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Con dificultad, los indios chapoteaban en ese medio chirle y sentían, en todo momento, la amenaza de la aniquilación. Lo externo, con su presencia dudosa, les quitaba realidad. Y, a pesar de su carácter precario, el mundo era más real que ellos. Ellos tenían la desventaja de la duda, que no podían verificar en lo exterior.

El universo entero era incierto; ellos, en cambio, se concebían como algo un poco más seguro; pero como ignoraban lo que el universo pensaba de sí mismo, esa in-certidumbre suplementaria disminuía su autoridad. Todas estas elucubraciones eran para ellos mucho más penosas de lo que parecen escritas porque ellos, a pesar de que las vivían en carne y hueso, las ignoraban. Las vivían en cada acto que realizaban, con cada palabra que proferían, en sus construcciones materiales y en sus sueños. Querían hacer persistir, por todos los medios, el mundo incierto y cambiante. Malgastar una flecha, por ejemplo, era para ellos como desprenderse de un fragmento de realidad. Arreglaban todo, y siempre barrían y limpiaban. Cuando la inundación los corría tierra adentro, no bien'el agua bajaba un poco, volvían a instalarse en el mismo lugar. Por precario que fuese, al único mundo conocido había que preservarlo a toda costa. Si había alguna posibilidad de ser, de durar, esa posibilidad no podía darse más que ahí. Lo que había que hacer durar era eso, por incierto que fuese. Actualizaban, a cada momento, aun cuando no valiese la pena, el único mundo posible. No había mucho que elegir: era, de todas maneras, ése o nada.

A ese mundo lo cuidaban, lo protegían, tratando de aumentar, o de mantener, más bien, su realidad. Si la intemperie o el fuego derruían las construcciones, si el agua pudría las canoas, si el uso gastaba o rompía los objetos, era porque el reverso insidioso, hecho de inexistencia y negrura, que es la verdad última de las cosas, abandonaba sus límites naturales y empezaba a carcomer lo visible. Cuando no salían de caza o de pesca, ya que eran las mujeres las que se ocupaban de los trabajos caseros, los indios se pasaban las horas haciendo reparaciones. Iban, con su rapidez habitual, de un trabajo a otro y cuando no había, lo que era bastante raro, nada que arreglar, fabricaban cosas que, con el pretexto de la necesidad material, les daban, de un modo no muy convincente, la ilusión de dominar lo ingobernable. Rara vez descansaban. Para ellos, descansar era como ir perdiendo terreno para cedérselo a la viscosidad que los hostigaba. A veces, al final del invierno, se los notaba más calmos, pero era menos porque ellos habían ganado esperanza que porque, sin duda, la negrura condescendía. Había que mantener entero y, en lo posible, idéntico a sí mismo ese fragmento rugoso que poblaban y que parecía materializarse gracias a su presencia. Todo cambio debía tener compensación; toda pérdida, sustituto. El conjunto debía ser, en forma y cantidad, más o menos igual en todo momento. Por eso, cuando alguien se moría esperaban, ansiosos, el próximo nacimiento; una desgracia tenía que ser compensada por alguna satisfacción y si, en cambio, les sucedía algo agradable, hasta que no les hubiese acaecido algún mal tolerable que restituyese la situación a su estado original, no estaban tranquilos. Una vez, un indio me lo explicó: este mundo, me pareció entender que me decía, está hecho de bien y de mal, de muerte y de nacimiento, hay viejos, jóvenes, hombres, mujeres, invierno y verano, agua y tierra, cielo y árboles; y siempre tiene que haber todo eso; si una sola cosa faltase alguna vez, todo se desmoronaría. Como era en los primeros años, y como las palabras significaban, para ellos, tantas cosas a la vez, no estoy seguro de que lo que el indio dijo haya sido exactamente eso, y todo lo que creo saber de ellos me viene de indicios inciertos, de recuerdos dudosos, de interpretaciones, así que, en cierto sentido, también mi relato puede significar muchas cosas a la vez, sin que ninguna, viniendo de fuentes tan poco claras, sea necesariamente cierta. Si entendí bien, para los indios este mundo es un edificio precario que, para mantenerse en pie, requiere que ninguna piedra falte. Todo tiene que estar presente a la vez, en todos sus estados posibles. Cuando, desde el gran río, los soldados, con sus armas de fuego, avanzaban, no era la muerte lo que traían, sino lo innominado. El único lugar firme se fue anegando con la crecida de lo negro. Dispersos, los indios ya no podían estar del lado nítido del mundo. No creo que muchos hayan escapado, ni siquiera que hayan tenido la intención de hacerlo; a los que, solitarios, hubiesen logrado sobrevivir tierra adentro, ningún mundo les hubiese quedado.

Sin embargo, al mismo tiempo que caían, arrastraban con ellos a los que los exterminaban. Como ellos eran el único sostén de lo exterior, lo exterior desaparecía con ellos, arrumbado, por la destrucción de lo que lo concebía, en la inexistencia. Lo que los soldados que los asesinaban nunca podrían llegar a entender era que, al mismo tiempo que sus víctimas, también ellos abandonaban este mundo. Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha quedado derivando en la nada. Si ese universo tan poco seguro tenía, para existir, algún fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios, que, entre tanta incertidumbre, eran lo que se asemejaba más a lo cierto. Llamarlos salvajes es prueba de ignorancia; no se puede llamar salvajes a seres que soportan tal responsabilidad. La lucecita tenue que llevaban adentro, y que lograban mantener encendida a duras penas, iluminaba, a pesar de su fragilidad, con sus reflejos cambiantes, ese círculo incierto y oscuro que era lo externo y que empezaba ya en sus propios cuerpos. El cielo vasto no los cobijaba sino que, por el contrario, dependía de ellos para poder desplegar, sobre esa tierra desnuda, su firmeza enjoyada.

Desde hace años, noche tras noche me pregunto, con los ojos perdidos en la pared blanca en la que bailotean los reflejos de la vela, cómo esos indios, cerca como estaban, igual que todos, de la aceptación animal, podían perderse en esa negación temerosa de lo que a primera vista parece irrefutable. Entre tantas cosas extrañas, el sol periódico, las estrellas puntuales y numerosas, los árboles que repiten, obstinados, el mismo esplendor verde cuando vuelve, misteriosa, su estación, el río que crece y se retira, la arena amarilla y el aire de verano que cabrillean, el cuerpo que nace, cambia, y muere, palpitante, la distancia y los días, enigmas que cada uno cree, en sus años de inocencia, familiares, entre todas esas presencias que parecen ignorar la nuestra, no es difícil que algún día, ante la evidencia de lo inexplicable, se instale en nosotros el sentimiento, no muy agradable por cierto, de atravesar una fantasmagoría, un sentimiento semejante al que me asaltaba, a veces, en el escenario del teatro cuando, entre telones pintados, ante una muchedumbre de sombras adormecidas, veía a mis compañeros y a mí mismo repetir gestos y palabras de las que estaba ausente lo verdadero. Pero esa impresión, que todos tenemos alguna vez, es, aunque intensa, pasajera, y no nos penetra hasta confundirse con nuestras vidas. Un día, cuando menos nos lo esperábamos, nos asalta, súbita; durante unos minutos, las cosas conocidas se muestran independientes de nosotros, inertes y remotas a pesar de su proximidad. Una palabra cualquiera, la más común, que empleamos muchas veces por día, empieza a sonar extraña, se despega de su sentido, y se vuelve ruido puro. Empezamos, curiosos, a repetirla; pero el sentido, que nos fuera tan palmario, no vuelve a pesar de la repetición sino que, por el contrario, cuanto más repetimos la palabra más extraña y desconocida nos suena. Esa ausencia de sentido que, sin ser convocada, nos invade al mismo tiempo que a las cosas, nos impregna, rápida, de un gusto de irrealidad que los días, con su peso de somnolencia, adelgazan, dejándonos apenas un regusto, una reminiscencia vaga o una sombra de objeción que enturbia un poco nuestro comercio con el mundo. Sin darnos cuenta, seguimos parpadeando, de un modo imperceptible, después del encandilamiento y, absolviendo al mundo preferimos, para esquivar el delirio, atribuirnos de un modo exclusivo las causas de esa extrañeza. Es, sin duda alguna, mil veces preferible que sea uno y no el mundo lo que vacila.

Los indios, en cambio, no tenían ese consuelo. A medida que se alejaba de ellos, lo exterior iba siendo cada vez más improbable. Tampoco ellos eran totalmente verdaderos, pero, de todos modos, lo real estaba en ellos o en ninguna parte. Ellos eran, a pesar de su fragilidad, el sostén inseguro de las cosas, no más firme y duradero que la llama de una vela en el centro de la tormenta. Y esa situación no era el resultado de una impresión pasajera sino la verdad principal del mundo que marcaba, como un rastro de tortura, sus huesos y su lengua. En cada gesto que realizaban y en cada palabra que proferían, la persistencia del todo estaba en juego, y cualquier negligencia o error bastaba para desbaratarla. Por eso eran, sin darse tregua, tan eficaces y ansiosos: eficaces porque el día amplio y lo que lo poblaba dependía de ellos, y ansiosos porque nunca estaban seguros de que lo que construían no iba a desmoronarse en cualquier momento. Tenían, sobre sus cabezas, en equilibrio precario, perecederas, las cosas. Al menor descuido, podían venirse abajo, arrastrándolos con ellas.

De dónde provenía semejante sentimiento, es algo sobre lo que cavilo, una y otra vez, todos los días de mi vida, desde hace más de cincuenta años. Esa grieta al borde de la negrura que los amenazaba, continua, venía sin duda de algún desastre arcaico. Los hombres nacen en cierto sentido, neutros, iguales, y son sus actos, las cosas que les pasan, lo que los va diferenciando. Además, no era tal o cual indio el que venía al mundo de esa manera, sino la tribu entera, y yo pude observar, durante todos esos años, cómo las criaturas, a medida que crecían, iban entrando, con naturalidad, en esa incerti-dumbre pantanosa. La despreocupación infantil cedía el paso, día tras día, a la sequedad de los grandes: lustrosos y saludables por fuera pero cada vez más marchitos por dentro los ganaba, guardándolos con ella hasta la muerte, la ansiedad. De un modo diferente, la misma obsesión transparentaba en la mirada de hombres y mujeres. Una convicción común los igualaba: sin ellos, la grieta se haría más ancha y la aniquilación general llegaría.

Me costó mucho darme cuenta de que si tantos cuidados los acosaban, era porque comían carne humana. Para los miembros de otras tribus, ser comido por sus enemigos podía significar un honor excepcional, según me lo explicó un día, con desprecio indescriptible, uno de los indios. Fue durante una conversación confidencial, donde, desde luego, no se hizo la menor alusión al hecho de que era él el que se los comía. Los habíamos visto pasar, a lo lejos río arriba, en sus canoas, una mañana de verano. Estábamos sentados lejos del caserío, bajo unos sauces de la orilla, y, al reconocerlos, el indio hizo una mueca: eran un pueblo que no estaba instalado en ninguna parte y que recorría, incansable, subiendo y bajando todo el año, el agua del gran río. Además dejó escapar el indio bajando un poco la voz y absteniéndose de hacer otras alusiones les gustaba que se los comieran. Por mucho que seguí interrogándolo, no logré que me dijera nada más. Creí entender que el desprecio venía de lo inexplicable de esa inclinación, y que el indio la consideraba como un gusto equívoco, perverso; parecía un desprecio de orden moral, como si, en ese abandono que hacían del cuerpo a la voracidad de los otros cuando eran hechos prisioneros, se manifestase una especie de voluptuosidad. Que comer carne humana no parecía ser tampoco una costumbre de la que se sintiesen muy orgullosos, lo prueba el hecho de que nunca hablaban y de que incluso parecían olvidarlo todo el año hasta que, más o menos para la misma época, volvían a empezar. Lo hacían contra su voluntad, como si no les fuese posible abstenerse o como si ese apetito que regresaba fuese no el de cada uno de los indios, considerado separadamente, sino el apetito de algo que, oscuro, los gobernaba. Si el hecho de ser comido rebajaba, no era únicamente por esa voluptuosidad inconfesable que dejaba entrever. Era, también, o sobre todo, mejor, porque pasar a ser objeto de experiencia era arrumbarse por completo en lo exterior, igualarse, perdiendo realidad, con lo inerte y con lo indistinto, empastarse en el amasijo blando de las cosas aparentes. Era querer no ser de un modo desmedido. Había que ver a los indios manipulando los cuerpos despedazados para darse cuenta de que en esos miembros sanguinolentos ya no quedaba, para ellos, ningún vestigio humano. El deseo con que los contemplaban asarse era el de reencontrar no el sabor de algo que les era extraño, sino el de una experiencia antigua incrustada más allá de la memoria. Si, cuando empezaban a masticar, el malestar crecía en ellos, era porque esa carne debía tener, aunque no pudiesen precisarlo, un gusto a sombra exhausta y a error repetido. Sabían, en el fondo, que como lo exterior era aparente, no masticaban nada, pero estaban obligados a repetir, una y otra vez, ese gesto vacío para seguir, a toda costa, gozando de esa existencia exclusiva y precaria que les permitía hacerse la ilusión de ser en la costra de esa tierra desolada, atravesada de ríos salvajes, los hombres verdaderos.