Un día, después de la función, hastiado de tanta falsedad, decidí dejar la compañía. Mi preocupación por las criaturas no era ajena a la decisión. Al principio, y aunque harto también él y más cercano que yo de la muerte, el viejo no quiso saber nada, convencido de que sin mi presencia el éxito de las funciones disminuiría. Mucho no se equivocaba. Mi condición de sobreviviente genuino le daba sin duda más fuerza de convicción al espectáculo. Pero al mismo tiempo lo apenaba contrariarme, porque reconocía que gracias a mí sus negocios habían empezado a andar bien y porque, después de tantos años de verme silencioso, solitario, e indiferente a las ganancias y a las pérdidas, me había cobrado una especie de respeto, mezclado tal vez con un poco de compasión. También a mí me dolía un poco abandonarlo, porque le era útil, y además porque, como quiera que fuese, esos actores me habían sacado, por casualidad, de un pozo hondo, hasta la superficie indolora y neutra de la resignación. El viejo no quería aceptar tampoco que me llevara a las criaturas, pretendiendo que eran actores de su elenco, pero estaba seguro de que yo no cedería y no insistió demasiado. Durante horas, discutimos tratando de encontrar una solución, hasta que se nos ocurrió que el sobrino, que tenía más o menos mi edad, podía interpretar mi papel asumiendo incluso mi identidad, y que yo me comprometía a cambiar de nombre y a no escribir otras obras de teatro que contaran mi aventura. Sobre esas bases, transamos sin dificultad. Estábamos, en ese entonces, en el norte nocturno y brumoso. Y una mañana, envolviendo a las criaturas en pieles, por un camino húmedo abierto entre dos planicies de una nieve azulada y uniforme que aumentaba la impresión de ausencia y de inmaterialidad, me despedí del viejo y de los otros actores y comencé a viajar hacia el sur, durante meses, casi sin detenerme, hasta esta ciudad blanca que se cocina al sol entre viñas y olivares.
En esta ciudad nos instalamos, en la misma casa blanca en la que ahora escribo. Yo había acumulado cierta fortuna y el viejo me había dado, antes de separarnos, una parte de las economías de la mujer apuñalada. Del padre Quesada me había quedado un gusto por los libros que llenan, con su música silenciosa, el hastío de los días inacabables. En los países del norte había visto cómo los imprimían y se me ocurrió que yo podía hacer lo mismo, menos por acrecentar mi fortuna que por enseñarle a los que ya eran como mis hijos un oficio que les permitiera manipular algo más real que poses o que simulacros. No nos fue mal. En la imprenta, para las criaturas el trabajo era como un juego, y, a medida que crecían, mis ocios aumentaban. Somos, tal vez, gente sin alegría; pero nos sobran discreción y lealtad. Tengo, ahora, nietos y biznietos. Y toda esa algarabía ilumina, de tanto en tanto, la imprenta de la que llegan, a veces, durante el día, los ecos hasta mi cuarto. En los últimos años, mi vida se ha limitado a alguna que otra fiesta familiar, a un paseo cada vez más corto al anochecer, y a la lectura. De noche, después de la cena, a la luz de una vela, con la ventana abierta a la oscuridad estrellada y tranquila, me siento a rememorar y a escribir. La noche de verano, después que el rumor de las calles se va calmando, manda, hasta mi pieza blanca, olores de firmamento y madreselva que me limpian, a medida que el silencio se instala en la ciudad, del ruido de los años vividos. Muy rara vez, se pone a martillear la lluvia, y las primeras gotas, que llegan después de muchos días de calor, al golpear contra la cal árida de las paredes se secan de inmediato produciendo un chirrido bajo y rápido y una nubecita transparente. Mi costumbre de intemperie me hace tolerable el invierno, que aquí es corto y muy templado. Detrás de los vidrios, los árboles muestran una filigrana nudosa, negra y lustrada, contra el cielo azul. Todas las noches, a las diez y media, una de mis nueras me sube la cena, que es siempre la misma: pan, un plato de aceitunas, una copa de vino.
Es, a pesar de renovarse, puntual, cada noche, un momento singular, y, de todos sus atributos, el de repetirse, periódico, como el paso de las constelaciones, el más luminoso y el más benévolo. Mi habitación, aparte de una pared lateral llena de libros, está casi vacía; la mesa, la silla, la cama, los candelabros que sostienen las velas, resaltan, oscuros, entre las paredes blancas; el plato blanco, en el que se mezclan aceitunas verdes y negras que relucen un poco recién salidas del frasco que las contenía en la cocina, y el vaso alto desde el que el vino, del color de una miel delgada, deja subir su olor terrestre y áspero, reflejan, muchas veces, adoptando formas diferentes, la luz de las velas que, en el aire tranquilo, parecen reconquistar a cada momento su altura y su inmovilidad; el pan grueso, que yace en otro plato blanco, es irrefutable y denso, y su regreso cotidiano, junto con el del vino y las aceitunas, dota a cada presente en el que reaparece, como un milagro discreto, de un aura de eternidad. Dejando la pluma, empiezo a llevarme a la boca, lento, una tras otra, las aceitunas, y, escupiendo los carozos en el hueco de la mano los deposito, con cuidado, en el borde del plato. Al salir de la boca están todavía tibios, por el calor que les infunde la parte interna de mi cuerpo. Como alterno, por pura costumbre, las aceitunas verdes con las negras, los dos sabores, uno sobre el otro, me traen la imagen, regular, de rayas verdes y negras que van pasando, paralelas, de la boca al recuerdo. Y el primer trago de vino, cuyo sabor es idéntico al de la noche anterior y al de todas las otras noches que vienen precediéndolo, me da, con su constancia, ahora que soy un viejo, una de mis primeras certidumbres. Es una de las pocas, y tan frágil que no posee, en sí misma, valor de prueba. A decir verdad, más que certidumbre, vendría a ser como el indicio de algo imposible pero verdadero, un orden interno propio del mundo y muy cercano a nuestra experiencia del que la impresión de eternidad, que para otros pareciera ser el atributo superior, no es más que un signo mundano y modesto, la chafalonía que se pone a nuestro alcance para que, mezquinos, nuestros sentidos la puedan percibir. Es un momento luminoso que pasa, rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos, me deja como adormecido. También es inútil, porque no sirve para contrarrestar, en los días monótonos, la noche que los gobierna y nos va llevando, como porque sí, al matadero. Y, sin embargo, son esos momentos los que sostienen, cada noche, la mano que empuña la pluma, haciéndola trazar, en nombre de los que ya, definitivamente, se perdieron, estos signos que buscan, inciertos, su perduración.
Fui sabiendo, poco a poco, que no quedaba nada de ellos. Ya cuando el barco bajaba hacia el mar, escoltado de cadáveres, me di cuenta de que no habían sabido, cuando esa tormenta nueva empezó a golpearlos desde el exterior, ponerse al abrigo. No eran, hay que admitirlo, gente de guerrear porque sí. Rara vez, aparte de sus expediciones anuales de las que, con exactitud y limpieza, volvían con sus presas, la guerra los ocupaba, pero no eran nunca ellos los que la provocaban, a menos que los ataques que recibían de vez en cuando fuesen las represalias de sus vecinos por las víctimas que ellos iban a buscar para sus fiestas. Esas expediciones eran más bien de caza que de guerra. Y los indios eran más cazadores que guerreros, porque a las expediciones las motivaba la necesidad y no el lujo sangriento que origina toda guerra. Ellos, sin embargo, compadecían a los pueblos guerreros y parecían considerar la propensión a la guerra como una especie de enfermedad. Parecían concebir la guerra como un gasto inútil, una mala costumbre de criaturas irrazonables. No era su carácter sangriento lo que los incomodaba; lo que despertaba su reprobación eran el despilfarro y las perturbaciones domésticas que acarreaba. Cuando eran atacados, menos que llorar a sus heridos y a sus muertos, se lamentaban por el desorden que dejaba el ataque, las viviendas quemadas, los cacharros rotos, los utensilios perdidos, la suciedad. Se defendían bien, casi con facilidad; a eso podía deberse que las expediciones contra ellos fuesen poco frecuentes. Las tribus de las inmediaciones debían tenerles miedo o respetarlos
mucho, porque, en tantos años no hubo, contra ellos, más de tres o cuatro expediciones, y dos únicamente contra el caserío. En las otras ocasiones, se había tratado de ataques fugaces contra los hombres que iban a cazar. En general, los agresores salían mal parados. La rapidez inaudita de los indios los desorientaba y los sorprendía, precipitándolos en la fuga, en la derrota, o en la muerte. Hoy me parece hasta cómico verlos lamentarse, en medio de la batalla, con amplios gestos de protesta, ante una marmita volcada y rota o ante un techo en llamas que recriminaban con gritos y ademanes a sus enemigos en medio de las flechas envenenadas que atravesaban cimbreando el aire transparente. Que una flecha se incrustara en la garganta de un miembro de la familia parecía indignarlos menos que esos perjuicios. Y era evidente que, una vez terminada la batalla, se ocupaban con más atención de sus pertenencias que de sus heridos. Daban la impresión desagradable de ser pacíficos únicamente por tacañería. A los prisioneros y heridos del bando enemigo los ultimaban rápi do, sin crueldad pero sin compasión simulada, y los despojaban de armas y adornos. A veces les cortaban la cabeza o los mutilaban, y tiraban los pedazos al río. Después de la batalla, la preocupación principal era ordenar y limpiar todo; barrían, lavaban, reparaban cacharros y viviendas, de modo tal que al día siguiente nadie hubiese dicho que unas pocas horas antes muerte, fuego y desorden habían asolado al caserío.
Fue, tal vez, esa meticulosidad lo que los perdió. No es difícil que, después de retirarse tierra adentro, ante la llegada de los soldados, se hayan puesto a recapacitar sobre el estado de las viviendas o las pertenencias olvidadas y hayan vuelto para rescatarlas o protegerlas, subordinando el peligro de muerte al de gasto o desorden. La muerte, para esos indios, de todos modos no significaba nada. Muerte y vida estaban igualadas, y hombres, cosas y animales, vivos o muertos, coexistían en la misma dimensión. Querían, desde luego, como cualquier hijo de vecino, mantenerse en vida, pero el morir no era para ellos más terrible que otros peligros que los enloquecían de pánico. Siempre y cuando fuese real, la muerte no los atemorizaba. De modo que puedo imaginarlos muy bien volviendo a buscar sus pertenencias por entre el fuego de los soldados, y estoy seguro de que los cuerpos amoratados que días más tarde flotaban río abajo escoltando a los barcos no habían abandonado esta vida ni con miedo ni con tristeza. No era el no ser posible del otro mundo sino el de éste lo que los aterrorizaba. El otro mundo formaba parte de éste y los dos eran una y la misma cosa; si éste era verdadero, el otro también lo era; bastaba que una sola cosa lo fuese para que todas las otras, visibles o invisibles, cobrasen, de ese modo, realidad.
Durante años, ya de vuelta de esas tierras, cuando me encontraba en la proximidad de los puertos, me sabía venir la tentación de interrogar a los marinos que volvían de viaje para tratar de adivinar, de entre sus relatos confusos, detalles que me diesen algún indicio sobre el destino de la tribu. Pero, para los marineros, todos los indios eran iguales y no podían, como yo, diferenciar las tribus, los lugares, los nombres. Ellos ignoraban que en pocas leguas a la redonda, muchas tribus diferentes habitaban, yuxtapuestas, y que cada una de ellas era no un simple grupo humano o la prolongación numérica de un grupo vecino, sino un mundo autónomo con leyes propias, internas, y que cada una de las tribus, con su propio lenguaje, con sus costumbres, con sus creencias, vivía en una dimensión impenetrable para los extranjeros. No únicamente los hombres eran diferentes, sino también el espacio, el tiempo, el agua, las plantas, el sol, la luna, las estrellas. Cada tribu vivía en un universo singular, infinito y único, que ni siquiera se rozaba con el de las tribus vecinas. Entre los indios, fui aprendiendo a distinguir poco a poco las tribus que poblaban esa tierra inacabable, y aunque los indios estaban convencidos de que si había una posibilidad de ser reales esa posibilidad les estaba reservada, y que lo que se encontraba fuera de su horizonte, es decir las otras tribus, era un magma indiferenciado y viscoso, ese magma poseía sin embargo para ellos una apariencia de existencia y era pasible de clasificación. Los modos de vida ajenos les parecían irrisorios y vanos, pero los conocían al detalle. Sabían que esos simulacros sin existencia, a los que siempre se referían con sarcasmo o ironía, se agrupaban en tribus organizadas, dispersas en leguas y leguas a la redonda. Sus peculiaridades eran siempre motivo de risa: que fuesen nómades o sedentarios, que viviesen de la pesca o de la agricultura, que comiesen regularmente carne humana o que se abstuviesen de ella por completo; que anduviesen desnudos o vestidos, que se pusiesen adornos en los labios, en el cuello o en la nariz, que viviesen en toldos de piel o en ciudades de piedra, que fumasen ciertas hierbas o que acumulasen oro o piedras preciosas, que se desplazaran a pie o en canoa, que adorasen plantas, lugares o antepasados, que su estatura fuese disminuyendo cuanto más al norte de la tribu vivían o aumentando cuanto más al sur, que fuesen pacíficos o belicosos, todo les parecía a los indios igualmente inepto, inútil y ridículo. Ellos estaban en el centro del mundo; el resto, incierto y amorfo, en la periferia. Que los marineros no lograsen individualizarlos hubiese sido para ellos una razón más de jolgorio.