Los marineros, en rigor de verdad, no sabían nada, y la única certidumbre que me quedaba de esas conversaciones era que, desde que marineros y soldados habían empezado a desembarcar en ellas, un relente de muerte flotaba en esas tierras que muchos habían confundido al principio con el Paraíso. Fue de a poco que me vino el convencimiento de que de los indios no debía quedar nada. Ya la primera batalla con los soldados debió haberlos diezmado dejándoles pocas fuerzas para las sucesivas. Me es difícil concebir a los sobrevivientes dispersos o cautivos, en otro lugar que no fuese esa playa amarilla rayada por el ir y venir exageradamente rápido de los cuerpos desnudos. El centro del mundo era también ese lugar, que llevaban en ellos y a partir del cual el horizonte visible estaba hecho de anillos de realidad problemática cuya existencia era más y más improbable a medida que se alejaban del punto de observación. Yo había podido comprobar con cuánta reticencia se alejaban de él, obligados por la crecida, y cómo trataban de acortar, por todos los medios, la distancia entre el lugar habitual del caserío y el del traslado, y cómo apenas el agua empezaba a bajar, volvían a instalarse en la costa. Era como si volviesen no al propio hogar, sino al del acontecer. Ese lugar era, para ellos, la casa del mundo. Si algo podía existir, no podía hacerlo fuera de él. En realidad, afirmar que ese lugar era la casa del mundo es, de mi parte, un error, porque ese lugar y el mundo eran, para ellos, una y la misma cosa. Dondequiera que fuesen, lo llevaban adentro. Ellos mismos eran ese lugar. En él nacían y morían, sembraban, trabajaban, y, cuando salían de pesca o de caza, era ahí adonde traían lo que recogían. Sus expediciones, eran como una prolongación elástica del lugar en que vivían; o, como lo llevaban adentro, era como si ese lugar se desplazase con ellos a cada desplazamiento. Al mismo tiempo, eran ellos los que infundían realidad a los otros lugares que visitaban; iban materializando, con su sola presencia, el horizonte incierto y sin forma. Ellos eran el núcleo resistente del mundo, envuelto en una masa blanda que, gracias a sus desplazamientos, podía obtener, de tanto en tanto, islotes fugaces de vida dura. Cuando ellos pegaban la vuelta, esa firmeza provisoria se desvanecía. Y volvían rápido, porque la poca convicción que les daba el lugar habitual se gastaba en seguida con el rigor de la ausencia. Afuera, no se sentían en lugar seguro.
Tampoco adentro. Las leyes arduas de una gran intemperie, aun en su propio hogar, los castigaban. Es cierto que ellos y el mundo eran una y la misma cosa, pero ese ser único que constituían, en vez de afirmarse por la presencia mutua, se debilitaba a causa de la in-certidumbre común. No por ser el único posible, ni el mejor de todos, el mundo de los indios era más real. Aun cuando daban por descontado la inexistencia de los otros, la propia no era en modo alguno irrefutable. En todo caso, para ellos, el atributo principal de las cosas era su precariedad. No únicamente por su dificultad a persistir en el mundo, a causa del desgaste y la muerte, sino más bien, o tal vez sobre todo, por la de acceder a él. La mera presencia de las cosas no garantizaba su existencia. Un árbol, por ejemplo, no siempre se bastaba a sí mismo para probar su existencia. Siempre le estaba faltando un poco de realidad. Estaba presente como por milagro, por una especie de tolerancia despectiva que los indios se dignaban acordarle. Se la concedían a cambio de cierto provecho utilitario: fruto, leña, sombra. Pero, en su fuero interno, sabían que la verdad efectiva de ese intercambio era bastante problemática. El árbol estaba ahí y ellos eran el árbol. Sin ellos, no había árbol, pero, sin el árbol, ellos tampoco eran nada. Dependían tanto uno del otro que la confianza era imposible. Los indios no podían confiar en la existencia del árbol porque sabían que el árbol dependía de la de ellos, pero, al mismo tiempo, como el árbol contribuía, con su presencia, a garantizar la existencia de los indios, los indios no podían sentirse enteramente existentes porque sabían que si la existencia les venía del árbol, esa existencia era problemática ya que el árbol parecía obtener la suya propia de la que los indios le acordaban. El problema provenía, no de una falta de garantía, sino más bien de un exceso. Y, además, era imposible salir de ese círculo vicioso y ver las cosas desde el exterior, para tratar de descubrir, con imparcialidad, el fundamento de esas pretensiones.
Lo exterior era su principal problema. No lograban, como hubiesen querido, verse desde afuera. Yo, en cambio, que había llegado del horizonte borroso, el primer recuerdo que tengo de ellos es justamente el de su exterioridad, y verlos atravesar la playa, entre las hogueras que ardían al anochecer, compactos y lustrosos, fue como saborear, por primera vez, el gusto de lo indestructible. Desde afuera, parecían al abrigo de duda y desgaste. En los primeros tiempos, me daban la impresión de ser la medida exacta que definía, entre la tierra y el cielo, el lugar de cada cosa. Después que sus fiestas espantosas pasaban, cuando se los veía gobernar, con rapidez y eficacia, la aspereza del mundo, podía pensarse, con toda naturalidad, que ese mundo estaba hecho para ellos y que en su interior los indios, aún cuando pasaran por zonas de confusión, no desentonaban. A veces los contemplaba durante mucho tiempo, tratando de adivinar cómo vivían, desde dentro, esos gestos que lanzaban, en el centro del día, hacia el horizonte material que los rodeaba, y si esas manos tan seguras que aferraban hueso, madera, pescado, y que moldeaban el barro rojizo hasta darle la forma de sus sueños, nunca eran invadidas, en contacto con el aire ardiente, por ninguna vacilación. Pero sus ademanes eran mudos y no dejaban transparentar ningún signo. Parecían, como los animales, contemporáneos de sus actos, y se hubiese dicho que esos actos, en el momento mismo de su realización, agotaban su sentido. Para ellos, el presente preciso y abierto de un día recio y sin principio ni fin parecía ser la sustancia en la que, de cuerpo entero, se movían. Daban la impresión envidiable de estar en este mundo más que toda otra cosa. Su falta de alegría, su hosquedad, demostraban que, gracias a ese ajuste general, la dicha y el placer les eran superfluos. Yo pensaba que, agradecidos de coincidir en su ser material y en sus apetencias con el lado disponible del mundo, podían prescindir de la alegría. Lentamente sin embargo, fui comprendiendo que se trataba más bien de lo contrario, que, para ellos, a ese mundo que parecía tan sólido, había que actualizarlo a cada momento para que no se desvaneciese como un hilo de humo en el atardecer.
Esa comprobación la fui haciendo a medida que penetraba, como en una ciénaga, en el idioma que hablaban. Era una lengua imprevisible, contradictoria, sin forma aparente. Cuando creía haber entendido el significado de una palabra, un poco más tarde me daba cuenta de que esa mismo palabra significaba también lo contrario, y después de haber sabido esos dos significados, otros nuevos se me hacían evidentes, sin que yo comprendiese muy bien por qué razón el mismo vocablo designaba al mismo tiempo cosas tan dispares. En-gui, por ejemplo, significaba los hombres, la gente, nosotros, yo, comer, aquí, mirar, adentro, uno, despertar, y muchas otras cosas más. Cuando se despedían, empleaban una fórmula, negh, que indicaba también continuación, lo cual es absurdo si se tiene en cuenta que, cuando dos hombres se despiden, quiere decir que el intercambio de frases se da por terminado. Negh viene a significar algo así como Y entonces., como cuando se dice y entonces pasó tal o cual cosa. Una vez oí que uno de los indios se reía porque los miembros de una nación vecina lloraban en los nacimientos y daban grandes fiestas cuando alguno se moría. Le señalé que ellos, cuando se despedían, decían negh, y el me miró largamente, con los ojos entrecerrados, con aire de desconfianza y de desprecio, y después se alejó sin saludar. En ese idioma, no hay ninguna palabra que equivalga a ser o estar. La más cercana significa parecer. Como tampoco tienen artículos, si quieren decir que hay un árbol, o que un árbol es un árbol dicen parece árbol. Pero parece tiene menos el sentido de similitud que el de desconfianza. Es más un vocablo negativo que positivo. Implica más objeción que comparación. No es que remita a una imagen ya conocida sino que tiende, más bien, a desgastar la percepción y a restarle contundencia. La misma palabra que designa la apariencia, designa lo exterior, la mentira, los eclipses, el enemigo. El horizonte circular, que me había parecido al principio indiscutible y compacto, era en realidad, tal como lo designaba el idioma de esos indios, un almacén de supercherías y una máquina de engaños. En ese idioma, liso y rugoso se nombran de la misma manera. También una misma palabra, con variantes de pronunciación, nombra lo presente y lo ausente. Para los indios, todo parece y nada es. Y el parecer de las cosas se sitúa, sobre todo, en el campo de la inexistencia. La playa abierta, el día transparente, el verde fresco de los árboles en primavera, las nutrias de piel tibia y palpitante, la arena amarilla, los peces de escamas doradas, la luna, el sol, el aire y las estrellas, los utensilios que arrancaban, con paciencia y habilidad, a la materia reticente, todo eso que se presenta, nítido, a los sentidos, era para ellos informe, indistinto y pegajoso en el reverso contra el que se agolpaba la oscuridad.