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Los primeros, fueron años de sombra y ceniza. Yo deambulaba, como extinguido, por muchos mundos a la vez que, sin ley que los rigiesen, se entremezclaban, o más bien por cascaras de mundo, por tierras exangües en cuyas estepas errabundeaban, a su vez, despojos sin espesor que guardaban, a causa de quién sabe qué prodigio, una apariencia vagamente humana. Algún milagro, seguro, me mantuvo en vida. Muchos días, la mendicidad y los basurales me daban de comer. Otros, trabajos temporarios y subalternos. Es verdad que los tiempos eran difíciles y que las costumbres de mi vida no coincidían mucho con las del resto de los hombres, pero debo reconocer que del choque con el mundo me había quedado, por esos años, una especie de aturdimiento, y que mis razones de vivir, e incluso mis ganas, eran casi inexistentes. Hasta ese entonces, el ser y el vivir habían sido una y la misma cosa y el ir viviendo había sido para mí un manantial de agua amarga pero ininterrumpida y firme; a partir del regreso, mi vivir fue volviéndose algo extraño que yo veía desenvolverse a cierta distancia de mí mismo, incomprensible y frágil, y que el más mínimo temblor desmoronaba. Mi vivir había sido como expelido de mi ser, y por esa razón, los dos se me habían vuelto oscuros y super-fluos. A veces, me sentía menos que nada -si por sentirse nada entendemos la calma bestial y la resignación; menos que nada, es decir caos lento, viscoso, indefenso, cuya lengua es balbuceo, y que por ser justamente menos que nada y por no poseer ni siquiera la fuerza ajena del deseo, se debate en el limbo espeso y como ciego del desprecio de sí mismo y de los sueños de aniquilación.

Una paz imprevista, sin embargo, en un lugar cualquiera, me esperaba. Una noche, en un comedero, unas personas que se emborrachaban en la mesa de al lado, después de la cena, entraron, ya no me acuerdo cómo, en conversación conmigo. Eran dos hombres, uno viejo y uno joven, y cuatro mujeres. Al observar que yo había estudiado un poco pensaron que era un hombre de letras, y supe que ellos, en cambio, eran actores. El vino nos acercó. Iban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, representando comedias para ganarse, con ese juego infantil, una vida miserable. Pero el viejo, que rengueaba un poco y que a pesar de su pobreza poseía cierta dignidad, era inteligente y no desdeñaba el placer de la conversación. Cuando se percató de que yo conocía el latín, el griego, que no ignoraba ni a Terencío ni a Plauto, me propuso que me uniese a ellos para compartir peligros y beneficios. El joven, que era su sobrino, llamaba primas a todas las mujeres. Sin dejar traslucir que para mí se trataba de elegir entre el teatro y los basurales, y con el coraje que infunde el vino nocturno, acepté la propuesta.

Salimos, de ese modo, a los caminos. Desde el carromato, yo veía desfilar olivos, trigo, pedregales. Esos campos vacíos me recordaban, a veces, el gran ayer único de mi vida. Un día en que acampábamos, entre unos árboles, en la proximidad de un arroyo, en una de esas siestas de primavera que segregan delicia, Mientras los demás dormían o se paseaban, plácidos, Por el campo, le conté al viejo mi historia. Me escuchó entre compadecido y maravillado y, cuando terminé, empezó a argumentar con entusiasmo, pero en voz baja y afiebrada, acercándoseme, mirando de reojo de tanto en tanto para todos lados, como si tuviese miedo de que lo que estaba proponiéndome, que para él parecía tener tanto valor como un tesoro enterrado, fuese oído por espías desconocidos que podían aprovecharse de sus proyectos. Según el viejo, lo que me había ocurrido hacía ya tantos años se había sabido en todo el continente, y todavía se hablaba de esos hechos con la tenacidad repetitiva con que se evocan las leyendas. Si nuestra compañía creaba una comedia basada en los acontecimientos y anunciaba su representación, nos esperaba, sin duda alguna, la riqueza. Con los ojos entrecerrados, sin parpadear, desde muy cerca y algo inclinado hacia mí, el viejo se quedó aguardando mi respuesta. Yo sabía que nuestro arte era descabellado, y nuestros objetivos, interesados y vulgares, pero la indiferencia es muchas veces la causa secreta de las empresas más sonadas y como la compañía, a pesar de sus manejos turbios que lindaban con la delincuencia, era amistosa y leal conmigo, me comprometí a escribirles una comedia y a mostrarme en los teatros representando mi propio papel.

No fue difícil. De mis versos, toda verdad estaba excluida y si, por descuido, alguna parcela se filtraba en ellos, el viejo, menos interesado por la exactitud de mi experiencia que por el gusto de su público, que él conocía de antemano, me la hacía tachar. Cuando estuvo lista, reunió a la compañía para que se la leyera en voz alta y, cuando terminé la lectura, ese público reducido, que me había escuchado adoptando las poses más adustas e inteligentes que había podido encontrar, se apiñó a mi alrededor, felicitándome por la perfección prosódica de mis versos y por la precisión aritmética de la acción. Cuando empezamos a ensayar, el viejo interpretaba al capitán, su sobrino al resto de mis compañeros, y las mujeres a los salvajes. A mí me reservaban, como atributo natural a una entidad todavía vacía, mi propio papel.

Empezamos a representar. Después de las primeras funciones, dondequiera que íbamos nuestra fama nos precedía. Ganamos tanta que nos hicieron venir a la corte y hasta el rey nos aplaudió. Yo me maravillaba. Viendo el entusiasmo de nuestro público, me preguntaba sin descanso si mi comedia transmitía, sin que yo me diese cuenta, algún mensaje secreto del que los hombres dependían como del aire que respiraban, o si, durante las representaciones, los actores representábamos nuestro papel sin darnos cuenta de que el público representaba también el suyo, y que todos éramos los personajes de una comedia en la que la mía no era más que un detalle oscuro y cuya trama se nos escapaba, una trama lo bastante misteriosa como para que en ella nuestras falsedades vulgares y nuestros actos sin contenido fuesen en realidad verdades esenciales. El verdadero sentido de nuestra simulación chabacana debía estar previsto, desde siempre, en algún argumento que nos abarcara, porque de otro modo los aplausos y los honores que se acumulaban a lo largo de nuestra gira, las fiestas y el oro que se nos deparaba eran una prebenda injustificada. Los reyes que venían a celebrarnos debían saber más que nosotros, de otro modo era absurdo que después de nuestras funciones ordenaran por lo bajo a sus tesoreros que un reconocimiento palpable nos fuese manifestado. Yo navegaba, neutro, en ese triunfo incierto. Mis colegas, en cambio, no dudaban. Gozaban, encantados, de la inocencia perfecta y fructífera del fabulador que, más por ignorancia que por caridad muestra, a espantapájaros que se creen sensibles y afectos a lo verdadero, el aspecto tolerable de las cosas. El hecho de que un buen pasar fuese la consecuencia les parecía ser la prueba irrefutable de un orden justo y universal. Años vivimos de ese malentendido. Lo más sorprendente es que, en todo ese tiempo, ninguna voz sensata se alzó para denunciarlo. En el clamor continuo que nos celebraba yo esperaba percibir, a cada momento, el silencio escéptico o reprobatorio que señalaría, de una vez por todas, nuestra superchería, hasta que me di cuenta de que ese silencio estaba en mí desde el primer día y que su sola presencia, por entre el rumor irrazonable de cortes y ciudades, reducía muchedumbres enteras a la mera condición de títeres sin vida propia o de fantasmagorías. Aprendí, gracias a esos envoltorios vacíos que pretendían llamarse hombres, la risa amarga y un poco superior de quien posee, en relación con los manipuladores de generalidades, la ventaja de la experiencia. Más que las crueldades de los ejércitos, la rapiña indecente del comercio, los malabarismos de la moral para justificar toda clase de maldades, fue el éxito de nuestra comedia lo que me ilustró sobre la esencia verdadera de mis semejantes: el vigor de los aplausos que festejaban mis versos insensatos demostraba la vaciedad absoluta de esos hombres, y la impresión de que eran una muchedumbre de vestidos deslavados rellenos de paja, o formas sin sustancia infladas por el aire indiferente del planeta, no dejaba de visitarme a cada función. A veces, a propósito, cambiaba el sentido de mis propios parlamentos, retorciéndolos hasta transformarlos en períodos huecos y absurdos, con la esperanza de que el público, reaccionando, desbaratase al fin la impostura, pero esas maniobras no modificaban en nada el comportamiento de las muchedumbres. Algo exterior a ellos, la fama que nos precedía o la leyenda que había dado origen a la comedia, había decidido de antemano que nuestra representación debía tener un sentido, y la muchedumbre, maquinal, lo encontraba de inmediato, extasiándose con él. De otros países del continente empezaron también a llamarnos, y como en ellos se hablaban otros idiomas, para que nos entendiera todo el mundo, transformamos, una nuche, el viejo y yo, la comedia en pantomima. Un nativo del lugar contaba en un prólogo los acontecimientos principales, y después aparecíamos nosotros para representarlos. La ausencia de palabras adelgazaba todavía más la comedia que, al volverse pantomima, se transformó en un esqueleto sumario y reseco del que ya no colgaba ni un pingajo, por exangüe que fuese, de vida verdadera. La música, el color, las volteretas, les daban a esos fantasmas que contemplaban nuestras evoluciones arbitrarias la ilusión de estar absorbiendo intensidad y sentido. En todo el continente, hasta en las cortes más oscuras y más gélidas, nuestro triunfo crecía. Yo me dejaba incorporar indiferente, en ese orden que se me escapaba.

Nos alcanzaron abundancia y mundanidad. El viejo y su sobrino cobraron aspecto de caballeros. Yo acumulaba, sin saber muy bien qué hacer con ellas, las ganancias. Además de mostrarse en las tablas disfrazadas de lo que ellas pensaban que eran salvajes, las mujeres putañeaban; el tiempo que les dejaban libres las representaciones se lo pasaban en camas de principales. Ya no parábamos en carromatos sino en albergues. Nos recibían en castillos y en conventos. A mí me entrevistaban, muy a menudo, sabios y funcionarios. Yo había aprendido del viejo que las respuestas más adecuadas que podemos dar son aquellas que ya se esperan de nosotros. Satisfechos de haberlas corroborado en el exterior, mis interlocutores volvían, después de nuestros encuentros, a instalarse en la atmósfera tibia de sus propias convicciones. Yo me quedaba solo, con mi risa muda y amarga que, con los años, fue adquiriendo bajo la barba que blanqueaba la rigidez de una mueca.

A una de las mujeres, la última que se había unido a nosotros y que era la más joven, le fueron naciendo, de sus acoplamientos interesados, en cinco o seis años, tres hijos. Apenas empezaban a caminar, el viejo los disfrazaba de salvajes y los hacía subir al escenario. Me daban lástima, y me encariñé con ellos. Todos eran hijos de muchos padres, lo que equivale a decir, como yo, de ninguno. Eran dos varones y una mujercita. El viejo, que sin duda había participado, lo mismo que su sobrino, en la fecundación, los miraba de tanto en tanto y, aludiendo a la vida que llevaba la madre, sacudía compadecido la cabeza. En los ratos libres, yo les enseñaba a leer y escribir. Ellos, dóciles y como extraviados en este mundo, se me fueron apegando. Una noche, después de una función, la madre se fue con un hombre, y ya no volvió. Un amante celoso la había cosido a puñaladas y la había tirado a un costado del camino. Como había llovido toda la madrugada, el agua había lavado la sangre, de modo que sus heridas, en la carne blanca y amoratada por la violencia y la lluvia, parecían cicatrices antiguas que la muerte ponía por fin en evidencia.