De esa existencia difícil que llevaban, los momentos más arduos, y también los más peligrosos, eran aquellos en los que, excedidos por su deseo, se abandonaban a él y se arriesgaban a pasar, como sonámbulos, por lo más denso de la noche. Guardaban, por prudencia, a los asadores, que los cuidaban, apacibles como pastores, no de ovejas sino más bien de lobos. Y, como última carta, al huésped desdeñoso que los sabía dependientes de su capricho o de su memoria, y que podía perpetuar, en el mundo incrédulo que los había sumido en esa indigencia de realidad, alguna imagen fuerte y entera, reconocible de inmediato, y los hiciese perdurar entre las cosas visibles cuando ellos, fugitivos, ya se hubiesen borrado por completo. Si traían, sin omitirlo una vez sola, a esos huéspedes, en los días en que comían carne humana, era también para mostrar, para que fuese evidente, que ellos se habían arrancado, meritorios, del amasijo original y que, aprendiendo a distinguir entre lo interno y lo exterior, entre lo que se había erigido en el aire luminoso y lo que había quedado chapaleando en la oscuridad, el mundo vasto y borroso supiese que en ellos se apoyaba, arduo, lo real, y que ellos eran los hombres verdaderos. Nos ponían también, en esos días sangrientos, como testigos de su inocencia. Debíamos llevarle, al horizonte enemigo, por si ellos se dejaban aniquilar, sus señales de vida. Eramos, dispersos en el mundo, los últimos rescoldos de la incandescencia que los consumía. Nos soltaban para que fuésemos los mensajeros de ese hundimiento. Y la punta de la pluma que va rasgando, despacio, en la noche silenciosa, mientras sube, por la ventana abierta, un olor de cal y de madreselva, la hoja áspera, no deja, mientras la mano todavía firme la sostiene, más que el rastro de ese rumor que me viene, no sé de dónde, a través de años de silencio y de desprecio.
Así es como después de sesenta años esos indios ocupan, invencibles, mi memoria. No puedo verlos separados del cielo inmenso, azul y luminoso, que a la noche se llenaba de estrellas. Cuando no había luna, eran infinitas, enormes y chisporroteantes. En invierno, verdes, azules, violetas, rojas, amarillas, gélidas, cintilaban. Ahora me doy cuenta de que si estaban ahí, rodeándonos como a una franja delgadísima de pavor, ignorancia y palpitaciones, era porque los indios, a cada momento, sin tregua, las sostenían. El gran río, que las duplicaba, llenándose a su vez de destellos, corría hacia el sur con el aliento que ellos le daban, y los árboles, a cada primavera, reverdecían porque la sangre de los indios se confundía con su savia. Pagaban, día a día, hasta el desgaste, el precio inacabable que costaba haberse arrancado a medias de una cuna pantanosa que les dejó, para siempre, un sabor a extravío. Muchos de los recuerdos que cruzan, durante el día, porque sí, como meteoros, mi memoria, vienen de las inmediaciones de ese gran río cuya superficie rayaban las estelas de las canoas que sabían atravesarlo, rápidas, en todas direcciones, y no pocos de los gestos que realizo, mecánicos, en los momentos más inesperados, están como impregnados de esos recuerdos, a veces de un modo tan indirecto y secreto que ni yo mismo alcanzo a darme cuenta de que existe una relación, sin dejar de experimentar, sin embargo, la sensación extraña de que a través de ese acto fugaz y secundario, todos esos años van a volver, de golpe, de la región oscura en la que están enterrados a la superficie. A los recuerdos de mi memoria que, día tras día, mi lucidez contempla como a imágenes pintadas, se suman, también, esos otros recuerdos que el cuerpo solo recuerda y que se actualizan en él sin llegar sin embargo a presentarse a la memoria para que, reteniéndolos con atención, la razón los examine. Esos recuerdos no se presentan en forma de imágenes sino más bien como estremecimientos, como nudos sembrados en el cuerpo, como palpitaciones, como rumores inaudibles, como temblores. Entrando en el aire traslúcido de la mañana, el cuerpo se acuerda, sin que la memoria lo sepa, de un aire hecho de la misma sustancia que lo envolviera, idéntico, en años enterrados. Puedo decir que, de algún modo, mi cuerpo entero recuerda, a su manera, esos años de vida espesa y carnal, y que esa vida pareciera haberlo impregnado tanto que lo hubiese vuelto insensible a cualquier otra experiencia. De la misma manera que los indios de algunas tribus vecinas trazaban en el aire un círculo invisible que los protegía de lo desconocido, mi cuerpo está como envuelto en la piel de esos años que ya no dejan pasar nada del exterior. Únicamente lo que se asemeja es aceptado. El momento presente no tiene más fundamento que su parentesco con el pasado. Conmigo, los indios no se equivocaron; yo no tengo, aparte de ese centelleó confuso, ninguna otra cosa que contar. Además, como les debo la vida, es justo que se la pague volviendo a revivir, todos los días, la de ellos.
Pero no es fácil. Esos recuerdos que, asiduos, me visitan, no siempre se dejan aferrar; a veces parecen nítidos, austeros, precisos, de una sola pieza; pero, apenas me inclino para asirlos con un solo gesto y perpetuarlos, empiezan a desplegarse, a extenderse, y los detalles que, vistos desde la distancia, el conjunto ocultaba, proliferan, se multiplican, cobran importancia en el conjunto, de modo tal que en un determinado momento una especie de mareo me asalta y ya me resulta difícil establecer una jerarquía entre tantas presencias que me hacen señas. Ya no se sabe dónde está el centro del recuerdo y cuál es su periferia: el centro de cada recuerdo parece desplazarse en todas direcciones y, como cada detalle va creciendo en el conjunto, y, a medida que ese detalle crece otros detalles que estaban olvidados aparecen, se multiplican y se agrandan a su vez, muchas veces empiezo a sentirme un poco desolado y me digo que no solamente el mundo es infinito sino que cada una de sus partes, y por ende mis propios recuerdos, también lo es. En esos días me sé decir que los indios, guardándome tanto tiempo con ellos, no supieron preservarme del mal que los roía. Otras veces, sin embargo, muchas de esas imágenes se presentan en un orden apacible, cerradas y claras, persistiendo mucho tiempo, desapareciendo y volviendo a aparecer gracias a una fuerza constante y misteriosa que no únicamente les permite conservar sus rasgos inequívocos, sino que pareciera ir puliéndolos y redondeándolos hasta volverlos firmes y nítidos como piedras o como huesos.
Uno de esos recuerdos es, cosa curiosa, el de los niños que vi al día siguiente de mi llegada, jugando lejos del caserío, en la orilla del agua. Muchas veces, en el sol plácido, los vi abandonarse, felices, al mismo juego. En diez años, los niños cambiaban, porque cuando llegaban a cierta edad desaparecían unos días entre las islas, acompañados de algunos cazadores, y cuando volvían, un poco más adustos que a la ida, ya eran hombres. Pero como los grupos se formaban con criaturas de todas la edades, los más chicos iban creando la continuidad, de modo tal que parecía siempre el mismo grupo que había visto el primer día. Al principio, como me costaba reconocer a los individuos, ya que todos tenían el mismo cabello lacio y renegrido y el mismo cuerpo oscuro y lustroso, no me daba cuenta de los cambios y me parecían ser siempre los mismos. Es que ellos se esforzaban, es cierto, para que, a cada momento, todo fuese idéntico a sí mismo y obtener, de ese modo, una ilusión de inmovilidad. Debo haber visto jugar a esas criaturas cientos de veces pero, en mi memoria, es siempre el mismo recuerdo, el del primer día, el que vuelve cada vez más obstinado y más nítido. Yo me había alejado corriendo de la playa para no ver, en el sol deslumbrante, la carnicería que me espantaba. El juego indolente de las criaturas me apaciguó y durante largo rato me quedé absorto, observándolo. Se ponían en fila, paralelos al río, dejando un espacio corto entre uno y otro, y se iban dejando caer, uno a uno, quedándose como adormecidos en el suelo; cuando caía el último de la fila, el primero venía a ponerse detrás de él, todos los otros lo seguían en el mismo orden, y el juego recomenzaba. A veces, las manos del último se apoyaban en las del penúltimo, las de éste en las del antepenúltimo, y así sucesivamente hasta el primero, y la fila, encadenada de esa manera, se desplazaba un trecho en línea recta, formaba un círculo, o empezaba a girar sobre sí misma como una espiral. Durante horas las criaturas se abandonaban, felices, a ese juego del que el recuerdo, cada vez más limpio y más imborrable, me visita seguido. En sus rasgos, que año tras año se van precisando, me parece entrever que algún signo oscuro del mundo se presenta, quién sabe por qué causa, a la luz del día, ya que es difícil imaginar que la persistencia de ese acto por parte de los niños, a través de muchas generaciones, y su presencia insistente en mi memoria, sean simples hechos casuales que, medidos con la vara del infinito, no tengan ninguna significación. Tanta terquedad por perdurar en la luz adversa del mundo sugiere, tal vez, alguna complicidad con su esencia profunda. Ha de ser, sin duda, la cifra de cosas elementales, como la forma del tiempo o la razón del espacio, atravesadas por el ir y venir de la misma sangre humana entre sobresaltos, maravilla y titilaciones. Pero aun cuando ninguna cosa oculta se revele, una y otra vez, en la imagen de esos juegos, su reaparición constante en mi memoria, cada vez con mayor simplicidad, va gastando, poco a poco, la borra de los acontecimientos que contiene, para dejar la limpidez geométrica de esa figuras que las criaturas trazaban, con sus cuerpos, en el suelo arenoso, al abrigo de la contingencia: una línea de puntos, discontinua, cuando los chicos, dejándose caer uno a uno y quedándose como adormecidos, quebraban en muchas partes la recta continua que volvían a formar después apoyando las manos en los hombros del que estaba adelante hasta transformarse en una cadena que, girando, se transformaba a su vez en círculo o en espiral.
Otros de esos recuerdos que, con un ritmo propio y misterioso, frecuentes, me visitan, es el de un amanecer de verano, al día siguiente de una de las fiestas en las que los indios, a cada vuelta del año, naufragaban. Uno de los indios agonizaba, acostado de espaldas sobre la arena, de cara al aire empalidecido. Tenía el cuerpo lleno de heridas, de golpes, de quemaduras. Había pasado el día anterior comiendo carne humana, emborrachándose y copulando. Los ojos, muy abiertos, miraban fijo el cielo lívido y de la boca entreabierta, por la comisura de los labios, se le había escapado una estela de sangre y saliva que, en contacto con el aire fresco de la mañana, ya se había secado. A medida que el hombre iba entrando en la muerte, casi con el mismo ritmo, el sol de verano subía en el cielo que, con la luz creciente, iba poniéndose, a partir de la palidez del alba, cada vez más azul. Que el mundo nos roba su sustancia, que se sostiene con nuestra sangre, podría probarlo el contraste que ofrecían el hombre agonizante y el espacio en cuyo interior se extinguía, porque, a medida que el brillo de sus ojos se apagaba, que su respiración se volvía más entrecortada y más débil, la luz matinal ganaba brillo y magnificencia, como si el mundo fuese sacando del último aliento del hombre los destellos que cabrilleaban en el agua, que hacían más intenso el amarillo de la arena, que espesaban el azul del cielo, y que rebotaban en las hojas verdes y bien despabiladas de los árboles. Yo estaba acuclillado junto al hombre, que era un poco más viejo que yo, y que ya ni notaba mi presencia. En la medida en que me era posible conocer a esos indios, yo lo conocía bastante bien; vivía con su familia en una choza muy cercana a la mía y, muchas veces, me mandaba alimento con las mujeres o las criaturas o a veces era él mismo el que me lo traía. Lo que me había llamado la atención en él eran su discreción y su mesura. Aun cuando durante semanas e incluso meses los indios se olvidaran un poco de mi presencia o la aceptaran con indiferencia, la mayor parte del tiempo me asediaban con sus poses exageradas, con sus requerimientos, con sus zalamerías. No era raro que, si por ejemplo, me traían alimento, me lo hiciesen notar con exceso sin duda para que yo, cuando me refiriese a ellos en algún futuro probable, tuviese en cuenta su generosidad. Si acentuaban tanto todos sus actos y sus facetas, era para volverse más inteligibles y para que yo los aprehendiese con más facilidad. No siempre las poses que adoptaban revelaban lo mejor de ellos. Que la imagen que querían dar de sí mismos fuese buena o mala les interesaba poco; lo importante era que fuese intensa y fácil de retener. Muchos me persiguieron durante diez años con detalles pueriles, que repetían siempre de la misma manera, y que no dejaban de evocar cada vez que me encontraban. Uno que, el primer día, para llamar mi atención, me había amenazado con comerme a mí también, y que para demostrármelo simulaba morderse su propio brazo, me lo recordaba, riéndose, cada vez que se topaba conmigo. Def-ghi, def-ghi, me decía siempre, agregando dos o tres sonidos rápidos que querían decir más o menos: yo soy el que, en broma, te decía que te iba a comer. En los diez años, envejeció y perdió casi todos los dientes; era ancho y retacón, y la piel alrededor de los ojos achinados se le arrugaba toda cuando se reía mostrando las encías de un rosa blancuzco. Nunca, en todo el tiempo que estuve entre ellos, el indio me dirigió la palabra para decirme otra cosa: siempre los dos o tres sonidos rápidos y chillones con los que quería grabar en mi recuerdo esa ocurrencia pueril que, imborrable, lo salvaría. A veces me cruzaba, lo más serio, distraído, y ni siquiera me saludaba, seguía caminando y, como si se acordara de golpe, me llamaba, me dirigía su sonrisa artificial y las palabras consabidas, se ponía serio otra vez, y se alejaba. La tarde en que me pusieron en la canoa llena de víveres para mandarme río abajo, alcancé a divisarlo por última vez. tratando de abrirse paso por entre la muchedumbre que se apiñaba alrededor de la canoa, conservando a duras penas la sonrisa a causa de los apretujones, y repitiendo sin cesar los sonidos que el clamor de la muchedumbre me impedía escuchar pero que yo adivinaba con facilidad: Def-ghi, def-ghi, yo soy el que, en broma, te decía que te iba a comer, yo soy el que, en broma, te decía que te iba a comer.