Masticaba, empecinado, sin levantar mucho la cabeza de su pedazo de carne, con furor creciente, como renegando en silencio por no poder, de un solo bocado, devorar, no únicamente su pedazo de carne, sino el mundo entero que lo contenía. Cuando terminó el primer pedazo saltó de la canoa y, con paso decidido, fue a buscar otro a las parrillas. Cuando lo obtuvo, se quedó a comer cerca del fuego, lo terminó en dos o tres tarascones, y pidió un tercero. Se veía que ya estaba repleto, pero ese tercer pedazo parecía una obligación que, deliberado, se imponía a sí mismo. Con el pedazo en la mano, empezó a pasearse, lento, casi con el mismo ritmo con que masticaba, por la orilla del agua, parándose a veces o dejando, por un momento, de masticar con la boca abierta. Los últimos bocados ya no le pasaban. Los masticaba mucho, muy despacio, con la boca abierta, el ceño fruncido, los ojos fijos en el vacío, lo que quedaba del pedazo de carne olvidado allá abajo, en la mano que lo aferraba balanceándose a lo largo del cuerpo mientras el hombre caminaba. A duras penas, lo terminó. Quedó un hueso pelado que dejó caer, distraído, sobre la arena que, en su ir y venir, iban como cavando sus pasos trabajosos. Por fin se desplomó. Durante un buen rato dormitó al sol, hasta que el tumulto de los otros indios que se arremolinaban contra las vasijas de aguardiente lo despertó y lo hizo incorporarse a medias y ponerse a pestañear en esa dirección. Recién al día siguiente estaría agonizando sobre esa misma playa, pero ya en ese momento parecía ausente de este mundo que había perdido, a simple vista, toda corporeidad para él. Sin sacudirse de su somnolencia se levantó y se encaminó hacia las vasijas. Ni siquiera vio que uno de los que distribuían el alcohol le ofrecía una calabacita llena; juntó una del suelo, la hundió en la vasija y, retirándola repleta, la vació de un solo trago. Seis o siete veces repitió la misma operación, tieso, erguido, el pecho un poco hinchado, la mirada cada vez más turbia, mostrando, con su opacidad, que detrás de ella no había sueños tumultuosos sino una negrura espesa y continua. Después se alejó de la muchedumbre y se quedó parado, rígido, cerca del agua, inmóvil, hasta el anochecer. Obtenía su inmovilidad y su rigidez gracias a un esfuerzo desmesurado, y se veía bien que todo su cuerpo luchaba por mantenerla, hasta tal punto que el cuello se le hinchaba y las venas, gruesas y tortuosas, sobresalían en su frente al mismo tiempo que mantenía los ojos fijos y muy abiertos y los dientes apretados entre los que, a causa del esfuerza, le chirriaban, por momentos, gotas de saliva. Esa inmovilidad parecía todavía más extraña comparada con la actividad que desplegaba, alrededor del hombre, en la fiebre del anochecer, la tribu entera; desde hacía un buen rato, los cuerpos, por parejas o por grupos en los que se mezclaban indios de todas las edades, desde las criaturas hasta los viejos, se entrelazaban, brutales, llenando el aire liso y tibio del anochecer con sus suspiros, sus gritos, sus voces, sus lamentos. Muchos se revolcaban a pocos metros del hombre inmóvil, que siguió tenso y erguido hasta que, en un momento dado, imprevisible y brusco, salió corriendo y desapareció entre los árboles y también en la oscuridad, porque en ese mismo momento llegaba la noche. Entonces, lo perdí de vista. Sé que fue a mezclarse en el tumulto de la tribu, que fue pasando, una y otra vez, por la ciénaga abierta bajo sus pies que cada ano, durante unas horas, se tragaba a la tribu entera, devolviendo maltrechos a muchos de sus miembros y guardándose no pocos para siempre. La inmovilidad a la que se había estado sometiendo durante horas no había sido de ningún modo una muestra de retención o un intento poderoso por mantenerse al margen del caos sino, muy por el contrario, un desafío descabellado, una forma de delirio y de desmesura. En todo caso, lo que la oscuridad devolvió a la playa amarilla, después de una noche inacabable, en el amanecer lívido, era la costra magullada y vacía del hombre que yo había conocido.
Inclinado sobre él, bajo el sol de la mañana, lo miraba morir. A diferencia del otro, hecho de muchas experiencias distintas que se confunden y forman una sola imagen en mi memoria, este recuerdo es único, porque la muerte de cada hombre es única y era ese hombre y ningún otro el que se moría. En eso se revelan iguales muerte y recuerdos: en que son, para cada hombre, únicos, y los hombres que creen tener, por haberlo vivido en la proximidad de la experiencia, un re-cuerdo común, no saben que tienen recuerdos diferentes y que están condenados a la soledad de esos recuerdos como a la de la propia muerte. Esos recuerdos son, para cada hombre, como un calabozo, y está encerrado en ellos del nacimiento a la muerte. Son su muerte. Cada hombre muere de tenerlos únicos, por-que justamente lo que muere, lo que es pasajero y no renace en otros, lo que en las muchedumbres está destinado a morir, son esos recuerdos únicos que alimentan el engaño de un rememorador exclusivo que la muerte acabará por borrar. Del hombre magullado, que ya apenas si respiraba, aprendí, también, aquella mañana, que, de la negrura que nos rodea, la virtud no salva. Si sorteamos, valerosos, una noche, otra más grande, un poco más lejos, nos espera. En vano ese hombre, en días apacibles, apreciaba ser bueno; la boca abierta sobre la que bailaba, inocente, en equilibrio, se lo comía igual. Nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispensarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente. Hacia mediodía el hombre dejó, por fin, de respirar. Entre el cielo azul, las hojas verdes, el río dorado y la arena amarilla, se volvió una mancha confusa y sin nombre, como si esa evidencia plena y exterior del mundo que nos rodeaba lo hubiese despojado, para desplegarse en la luz, de su aliento y su sustancia.
No bien un sueño ha pasado, por vivido que haya sido y por claro que siga siendo en la memoria se vuelve, para el soñador, indemostrable y remoto. Si lo cuenta, el que lo escucha creerá en vano reconocer los detalles y el mentido. Aun para el soñador mismo son problemáticos. Si una tarde, por ejemplo, le vuelve, por algún signo de la vigilia que se lo recuerda, un sueño olvidado, no habrá, para el soñador, modo alguno de verificar el momento exacto en que tuvo ese sueño y no podrá determinar si lo soñó la última noche, o un mes antes, o muchos años antes. No podrá saber si ese sueño, que él creía olvidado, es de verdad un sueño antiguo que le vuelve y no uno nuevo que se le aparece por primera vez en forma de recuerdo, flamante y repentino. Recuerdos y sueños están hechos de la misma materia. Y, bien mirado, todo es recuerdo. Pero el mundo puede darles edad y espesor. Si en este momento, por ejemplo, me acordara de un sueño en el que estuviese presente el padre Quesada, esa presencia le daría al sueño una edad, ya que no lo hubiese podido soñar antes de conocerlo, y el recuerdo del padre Quesada, lo que autoriza a darle una existencia independiente de mis sueños, cobra espesor y realidad gracias a algunos libros que me dio antes de morir y de los que nunca me he separado. De esa manera, sueño, recuerdo y experiencia rugosa se deslindan y se entrelazan para formar, como un tejido impreciso, lo que llamo sin mucha euforia mi vida. Pero a veces, en la noche silenciosa, la mano que escribe se detiene, y en el presente nítido y casi increíble, me resulta difícil saber si esa vida ha tenido realmente lugar, llena de continentes, de mares, de planetas y de hordas humanas o si ha sido, en el instante que acaba de transcurrir, una visión causada menos por la exaltación que por la somnolencia. Que para los indios ser se dijese parecer no era, después de todo, una distorsión descabellada. Y, no pocas veces, algo en mí se plegaba, dócil, y bien hondo, a sus certidumbres.
Un día, por ejemplo, en que ya caía la tarde, yo estaba sentado, apacible y vacío, en la puerta de mi casa. Había sido uno de esos días largos de primavera en los que el viento, tibio, constante y no demasiado fuerte arrastra, desde la mañana, nubes espesas y blancas que dejan entrever el cielo azul y luminoso, y se detiene so-lamente al crepúsculo. A esa hora, ya no soplaba. Había dejado el cielo limpio de nubes, a no ser por dos o tres jirones muy alargados y casi transparentes, superpuestos y paralelos como trazos tortuosos que la luz del sol volvía verdosos y anaranjados. Sentado en el suelo recién barrido, con la espalda apoyada en la pared de adobe, los miraba desvanecerse poco a poco mientras el cielo, tenso, se oscurecía. Del mismo modo que las nubes, el viento parecía haber borrado también mis pensamientos. Miraba cambiar el color de las nubecitas que, al mismo tiempo que se volvían violáceas, azules, se iban adelgazando y desapareciendo. El sol ya se había hundido en el horizonte, y la que todavía iluminaba la tarde era, cada vez más uniforme, su última luz. También al caserío lo apaciguaba el crepúsculo. Como yo, algunos indios descansaban en las puertas de sus casas. Otros, más indolentes que de costumbre o que me dan, ahora, en el recuerdo, esa impresión, atravesaban, un poco más lejos, la playa en muchas direcciones. Un hombre, arrodillado, empezaba a encender, diestro, una fogata. Varias criaturas, oscurecidas por la penumbra de los árboles, se reconcentraban en sus juegos extraños. Gracias tal vez a la calma súbita del viento desapacible, la tarde, los hombres y el horizonte circular lleno de cosas espesas y misteriosas, parecían más constantes y benévolos. Un olor a comida, a hogar elemental, empezaba a flotar, sin ensuciarlo, en el aire. Durante unos minutos, me distraje observando a ese pueblo oscuro que palpitaba, como hechizado, a mi alrededor, y cuando alcé otra vez la cabeza, las nubecitas habían desaparecido. Quedó el cielo vacío de un azul muy liso que se iba oscureciendo y, como si se fuesen acercando de a poco, y tan débiles todavía que había que esforzarse para descubrirlas, las primeras estrellas. Eran unos puntitos tenues que parecían brillar y borrarse, brillar y borrarse, como si también ellas, a las que se les asigna, con tanta certeza, la eternidad, el ser les costara, igual que a nosotros, sudor y lágrimas. Para esa época, yo creía que mi destino estaba hecho y que, ya sin variantes, mi porvenir escaso desembocaba en la muerte. No sabía que, muy poco tiempo más tarde, en una canoa cargada, los indios me mandarían río abajo al encuentro de esta noche de verano, tan alejada y diferente de aquellos días que me parecían finales. Pero no mezclaba, a esa convicción, ni furor ni angustia. Me dejaba estar, neutro, a la altura de mi destino, entregado al orden de lo inmediato; desguarnecido como vine a este mundo, el pan de mi vida, por duro que fuese, me bastaba, y yo desconocía gustos mejores que justificaran la nostalgia. En el anochecer apacible, estaba todavía más vacío que de costumbre, pero gracias tal vez a la clemencia del tiempo, ni siquiera me daba cuenta. Me quedé unos momentos mirando aparecer las estrellas, y después me levanté y empecé a pasearme por el caserío.
Algunos indios me dirigían las miradas entendidas y cómplices a las que, después de tanto tiempo, ya me había acostumbrado. Def-ghi, def-ghi, me decían, señalándose a sí mismos al pasar, entrecerrando los ojos o haciendo alguna mueca. Otros, indiferentes, ni siquiera reparaban en mí. A veces, del río cercano llegaba el ruido súbito de algún chapuzón. El hombre que unos minutos antes había estado tratando de encender una hoguera, ya había logrado su propósito. Como había mezclado a la leña muchos arbustos y paja seca, las llamas brotaron de golpe, verticales y altas, chisporroteando y crepitando fuertes. Casi enseguida, viniendo de la penumbra azulada, un puñado de mariposas oscuras se precipitó entre las llamas. En la proximidad del fuego, el aire tibio se recalentaba y, a pesar de que no soplaba ningún viento, la violencia con que el fuego había prendido dispersaba el primer humo turbulento. El hombre acomodaba la leña con un palo, arrastrando con la punta las ramitas dispersas en el suelo alrededor de la hoguera. Algunos indios que pasaban le dirigían un saludo rápido y después se alejaban en la penumbra azul. Dejé atrás el tumulto de humo, chispas y llamas y me encaminé hacia el río. En la oscuridad azul, la arena relumbraba, más amarilla que a la luz del día. Un hombre salió del río chorreando agua, y se perdió corriendo entre los árboles. Yo me paré en la orilla.