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Nada distinto sucedió al siguiente. Al alba seguimos navegando río abajo y al anochecer volvimos a anclar. La tripulación parecía desinteresarse por completo de la nave que habíamos dejado más arriba, entre islas chatas y olvidadas. Yo era el único que miraba, ansioso, más allá de la estela que íbamos dejando. En el amanecer del tercer día, los signos tan buscados llegaron: como, contrariamente a nuestra nave, no se habían detenido durante la noche, muchos cadáveres nos habían sacado ventaja y flotaban más allá de la proa. Había no pocos soldados, pero en su mayoría eran indios. Había hombres, viejos, mujeres, criaturas. De los soldados, muchos llevaban una flecha clavada en el pecho o en la garganta. Corrí a la popa y pude comprobar que, al igual que a la proa, e incluso a babor y a estribor, muchos cadáveres se le acercaban, flotando casi con la misma rapidez que la nave, de modo tal que durante los dos o tres días que fueron pasando, la nave seguía su rumbo río abajo escoltada por una muchedumbre de cadáveres. Los marineros señalaban a algunos soldados cuyos rostros dormidos emergían del agua, satisfechos de reconocerlos. Pero los oficiales dieron orden de dejarlos flotar. Eran, entre indios y soldados, muchos muertos rígidos y borrosos, como una procesión callada derivando cada vez más rápido hasta que, cuando el río alcanzó la anchura de su desembocadura, en el mar dulce que había descubierto, diez años antes, el capitán, los cadáveres se dispersaron y se perdieron en dirección al mar abierto y hospitalario. Ese mismo día supe que a ese mar la nave lo cruzaría, como a un puente de días inmóviles, bajo un sol cegador, hacia lo que los marineros llamaban, no sin solemnidad obtusa, nuestra patria.

Día tras día, el idioma de mi infancia, del que no habían parecido persistir, en las primeras horas, más que pedazos indescifrables, fue volviendo, íntimo y entero, a mi memoria primero, y después poco a poco a la costumbre misma de mi sangre. El cura, con su insistencia, me ayudaba, pero en él la sospecha hacia mi persona, a pesar de que cumplía puntual con su deber de caridad, era más grande que en los otros, porque parecía convencido, como pude ir dándome cuenta por la orientación de sus preguntas, de que la compañía de los indios, de los que él, por otra parte, no sabía nada, había sido para mí una ocasión de probar todos los pecados. Ese cura, que durante tres o cuatro meses se ocupó de mi persona hasta que, aliviado, pudo dejarme en buenas manos, veía mi proximidad como la del demonio y de no haber sido por su rectitud y por su observancia meticulosa de las obligaciones eclesiásticas, me hubiese abandonado, porque era evidente que mi persona le inspiraba más miedo que compasión. La desconfianza que yo despertaba alcanzaba en el cura más certidumbre que en ningún otro: si yo hubiese sido leproso, me hubiese sin duda rozado con más naturalidad. Ese resquemor hacia mi persona fue, en los primeros tiempos, tan generalizado, que por momentos llegué a preguntarme si no había habido, en mi sobrevivencia y en mi larga estadía entre los indios, algún delito secreto del que cualquier hombre honrado debía sentirse culpable, o si los indios, sin que yo lo supiese, me habían hecho solidario de su esencia pastosa, y yo andaba paseándome entre los hombres como un signo viviente que era evidente para todos menos para mí. El viaje y la llegada fueron puro interrogatorio y miradas discretas o escrutadoras de hombres que trataban de arrancarme cosas que, en el fondo, los obsesionaban a ellos pero que yo desconocía. Oficiales, funcionarios, marineros, sacerdotes, parecían padecer la misma obsesión de la que, como yo, también ignoraban todo. Y de las sospechas insistentes y sin contenido con que consideraban mi persona, ni ellos ni yo podíamos decidir si eran o no justificadas.

Un solo hombre no las sintió, menos por piedad que por discreción. Ese hombre, el padre Quesada, murió hace más de cuarenta años. Cuando el cura que me acompañaba en el barco y que me trajo hasta aquí como se puede traer una brasa en la palma de la mano, después que fui interrogado, estudiado, llevado y traído por sabios y cortesanos, preocupado más por su salvación que por la mía, y convencido, por su misma credulidad, de que ambas estaban ligadas, empezó a sentir que llegaba el momento de librarse de mi persona, sugirió a algunos principales que no había para mí más destino posible que la religión. Gracias a la convicción que ese cura tenía de que en mí residía el demonio, pude conocer al padre Quesada. Con él pasé siete años en un convento desde el que se divisaba, en lo alto de una colina, un pueblito blanco.

Desde que los soldados, en el amanecer, me encontraron durmiendo en la canoa, hasta la media tarde en que a caballo llegué, custodiado, al convento, habían pasado muchos meses que me fueron hundiendo, como en un charco de agua turbia, en la tristeza. En la boca, las palabras se me deshacían como puñados de ceniza, y todo parecía, en el día indiferente, desolador. La tentación de no moverme, de no hablar, de volverme cosa olvidada y sin conciencia, me iba invadiendo, día tras día. Durante cierto período, la caída de una hoja, una calle en el puerto, el pliegue de un vestido o cualquier otra cosa insignificante, bastaban para que casi me pusiese a llorar. A veces podía sentir que algo dentro de mí se adelgazaba hasta casi desaparecer y el mundo, entonces, empezando por mi propio cuerpo, era una cosa lejana y extraña que mandaba, en lugar de significación, un zumbido monótono. Cuando no me asediaban esos extremos, atravesaba, como entredormido, los días, insensible al espesor y a la rugosidad de las cosas, y empobrecido por la indiferencia. En pocos meses, empezó a serme difícil cualquier gesto o movimiento. Pasaba horas enteras parado junto a una ventana, sin ver ni el vidrio ni el exterior. Mi primer deseo, al despertarme a la mañana, era que la noche llegara pronto para poder echarme a dormir. Cuando no andaban llevándome y trayéndome para preguntas y observaciones, me quedaba el día entero en mi camastro, en un entresueño vacío. Era como si, sin haberlo pensado nunca hasta ese entonces, le estuviese pidiendo ayuda al olvido para sacarme de algo que me enterraba bajo capas cada vez más espesas de pena sin causa y de pesadumbre.

De esa miseria me fue arrancando, con su sola presencia, el padre Quesada. No era únicamente un hombre bueno; era también valeroso, inteligente y, cuando estaba en vena, podía hacerme reír durante horas. Los otros miembros de la congregación simulaban reprobarlo; en el fondo, lo envidiaban. Cuando yo lo conocí, tenía cincuenta años: la barba entrecana y los cabellos revueltos y ya algo ralos lo avejentaban un poco, pero su cuerpo era espeso y musculoso, y la cabeza se mantenía firme entre los hombros gracias a un cuello tenso y lleno de vigor. Las venas, los músculos, la piel, siempre oscura y quemada por el sol, recordaban las raíces y la leña seca y retorcida. Cuando lo vi por primera vez, estaba volviendo al convento de un paseo a caballo, de modo que entró después que yo y mi custodia y recuerdo que oí los cascos del caballo antes de ver al jinete y que me di vuelta cuando observé la mirada vagamente reprobatoria que le dirigía el fraile que nos estaba recibiendo. Su pelo revuelto y entrecano se recortaba, largo y sedoso, contra el sol declinante, y el sudor le corría por la frente y los pómulos, para ir a perderse, un poco sucio, entre la barba gris. De su persona emanaba una insolencia resignada y generosa. Supe, por la mirada rápida que me dirigió, que adivinaba mis penas, las justificaba y las compadecía. Y, sin embargo, esa mirada era sonriente, casi irónica, como si él hubiese visto más claramente que yo en mi propio misterio y hubiese retrotraído, gracias a su comprensión, el sufrimiento a una dimensión tolerable. Esa mirada irónica, que tanto irritaba a sus pares, tenía la firmeza de un metal al que la llama trabaja, constante, sin lograr su destrucción. En ese sentido, puede decirse que era menos humana, ya que desconocía la inquietud errabunda del pánico y de la distracción resignada. Ese primer encuentro, que duró unos pocos segundos me dio no tanto coraje ni lucidez, como, leve y confusa, alguna esperanza. El padre Quesada nos saludó con una inclinación de cabeza, y dirigió el animal hacia los establos.

Era un hombre erudito, e incluso sabio. Todo lo que puede ser enseñado lo aprendí de él. Tuve, por fin, un padre, que me fue sacando, despacio, de mi abismo gris, hasta hacerme obtener, por etapas, lo máximo que puede acordarnos este mundo: un estado neutro, continuo, monocorde, equidistante del entusiasmo y de la indiferencia y que, de tanto en tanto, por alguna exaltación modesta, se justifica. No fue fácil; más que el latín, el griego, el hebreo y las ciencias que me enseñó, fue dificultoso inculcarme su valor y su necesidad. Para él, eran como tenazas destinadas a manipular la incandescencia de lo sensible; para mí, que estaba fascinado por el poder de la contingencia, era como salir a cazar una fiera que ya me había devorado. Y, sin embargo, me mejoró. Le llevó años, y fue el amor a su paciencia y a su simplicidad, más que al conocimiento, lo que sostuvo mis esfuerzos. Después, mucho más tarde, cuando ya había muerto desde hacía años, comprendí que si el padre Quesada no me hubiese enseñado a leer y escribir, el único acto que podía justificar mi vida hubiese estado fuera de mi alcance.

Me acuerdo que, en los primeros días, no volví a encontrarlo, y después supe que se había ido a Córdoba y a Sevilla a discutir con amigos y a buscar unos tratados. Su saber le daba libertades que los otros miembros de la comunidad consideraban excesivas, pero como no pocas autoridades venían a consultarlo, no les quedaba más remedio que tolerarlo.

En el caballo me había parecido grande, pero cuando lo volví a ver, a pie y en una de las galerías del convento, comprobé que era de baja estatura. Era, sin embargo, la pequeñez de su cuerpo lo que parecía irradiar, multiplicándola y reconcentrándola, su fuerza. Pero se trataba de una fuerza discreta, ajena a toda ostentación y, desde luego, a toda violencia. Era, tal vez, no tanto una fuerza como una firmeza, una cualidad que, a pesar de su modestia o incluso de sus arranques de orgullo, usaba menos para convencer o para transformar que para mantenerse impasible. Tenía una forma particular de humildad, consistente en ridiculizarse a sí mismo con expresiones pensativas y zumbonas, lo que era festejado no tanto por los que lo querían como por los que lo detestaban, deseosos, sin duda, de confirmar sus calumnias en la realidad. La risa excesiva y vulgar con que recibían la caricatura que el padre hacía de sí mismo era como la prueba audible, a causa de su desmesura, de esa esperanza. Y el padre, que se daba cuenta, insistía en ponerse en ridículo, por pura caridad. Los pocos qué lo querían en el convento se apesadumbraban, y él simulaba ignorarlo, como si exigiese de ellos la misma humildad. Yo, que no me hubiese atrevido a hacerle ninguna objeción, percibía, un poco a distancia, por ser recién llegado, la situación, y no lograba saber si había o no algún cálculo en su actitud porque, al ir conociendo poco a poco a los otros religiosos, me daba cuenta de que, bajo su aspecto piadoso y bonachón, muchos de ellos, por tener la autoridad de su parte, eran capaces de cometer los delitos más grandes. Sin duda el padre Quesada deponía su orgullo para no herirlos, ya que eran ignorantes, supersticiosos, mezquinos, acomodaticios, leguleyos y pueriles, pero también para protegerse, porque, a pesar de sus aires mansos y mesurados, eran capaces de mandar a un hombre a la hoguera. El padre Quesada tenía, sin duda, desde el punto de vista de la religión, algunos defectos; pero los otros religiosos los tenían también, sin poseer, en cambio, ninguna de sus virtudes. Se murmuraba que, en Córdoba y en Sevilla, adonde iba con frecuencia, el padre tenía concubinas, cosa que, aparte de serme completamente indiferente, nunca se me dio por comprobar. Lo que es seguro era su amor desmedido por el vino, pero esto, me parece, en vez de corromperlo lo mejoraba. Las cualidades que cuando estaba fresco disimulaba por humildad, cuando había tomado un poco de vino en compañía de sus amigos salían a la luz del día, y, sin que él mismo lo advirtiese, lo mostraban todavía más digno de amor. Durante noches enteras nos maravillaba y nos hacía reír, y todos los temas de conversación le eran familiares. Era un filósofo fino y abierto, un razonador paciente y exacto, pero la vida de todos los días le interesaba tanto como la física o la teología. Al final, cuando ya había tomado demasiado, se ponía triste, pero de una tristeza generosa, por los destinos ajenos, ya que del suyo propio ni una sola vez en siete años lo oí quejarse. Ya en las madrugadas que no refrescaban, un poco sudoroso a causa del vino, se quedaba silencioso, mirando el vacío sin parpadear, y de pronto, sacudiendo la cabeza, empezaba a hablar, por ejemplo, de Simón Cireneo, compadeciéndolo por ese azar que lo había puesto en el camino de la cruz transformándolo en instrumento del calvario, o de San Pedro que, después de haber negado tres veces a Jesucristo, se había echado a llorar. A esa altura, sus amigos se dirigían sonrisas disimuladas y empezaban a despedirse, seguros de que cinco minutos más tarde el padre ya estaría roncando en su sillón. Yo lo incitaba a levantarse, y él, dócil y distraído, se dejaba acompañar, apoyándose contra mi hombro, hasta su celda, y antes de que yo hubiese cerrado la puerta detrás de mí, dejándolo estirado sobre su cama, ya se había dormido. Ese gusto por el vino fue creciendo con los años y las reuniones con los amigos, que en los primeros meses de mi estancia en el convento se hacían una vez por mes, o una vez cada quince días, en los últimos tiempos tenían lugar una vez por semana e incluso hasta dos o tres. El padre decía que sentía dolores fuertes en la espalda, y que únicamente el vino se los hacía pasar. En los últimos meses de su vida, sin embargo, no tomaba más nada, y todavía hoy me pregunto si no fue eso lo que lo mató. Lo cierto es que una mañana salió temprano a caballo, y que unas horas más tarde el animal volvió solo al establo; cuando lo encontramos, al anochecer, en la sierra solitaria, estaba muerto, sin herida visible, a no ser un poco de sangre que le había salido por la nariz y que ya se había secado sobre su barba blanquecina, pero nunca supimos si fue la caída o un ataque lo que lo mató. Como era pleno verano, ha de haberse ido muriendo, bajo el cielo abierto, de cara a la misma luz intensa e indescifrable que había enfrentado su inteligencia en los días de su vida.