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Si se ocupó de mí, fue por compasión, no por curiosidad, aunque a medida que fue conociéndome, mi caso, como a veces se le decía a mi situación peculiar, empezó a interesarle más y más. Debo decir que la muerte del capitán y de mis compañeros, que había tenido lugar ante los ojos mismos de la gran mayoría de la tripulación que había quedado en los barcos y que observaba la escena desde la borda, cuando esos barcos regresaron a sus puertos de partida, se había difundido por todas las grandes ciudades y durante muchos meses había sido discutida, amplificada, tergiversada, y llevada y vuelta a traer sin descanso de los puertos a las cortes y de las cortes a los centros comerciales. Varios casos semejantes habían ocurrido en otros puntos del África o las Indias. En uno de ellos, unos indios habían secuestrado a un grupo de marineros y el resto de la tripulación, en vez de retirarse, decidió, después de largas deliberaciones, acudir en su rescate, pero cuando la tripulación llegó al caserío de los indios fue para descubrir que los indios se habían comido crudos a sus prisioneros y apenas si quedaban de ellos algunos huesos filamentosos y algunos cráneos pelados. La condición misma de los indios era objeto de discusión. Para algunos, no eran hombres; para otros, eran hombres pero no cristianos, y para muchos no eran hombres porque no eran cristianos. El padre Quesada me hacía, de tanto en tanto, durante las lecciones, preguntas que a veces me desconcertaban, pero cuyas respuestas él anotaba, haciéndomelas repetir para obtener detalles suplementarios. ¿Tenían gobierno? ¿Propiedades? ¿Cómo defecaban? ¿Trocaban objetos que fabricaban ellos con otros fabricados por tribus vecinas? ¿Eran músicos? ¿Tenían religión? ¿Llevaban adornos en los brazos, en la nariz, en el cuello, en las orejas o en cualquier otra parte del cuerpo? ¿Con qué mano comían? Con los datos que fue recogiendo, el padre escribió un tratado muy breve, al que llamó Relación de abandonado y en el que contaba nuestros diálogos. Pero debo decir que, en esa época, yo estaba todavía aturdido por los acontecimientos, y que mi respeto por el padre era tan grande que, intimidado, no me atrevía a hablarle de tantas cosas esenciales que no evocaban sus preguntas.

Una vez, en una de las reuniones con los amigos, le oí decir, con una sonrisa, sacudiendo un poco la cabeza, que los indios eran hijos de Adán, putativos sin duda, pero hijos de Adán, lo cual significaba para él que eran hombres. Yo, silencioso, pensé esa noche, me acuerdo bien ahora, que para mí no había más hombres sobre esta tierra que esos indios y que, desde el día en que me habían mandado de vuelta yo no había encontrado, aparte del padre Quesada, otra cosa que seres extraños y problemáticos a los cuales únicamente por costumbre o convención la palabra hombres podía aplicárseles.

El convento, que hubiese debido ser un lugar de retiro, era un ir y venir interminable. Los religiosos de buena familia tenían sus propios servidores, y los extraños entraban y salían a toda hora: eran parientes, visitas, campesinos, artesanos, vendedores y muchos religiosos de paso por la región que pernoctaban en el convento. Cada fraile recibía a sus amigos, a sus protectores, y más de uno a sus queridas. Los novicios eran los mandaderos de los que ya habían sido ordenados, y las fiestas religiosas, que empezaban a la mañana temprano con la misa, se prolongaban un día o dos en diversiones y comilonas. De vez en cuando, el superior reunía a los padres y los exhortaba a la discreción. Pero él mismo, que tenía muchas relaciones entre gente de posición, se lo pasaba recibiendo a artistas y principales y organizando procesiones y justas poéticas en honor de tal o cual santo y de las que exigía que superasen en brillo a las que tenían lugar en los conventos de las inmediaciones. Una vez, un pintor de la corte vino a instalarse entre nosotros para pintar una Cena destinada al refectorio. Permaneció casi un ano en el convento, produciendo un gran revuelo con sus preparativos; nos observaba con atención, de frente, de perfil, nos hacía mostrarle las manos y asumir las poses más extrañas, nos vestía de muchos modos diferentes. Por fin eligió sus modelos y empezó a pintar. El convento entero tenía que estar a su disposición y le daba órdenes a todo el mundo, incluso al superior, que se mostraba con él sumiso y reverencioso, pero parecía sentir un gran placer por tenerlo en el convento y le concedía hasta lo menores caprichos. Ese pintor siempre estaba pidiendo cosas que había que procurarle en el acto, e incluso mientras pintaba se lo oía hablar en voz alta si uno pasaba frente a la puerta de la habitación en la que trabajaba. Pero a veces, cuando terminaba el día y empezaba a faltarle luz, despedía con aire cansado y distraído a sus modelos, y después de ordenar con minucia y precaución sus materiales, llevando un poco de vino bajo la capa, se dirigía a la celda del padre Quesada y se quedaba conversando con él, entre los muros cubiertos de libros, discreto y apacible, hasta mucho después de medianoche.

Fue la presencia del padre lo que me retuvo en el convento. Si hubiera sido por mí, no hubiese durado tanto. Yo tenía hábito de intemperie, de silencio verdadero, de soledad, y todo ese tráfico me mareaba. Por otra parte, el padre había adivinado que de la religión que debía regenerarme yo no percibía otra cosa que el ruido monótono de palabras sin sentido y la repetición ritual de manipulaciones vacías. En los primeros días, antes de que el padre me tomara a su cargo, me habían puesto en manos de un exorcista para que, con fórmulas latinas, me librara de mis demonios. Después de varias semanas, el padre intervino y consiguió que me dejaran en paz. Yo empecé por servirle la mesa, por poner orden en su celda, y él, poco a poco, me fue enseñando a leer y a escribir, y como vio que progresaba rápido, decidió informarme de otras cosas porque, me dijo, yo acababa de entrar en el mundo y había llegado desnudo como si estuviese saliendo del vientre de mi madre. Yo casi nunca hablaba, y él respetaba mi silencio. Hay, me dijo una vez, poco tiempo antes de morir, dos clases de sufrimiento: en una, se sabe que se sufre y, mientras se sufre, una vida mejor, cuyo gusto persiste ioda-vía en la memoria, es escamoteada; en la otra, no se sabe, pero el mundo entero, hasta la más modesta de sus presencias, se presenta, para el que lo atraviesa, como un lugar desierto y calcinado. Ese sufrimiento ignorado, me decía el padre, sin mirarme por temor, sin duda, de verlo aparecer sin que yo mismo me diese cuenta en los relieves de mi cara, los exorcistas podían, si gustaban, con sus latinismos, ponerse a hostigarlo, pero era seguro que no existía sonda capaz de darle alcance y que, para borrarlo del mundo había, al mismo tiempo, que aniquilar el mundo con él.

A ese hombre bueno, que había encarado las cosas desde la dimensión justa que exige, sin entregar nada a cambio, lo verdadero, lo trajeron en un anochecer de verano, de vuelta al convento, callado y ausente y con la barba blanca apenas ensangrentada. Padre es, para mí, el nombre exacto que podría aplicársele -para mí, que vengo de la nada, y que, por nacimientos sucesivos, estoy volviendo, poco a poco, y sin temblores, al lugar de origen. No bien la tierra volvió a cerrarse sobre él, junté las pocas cosas que tenía, monté a caballo, y fui a perderme por un tiempo en las ciudades.