anónima, de modo que yo podía verlos, estáticos y numerosos, contra el fondo de árboles que se abría en semicírculo detrás de la playa, más acá de las construcciones que dejaban ver, fragmentarias, la vegetación, bajo el sol único que ya declinaba sobre la tierra amarillenta, en un cielo verdoso, enfrentados al río salvaje que apenas si agitaba, avanzando, la canoa. Mientras me alejaba río abajo, sin destino conocido, sentía algo que recién esta noche, sesenta años más tarde, cuando ya no se despliega, frente a mí, casi ningún porvenir, me atrevo, sin estar sin embargo demasiado seguro, a formular: que no venía nadie, remando río abajo, en la canoa, que nadie existía ni había existido nunca, fuera de alguien que, durante diez años, había deambulado, incierto y confuso, en ese espacio de evidencia. Así hasta que un recodo del río borró, abrupto, la visión, y salí de ese sueño para siempre.