La corriente me iba llevando, firme, en el atardecer. Yo orientaba con el remo, y sin mucho esfuerzo, la canoa. Durante horas no se oía más que el ruido del remo y a veces el tumulto de pájaros que ese ruido ocasionaba cuando me aproximaba demasiado a la orilla; sin ruido, adormilados, los yacarés bajaban del barro de las costas carcomidas al agua. A veces, un pescado saltaba y sin ser totalmente visible en la superficie a la que había subido para mandarse, de una boqueada, alguna minucia comestible, se dejaba adivinar por el ruido que hacía, más o menos intenso según su tamaño, y por el penacho de agua blanquecina que levantaba. Los he visto amarillos, como acorazados de oro, atigrados, de un verde cobrizo, con cabezas de gato o de serpiente, algunos dos veces más altos que un hombre, gordos como vacas -diversidad viva y misteriosa que ha hecho de ese río su hogar. Insectos, pájaros, pescados, bestias y hasta monstruos si se quiere: de toda esa fiebre animal yo, con la lucecita encendida dentro de mí, como la llama de una vela capaz de resistir a todos los vientos, que hubiese debido abarcarlos con mi propio ser, derivaba, perdido y abandonado, en la exterioridad pura. Llegó la noche. Era una noche sin luna, muy oscura, llena de estrellas; como en esa tierra llana el horizonte es bajo y el río duplicaba el cielo yo tuve, durante un buen rato, la impresión de ir avanzando, no por el agua, sino por el firmamento negro. Cada vez que el remo tocaba el agua, muchas estrellas, reflejadas en la superfície, parecían estallar, pulverizarse, desaparecer en el elemento que les daba origen y las mantenía en su lugar, transformándose, de puntos firmes y luminosos, en manchas informes o líneas caprichosas de modo tal que parecía que, a mi paso, el elemento por el que derivaba iba siendo aniquilado o reabsorbido por la oscuridad.
El cansancio me llevó a la orilla. Me dormí en la canoa. En el alba, una voz me despertó. Tiene barba, decía, cautelosa, pero no lejos de mis oídos. Cuándo abrí los ojos, dos barbudos, que aferraban armas de fuego, inclinados hacia mí, me observaban, sorprendidos. Cascos relucientes coronaban sus cabezas; parecían cansados y un poco simples. Como yo dormía con la cabeza hacia tierra y ellos estaban inclinados hacia mí desde la orilla, al principio tuve un sobresalto, porque vi sus caras al revés y creí -salía de un sueño-, que eran una especie particular de aborígenes, a los que la naturaleza les había dado, por capricho, cabezas invertidas, pero al incorporarme, brusco, asustando un poco a los dos hombres que se irguieron amenazándome con sus armas, pude comprobar que las cabezas estaban en el lugar adecuado y que las caras que me contemplaban no sin espanto se parecían mucho a tantas otras que había visto, durante mi infancia, en los puertos. Para apaciguarlos, empecé a contarles mi historia, pero a medida que hablaba veía crecer el asombro en sus expresiones hasta que, después de un momento, me di cuenta de que estaba habiéndoles en el idioma de los indios. Traté de hablar en mi lengua materna, pero comprobé que me la había olvidado. Con gran esfuerzo, logré al fin proferir algunas palabras aisladas, formulándolas, por costumbre, con la sintaxis peculiar de los indios, lo cual, si bien no aclaró las explicaciones, les dio, a los dos hombres, junto con mi aspecto físico, la prueba de que, como ellos, también yo era un extraño en ese lugar de pesadilla.
Me ordenaron que los siguiera. Río abajo, en la orilla, había un campamento y, un poco más lejos, una nave inmóvil en medio del río. Todo tenía, en el alba avanzada, ese color singular que anuncia días de exclusión y delirio. Las barbas de los hombres, como máscaras rígidas, envolvían expresiones pálidas y un poco ansiosas. Por la dificultad mutua en el trato, me doy cuenta de que diez años entre los indios me habían desacostumbrado a esos hombres. Cuando llegamos al campamento, los hombres me sustrajeron a la curiosidad de los subalternos que trabajan en la orilla, y me llevaron en presencia de un oficial que empezó a interrogarme sin que yo, a pesar de mis esfuerzos bien intencionados, lograra entender gran cosa. Sus palabras, que él profería con lentitud para facilitar mi comprensión, eran puro ruido, y los pocos sonidos aislados que me permitían representarme alguna imagen precisa eran como fragmentos más o menos reconocibles de un objeto que me había sido familiar en otras épocas, pero que ahora parecía haber sido despedazado por un cataclismo. Y, contrariamente, a cada silencio que el oficial hacía para dejarme intercalar la respuesta, las pocas palabras en nuestro idioma común que yo era capaz de formular, venían como envueltas entre los racimos o las redes de las que había aprendido entre los indios y que parecían, como las plantas que crecían en la región, más fuertes, más rápidas, más fáciles y más numerosas. Al final, terminamos comunicándonos por señas: sí, había indios a menos de una jornada, río arriba; contra la corriente, tal vez llevaría más tiempo llegar; se llamaban colastiné; no, no tenían ni oro ni piedras preciosas, pero lanzas y arcos y flechas, en cambio, sí; sí, sí, comían carne humana. El oficial sacudía la cabeza, un poco impaciente. Aunque, como lo supe más tarde, era la primera vez que pisaba esa tierra, consideraba cada una de mis respuestas rudimentarias como la confirmación de sus propias sospechas y pareceres, y tomaba cada una de las características de los indios, por inocente que fuese, como una afrenta personal. Tuve la impresión de que hasta yo le parecía sospechoso, como si mi larga permanencia en esa tierra me hubiese contaminado de alguna fuerza negativa Por poco me manda al calabozo, pero a último momento condescendió a ponerme en manos de un cura. Ese oficial era lo que en estas naciones se suele llamar una bellísima persona: tenía el pelo y la barba negros, lacios y bien recortados, un cuerpo atlético y proporcionado, la piel bronceada y saludable a causa de su largo comercio con el mar y con la intemperie y aun en ese amanecer insólito, en esas costas barrosas que acechaban, con atención disimulada, cocodrilos, arañas y naturales, parecía vestido como para asistir a un baile en la corte, con camisas almidonadas, metales relucientes, rígido, lustroso y elegante. Cuando se juzgó lo bastante informado pareció olvidarse de mi presencia y empezó a dar órdenes que sus subalternos ejecutaban con rapidez y devoción -en los pocos días en que tuve ocasión de observarlo pude comprobar que los marineros y los soldados lo veneraban y sus bromas, siempre lacónicas y envaradas, contribuían a aliviar no poco los trabajos brutales de todos los que estaban bajo su mando, como si él fuese consciente de los privilegios que ese mando suponía y sintiese compasión y hasta cierto amor por sus hombres, pero apenas lo tuve enfrente sentí por él una especie de repulsión que en los días siguientes no hizo más que aumentar. Los hombres volvieron, rápidos, al barco anclado en medio del río, llevándome con ellos, y durante un par de horas prepararon, con despliegue de armas y de gritos, una expedición. Hasta el anochecer, el barco navegó río arriba y volvió a inmovilizarse lejos de las orillas. Yo pasé la noche en un rincón de cubierta, asistido por el cura que, después de darme de comer, entre largos momentos de silencio, me interrogaba con dulzura pero sin resultado: el cansancio, o esos acontecimientos inciertos y distantes que transcurrían, para, al parecer, mis sentidos, no encontraban, en el fondo de mi ser, un lenguaje que los expresara. A la mañana siguiente, el oficial me volvió a interrogar, señalándome las orillas y, con ademanes, le expliqué que el caserío no estaba lejos y, como estábamos cerca de la borda, comprobé que durante la noche otra nave había anclado cerca de la nuestra. De la segunda, varias embarcaciones cargadas de hombres armados se aproximaban a la nuestra, en la que también la tripulación se preparaba. Hasta último momento, el oficial parecía dispuesto a llevarme con él en su expedición, pero esa especie de desconfianza hacia mi persona, que le venía tal vez de haber adivinado, aun sin darse cuenta, la repulsión que me inspiraba, lo indujo no únicamente a dejarme a bordo, sino a mandarme con el cura a la bodega, como si temiese de mí traición o maleficio. Debo decir que en los primeros tiempos la curiosidad que despertaban ni aventura y mi persona venía mezclada de sospecha y de rechazo, como si mi contacto con esa zona salvaje me hubiese dado una enfermedad contagiosa, y, por el he-cho de haber sido sustraído durante tanto tiempo a la zona a la que esos hombres pertenecían, yo hubies vuelto a ellos contaminado por lo exterior.
La expedición salió a media mañana y volvió al anochecer; habían encontrado los árboles, la playa semicircular, el caserío, pero ni rastro de los supuestos habitantes. Ceniza todavía tibia se mezclaba a la tierra arenosa. El oficial me mandó llamar para interrogarme por tercera vez. El cura me acompañaba. Con señas cansadas, con frases fragmentarias que mezclaban palabras en los dos idiomas y otras que los combinaban sin existir en ninguno de los dos, a pedido del oficial conté que sin duda los indios habían visto llegar las naves y que, como yo había podido observarlo varias veces durante las crecidas o ante el peligro de invasión por alguna tribu vecina, se habían retirado hacia el interior de las tierras. El oficial, entrecerrando los ojos, sacudía la cabeza con movimientos lentos y afirmativos, como si él ya hubiese previsto ese desaire. De sus gestos parecía emanar la convicción de que los indios, en vez de replegarse tierra adentro al verlo llegar con sus embarcaciones llenas de soldados armados, hubiesen debido, en razón de quién sabe qué obligación, quedarse a esperarlo. Era como si ese oficial hubiese tenido la pretensión de que los indios conociesen de antemano los planes que él concebía respecto de ellos y que, aprobándolos sin vacilar, realizasen todos los actos que exigía su consumación. Para el oficial, la idea de que los indios pudiesen tener un punto de vista propio sobre esos planes parecía inconcebible.
Después de haberme vaciado con preguntas que se repetían, inútiles, me transfirieron, con cura y todo, a la otra nave. Nuevos oficiales se encargaron de mí, interrogándome bajo la mirada curiosa de los marineros, hasta que me relegaron a un rincón cualquiera de la cubierta. A la ropa que me habían dado para ocultar mis genitales el primer día, se agregó una camisa y un calzado que, al principio, no hubo forma de hacer entrar. La ropa me raspaba la piel, me hacía sentir extraño, lejos de mi cuerpo, pero poco a poco me fui olvidando de que la llevaba puesta y me acostumbré a ella. A la mañana siguiente, el cura me despertó para recortarme la barba y el cabello y darme algo de comer. Por él supe que una nueva expedición había salido, al alba, hacia la costa y que, a partir de ese momento, nuestra nave había empezado a navegar río abajo. Me asomé a la borda, pero no vi más que el gran río salvaje, que corría hacia el mar, y las costas vacías y silenciosas. No había ni rastro de indios o soldados, y eso que no hacía mucho que navegábamos. Nos detuvimos recién al anochecer. De las orillas que había venido dejando atrás y que ahora flanqueaban, a lo lejos, la nave detenida, agobiaba tanta mudez. Yo escrutaba el horizonte de agua, sin saber bien por qué. Esa noche, después de su ausencia periódica, salió la luna, un arco amarillo. Yo contemplaba, desde la cubierta invadida de mosquitos, por entre los mástiles y las cuerdas, numerosas, las estrellas. Pero ningún ruido subía hacia ellas; de río arriba no llegaba, hasta la cubierta adormecida, más que el mismo silencio ininterrumpido del día entero.