Me fue ganando, en tantos años, la evidencia lenta: si, cada verano, con sus actos eficaces y rápidos, los indios se embarcaban en sus canoas para salir, en alguna dirección decidida de antemano, movidos por ese deseo que les venía de tan lejos, era porque para ellos no había otro modo de distinguirse del mundo y de volverse, ante sus propios ojos, un poco más nítidos, más enteros, y sentirse menos enredados en la improbabilidad chirle de las cosas. De esa carne que devoraban, de esos huesos que roían y que chupaban con obstinación penosa iban sacando, por un tiempo, hasta que se les gastara otra vez, su propio ser endeble y pasajero. Si actuaban de esa manera era porque habían experimentado, en algún momento, antes de sentirse distintos al mundo, el peso de la nada. Eso debió ocurrir antes de que empezaran a comer a los hombres no verdaderos, a los que venían de lo exterior. Antes, es decir en los años oscuros en que, mezclados a la viscosidad general, se comían entre ellos. Eso es lo que recién ahora, tan cerca de mi propia nada, comienzo a entender: que los indios empezaron a sentirse los hombres verdaderos cuando dejaran de comerse entre ellos. Algo distinto del acecho mutuo los transformó. No se comían, y se volvían hacia el exterior, formando una tribu que era el centro del mundo, rodeado por el horizonte circular que iba siendo cada vez más problemático a medida que se alejaba de ese centro. No obstante provenir también ellos de ese exterior improbable, habían accedido, no sin trabajo, a un nivel nuevo en el que, aun cuando los pies chapalearan todavía en el barro original, la cabeza, ya liberada, flotaba en el aire limpio de lo verdadero.
Esa victoria, sin embargo, no daba, cuando se los veía tan ansiosos, la impresión de ser definitiva. Era como si el viejo peligro siguiese amenazándolos. Como si, por mucho terreno que hubiesen ganado sintiesen, a cada momento, que podían perderlo otra vez. Sabían que, de este mundo, ellos eran lo más verdadero, pero no estaban seguros de serlo lo bastante, de haber alcanzado un punto de realidad óptimo e indestructible, que ya no podía retroceder y más allá del cual ya no podía llegarse. Pero, sobre todo, lo que venían trayendo del pasado, la sensación antigua de nada, confusa y rudimentaria, había quedado en ellos como su verdadera forma de ser. Si es verdad, como dicen algunos, que siempre queremos repetir nuestras experiencias primeras y que, de algún modo, siempre las repetimos, la ansiedad de los indios debía venirles de ese regusto arcaico que tenía, a pesar de haber cambiado de objeto, su deseo. No podían tener una certidumbre mayor de realidad porque en el fondo de sí mismos sabían que, fuesen cuales fuesen las cosas del mundo exterior que hubiesen elegido como objeto, por lejanos y vagos que pareciesen los hombres que devoraban, la única referencia que tenían para reconocer el gusto de esa carne extranjera era el recuerdo de la propia. Los indios sabían que la fuerza que los movía, más regular que el paso del sol por el cielo, a salir al horizonte borroso para buscar carne humana, no era el deseo de devorar lo inexistente sino, por ser el más antiguo, el más adentrado, el deseo de comerse a sí mismos. Ellos eran, de ese modo, la causa y el objeto de la ansiedad. Se conocían sin conocerse, y realizaban actos de los que sabían que el sentido aparente no era el verdadero; el objeto en apariencia más alejado de su deseo, es decir ellos mismos, era, y ellos lo sabían, sin representárselo con claridad sin duda, la verdadera causa de sus expediciones. Daban, para reencontrar el sabor antiguo, un rodeo inmenso por lo exterior. Durante un tiempo, ese simulacro los calmaba. Se dejaban caer, ebrios y ciegos, en lo negro, para ir emergiendo poco a poco a un día más claro y más ordenado que, con el giro lento del año, se empezaba otra vez a gastar. No querían ni pensar en lo que había pasado porque para ellos, que lo habían vivido desde dentro, no había ninguna duda sobre las causas verdaderas. Se valían, un poco aturdidos por el regreso obstinado de ese hambre que parecían haber saciado de una vez, de una gran maquinación común que desplegaba, a la luz del día, las pruebas irrefutables de su ser y de su inocencia. Pero por mucho que maquinaran, no lograban borrar lo que estaba en ellos desde el principio. Se engañaban a medias. Habían aceptado un pacto ciego en el que siempre llevaban, hostigados, la peor parte. Para ellos, el mundo no podía tener demasiado valor porque sabían que incluso los hombres verdaderos, los que parecían haberse arrancado de la negrura, arrastraban todavía, en sus actos esenciales, la pasta pegajosa y oscura de lo indistinto, en cuya ciénaga espesa ninguna claridad persistente y firme era posible.
En ese mundo incierto, cada hombre y cada cosa ocupaban su exacto lugar. En los trabajos comunes, cada indio cumplía su tarea en el momento preciso en que era necesaria, pero para mí resultaba imposible saber quién y en qué momento había dado la consigna. Si salían en las canoas, cada hombre ocupaba un sitio determinado en ellas, y los que empuñaban los remos los recogían como si se hubiese decidido de antemano que era a ellos a los que les tocaba remar. Era igual cuando salían de caza, cuando pescaban, cuando iban a la guerra. Las mujeres, que sembraban, cosechaban y realizaban las tareas domésticas, actuaban de la misma manera. Todos cumplían con rapidez y eficacia, sin equivocarse ni ocupar un lugar ajeno, el papel requerido en el momento preciso sin que nadie pareciese habérselo asignado. Nunca vi a nadie realizar lo que podría considerarse un acto casual. Todo acto, por mínimo que fuese, entraba en un orden preestablecido. Algunas acciones, que al principio me parecían absurdas, fueron revelando su estricta necesidad. En esas dos o tres leguas a la redonda que ocupaban, bajo un cielo indiferente, todos los actos humanos estaban destinados a preservar, a cada momento, la constancia improbable del mundo al que acechaba, continua, la aniquilación. Aun los días más límpidos y apacibles estaban contaminados por esa amenaza. Cada gesto era como un puntal del mundo en desbandada; cada acción, como una forma impuesta a las cosas para que no se deshicieran; cada mirada, una comprobación vigilante y preocupada de que el orden endeble del todo había condescendido, durante unos momentos más, a persistir. En esa estrategia también yo ocupaba, como todas las cosas visibles en el espacio destellante y vacío, mi lugar.
El papel que me acordaban me había permitido sobrevivir. Cada vez que salían a buscar seres humanos para sus fiestas anuales, los indios traían con ellos uno como yo al que no mataban y al que, después de darle durante cierto tiempo la gran vida, mandaban de vuelta. Durante diez años, vi sucederse a esos huéspedes desdeñosos. Los retenían dos o tres meses e incluso menos; cuando la tribu volvía, después de su tembladeral, a los días monótonos y apacibles, los dejaban ir. Si a mí me mantuvieron tantos años con ellos, era porque no sabían bien dónde mandarme de vuelta; apenas vieron que hombres que se me parecían andaban por las inmediaciones, me pusieron en una canoa y me mandaron río abajo. De todos esos huéspedes, yo era el único que no sabía cómo comportarse; los otros parecían no ignorar lo que los indios esperaban de ellos, y ese conocimiento parecía autorizarlos a mostrarse distantes y altaneros. Antes de llegar, ellos ya sabían lo que a mí me costó años descifrar. El Def-ghi, def-ghi, insistente y meloso que les dirigían tenía, apenas desembarcaban en la costa amarilla, un sentido inequívoco para ellos; para mí, en cambio, desentrañarlo fue como abrirme paso por una selva resistente y trabajosa. A los indios, para quienes todo lo externo se les subordinaba, nunca se les ocurrió que yo podía ignorar su lengua y sus intenciones. Yo, que a decir verdad no tenía, desde el punto de vista de ellos, existencia propia, no debía ignorar, desde ese mismo punto de vista, lo que ellos esperaban de mi persona. No me dieron, ni una vez sola, ninguna explicación. Ya en las primeras miradas que me dirigieron, en el primer anochecer en que anduve entre las hogueras, había, me doy cuenta ahora, además del deseo de llamar mi atención y de caerme en gracia, la expresión del que recuerda a una de las partes, con insistencia un poco obscena, las cláusulas de un pacto secreto. Me fue necesario ir desempastando, durante años, esa lengua en sí cenagosa para vislumbrar, sin llegar a estar nunca seguro de haber acertado, el sentido exacto de esas dos sílabas rápidas y chillonas con que me designaban. Como todos los otros que componían la lengua de los indios, esos dos sonidos, def-ghi, significaban a la vez muchas cosas dispares y contradictorias. Def-ghi se les decía a las personas que estaban ausentes o dormidas; a los indiscretos, a los que durante una visita, en lugar de permanecer en casa ajena un tiempo prudente, se demoraban con exceso; def-ghi se le decía también a un pájaro de pico negro y plumaje amarillo y verde que a veces domesticaban y que los hacía reír porque repetía algunas palabras que le enseñaban, como si hubiese hablado; def-ghi llamaban también a ciertos objetos que se ponían en lugar de una persona ausente y que la representaban en las reuniones hasta tal punto que a veces les daban una parte de alimento como si fuesen a comerla en lugar del hombre representado; le decían def-ghi, de igual modo, al reflejo de las cosas en el agua; una cosa que duraba era def-ghi; yo había notado también, poco después de llegar, que las criaturas, cuando jugaban, llamaban def-ghi a la que se separaba del grupo y se ponía a hacer gesticulaciones interpretando a algún personaje. Al hombre que se adelantaba en una expedición y volvía para referir lo que había visto, o al que iba a espiar al enemigo y daba todos los detalles de sus movimientos, o al que a veces, en algunas reuniones, se ponía a perorar en voz alta pero como para sí mismo, se les decía igualmente def-ghi. Llamaban def-ghi a todo eso y a muchas otras cosas. Después de largas reflexiones, deduje que si me habían dado ese nombre, era porque me hacían compartir, con todo lo otro que llamaban de la misma manera, alguna esencia solidaria. De mí esperaban que duplicara, como el agua, la imagen que daban de sí mismos, que repitiera sus gestos y palabras, que los representara en su ausencia y que fuese capaz, cuando me devolvieran a mis semejantes, de hacer como el espía o el adelantado que, por haber sido testigo de algo que el resto de la tribu todavía no había visto, pudiese volver sobre sus pasos para contárselo en detalle a todos. Amenazados por todo eso que nos rige desde lo oscuro, manteniéndonos en el aire abierto hasta que un buen día, con un gesto súbito y caprichoso, nos devuelve a lo indistinto, querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador.