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Al tiempo de navegar a lo largo de la costa, nos adentramos en un mar de aguas dulces y marrones. Era tranquilo y desolado. Cuando alcanzamos una de sus orillas, pudimos comprobar que el paisaje había cambiado, que ya la selva había desaparecido y que el terreno se hacía menos accidentado y más austero. Unicamente el calor persistía: y ese mar de color extraño, al revés del otro, azul, que refresca, con sus vientos que vienen de lo hondo, las playas del mundo, no lo mitigaba. Cielo azul, agua lisa de un marrón tirando a dorado, y por fin costas desiertas, fue todo lo que vimos cuando nos internamos en el mar dulce, nombre que el capitán le dio, invocando al rey, con sus habituales gestos mecánicos, cuando tocamos tierra. Desde la orilla vimos al capitán internarse en el agua hasta casi la cintura y cortar muchas veces el aire y rozar el agua con su espada que cimbreaba a causa de las manipulaciones ceremoniales. Mis ojos primerizos siguieron con interés los gestos precisos y complicados del capitán, pero no lograron percibir el cambio que mi imaginación anticipaba. Después del bautismo y de la apropiación, esa tierra muda persistía en no dejar entrever ningún signo, en no mandar ninguna señal. Desde el barco, mientras nos alejábamos hacia lo que suponíamos la desembocadura del río que teñía de marrón las aguas, me quedé mirando el punto en el que habíamos desembarcado, y aunque hacía apenas unos pocos minutos que habíamos vuelto a zarpar, no quedaba ningún rastro de nuestra presencia. Todo era costa sola, cielo azul, agua dorada. Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descubriéndolo, como si ante nosotros no hubiese otra cosa que un vacío inminente que nuestra presencia poblaba con un paisaje corpóreo, pero cuando lo dejábamos atrás, en ese estado de somnolencia alucinada que nos daba la monotonía del viaje, comprobábamos que el espacio del que nos creíamos fundadores había estado siempre ahí, y consentía en dejarse atravesar con indiferencia, sin mostrar señales de nuestro paso y devorando incluso las que dejábamos con el fin de ser reconocidos por los que viniesen después. Cada vez que desembarcábamos, éramos como un hormigueo fugaz salido de la nada, una fiebre efímera que espejeaba unos momentos al borde del agua y después se desvanecía. Cuando entramos en el río salvaje que formaba el estuario -después supe que eran muchos- navegamos unas leguas alborotando las cotorras que anidaban en las barrancas de tierra roja, despabilando un poco el grumo lento de los caimanes en las orillas pantanosas. El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a crecimiento. Salir del mar monótono y penetrar en ellos fue como bajar del limbo a la tierra. Casi nos parecía ver la vida rehaciéndose del musgo en putrefacción, el barro vegetal acunar millones de criaturas sin forma, minúsculas y ciegas. Los mosquitos ennegrecían el aire en las inmediaciones de los pantanos. La ausencia humana no hacía más que aumentar esa ilusión de vida primigenia. Así navegamos casi un día entero, hasta que por fin, al anochecer, nos detuvimos en medio de esas orillas primordiales. Por prudencia -temor de fieras, o de hombres, o de peligros innominados- el capitán aplazó el desembarco hasta el día siguiente.

De ese día me vuelve siempre, a pesar de los años, un gusto a madrugada: voces todavía un poco roncas por el sueño, ruidos primeros creando, en la oscuridad, un espacio sonoro, y el propio ser que emerge a duras penas de lo hondo, reconstruyendo el día inminente cuando una mano ya despabilada, en el alba inocente, lo sacude. Esa vez fue un marinero, un viejo lúgubre, el que me despertó: yo formaba parte de un grupo que bajaría a tierra con el capitán para una expedición de reconocimiento. Nos fuimos reuniendo, medio dormidos y acabándonos de vestir, en la cubierta donde el capitán ya nos esperaba, envuelto en la penumbra azul de la madrugada. Sobre los cables y los mástiles que se recortaban nítidos en esa penumbra brillaba, fija y enorme, la estrella de la mañana. Eramos once, incluido el capitán: en una sola embarcación nos dirigimos hacia la orilla del poniente y todavía puedo recordar que mientras remábamos, alejándonos de los barcos, íbamos alejándonos también de la mancha roja que teñía el cielo detrás de los árboles, en la orilla opuesta. Cuando tocamos tierra, era casi de día. Nuestra presencia en la orilla gredosa acrecentó el bullicio de los pájaros. Nos movíamos nítidos en la luz matinal. El capitán había depuesto toda actitud autoritaria plegándose, sin humildad, a nuestro asombro y a nuestra cautela. Desembarazar su entendimiento de la rigidez del mando, parecía dejarlo en un estado de disponibilidad animal que le permitiría afrontar mejor lo que pudieran guardar esas tierras desconocidas. Después de echar una mirada lenta y vacía a nuestro alrededor nos internamos en la maleza, dejando atrás el río en el que chapoteaba la embarcación. Por momentos, la maleza nos tapaba, por momentos, apenas si nos llegaba a la cintura, por momentos nos tocaba atravesar un bosquecito de árboles enanos entre cuyas ramas se entreveraban enredaderas florecidas y pájaros cantores. Al final desembocamos en un prado acuchillado y desierto, un poco amarillento y raleado a causa sin duda de los grandes calores. El sol alto iluminaba todo sin volverlo, sin embargo, más inmediato y presente. Los barcos, detrás, en un supuesto río, eran, a media mañana, un recuerdo improbable. Durante unos minutos permanecimos inmóviles, contemplando, al unísono, el mismo paisaje del que no sabíamos si, aparte de los nuestros, otros ojos lo habían recorrido, ni si, cuando nos diésemos vuelta, no se desvanecería a nuestras espaldas, como una ilusión momentánea. Habíamos andado dos o tres horas; como nos llevaría el mismo tiempo volver sobre nuestros pasos, pegamos la vuelta y empezamos a caminar en sentido opuesto, con el sol al frente, en silencio y sudorosos. Nuestro entendimiento y esa tierra eran una y la misma cosa; resultaba imposible imaginar uno sin la otra, o viceversa. Si de verdad éramos la única presencia humana que había atravesado esa maleza calcinada desde el principio del tiempo, concebirla en nuestra ausencia tal como iba presentándose a nuestros sentidos era tan difícil como concebir nuestro entendimiento sin esa tierra vacía de la que iba estando constantemente lleno. El sol único destellaba en un cielo de un azul tan intenso que por momentos parecía atravesado de olas cambiantes y turbulentas: astillas ardientes alrededor de un núcleo árido. El capitán parecía despavorido -si se puede hablar de pavor en el caso de una verificación intolerable de la que sin embargo el miedo está ausente. Las pocas palabras que pronunciaba le salían con una voz quebrada, débil, cercana al llanto. Y el sudor que le atravesaba la frente y las mejillas y que se perdía en el matorral negro de la barba, le dejaba alrededor de los ojos estelas húmedas y sucias que evocaban espontáneamente las lágrimas. Ahora que soy un viejo, que han pasado tantos años desde aquella mañana luminosa, creo entender que los sentimientos del capitán en ese trance de inminencia provenían de la comprobación de un error de apreciación que había venido cometiendo, a lo largo de toda su vida, acerca de su propia condición. En la mañana vacía, su propio ser se desnudaba, como el ser de la liebre ha de desnudarse, sin duda, para su propia comprensión diminuta, cuando se topa, en algún rincón del campo, con la trampa del cazador.

En mi recuerdo, alcanzamos la costa alrededor de mediodía -sol a pique sobre los barcos y el agua, inmovilidad total en la luz ardua, presencia cruda y problemática de las cosas en el espacio cegador. Jadeantes y sudorosos, nos paramos sobre la greda húmeda, emergiendo bruscos de la maleza para los que nos contempiaban desde los barcos. Decepcionado tal vez por una expedición sin sorpresas, el capitán parecía indeciso y demoraba el embarque, mirando lento en todas direcciones y respondiendo con monosílabos distraídos a las frases que le dirigían sus hombres. Cuando ya estábamos casi al borde del agua, el capitán dio media vuelta y, retrocediendo varios metros, se puso a sacudir la cabeza con la expresión de la persona que está a punto de manifestar una convicción profunda que las apariencias se obstinan en querer desmentir. Mientras lo hacía, no dejaba de escrutar la maleza, los árboles, los accidentes del terreno y el agua. Nosotros esperábamos, indecisos, a su alrededor. Por fin, mirándonos, y con la misma expresión de convicción y desconfianza, empezó a decir: Tierra es ésta sin…, al mismo tiempo que alzaba el brazo y sacudía la mano, tratando de reforzar, tal vez, con ese ademán, la verdad de la afirmación que se aprestaba a comunicarnos. Tierra es ésta sin… -eso fue exactamente lo que dijo el capitán cuando la flecha le atravesó la garganta, tan rápida e inesperada, viniendo de la maleza que se levantaba a sus espaldas, que el capitán permaneció con los ojos abiertos, inmovilizado unos instantes en su ademán probatorio antes de desplomarse. Durante una fracción de segundo no pasó nada, salvo mi comprobación atónita de que todos los que acompañaban al capitán, salvo yo, yacían en tierra inmóviles, atravesados, en diferentes partes del cuerpo, pero sobre todo en la garganta y en el pecho, por flechas que parecían haber salido de la nada para venir a incrustarse exactas en sus cuerpos desprevenidos. El acontecimiento que sería tan comentado en todo el reino, en toda Europa quizás, acababa de producirse en mi presencia, sin que yo pudiese lograr, no ya estremecerme por su significación terrorífica, sino más modestamente tener conciencia de que estaba sucediendo o de que acababa de suceder. El recuerdo que me queda de ese instante, porque lo que siguió fue vertiginoso, se limita a representar el sentimiento de extrañeza que me asaltó. En pocos segundos, mi situación singular se mostró a la luz del día: con la muerte de esos hombres que habían participado en la expedición, la certidumbre de una experiencia común desaparecía y yo me quedaba solo en el mundo para dirimir todos los problemas arduos que supone su existencia. Ese estado duró poco. Una horda de hombres desnudos, de piel oscura, que blandían arcos y flechas, surgió de la maleza. Mientras un grupo se ocupaba de juntar los cadáveres, el resto me rodeó y, apretándose a mi alrededor y señalándome con el dedo, tocándome con suavidad y entusiasmo, en medio de risotadas satisfechas y admirativas, se puso a proferir, sin parar, una y otra vez, los mismos sonidos rápidos y chillones: ¡Def-ghi! ¡Def-ghi! ¡Def-ghü También esto duró muy poco; la impresión de flotar, de estar en otra parte, era mucho más fuerte que el terror. Y antes de que me diese cuenta, de que pudiese girar la cabeza para echar una mirada hacia los barcos que, si no me equivoco, debían estar todavía ahí, en el centro del río, los hombres desnudos de piel oscura habían cargado los cadáveres y se dirigían, llevándome con ellos, hacia la maleza, ágiles y a la carrera, como si no les costara ningún esfuerzo, de modo que yo me vi obligado a correr durante no menos de una hora, flanqueado por dos indios robustos que iban sosteniéndome uno de cada brazo, con firmeza pero sin brutalidad, guiándome con destreza a través de los accidentes del terreno, pero sin dirigirme la palabra ni mirarme una sola vez. Parecían conocer de memoria cada árbol, cada sendero, cada matorral. Cuando al cabo de una hora se detuvieron, a la orilla de un arroyo tranquilo y a la sombra de unos árboles, ni siquiera jadeaban. Después de una hora de haber venido viendo un paisaje desconocido todo alterado por los saltos a los que me obligaba mi carrera ininterrumpida -de modo tal que todo lo visible a mi alrededor temblaba y parecía cambiante, deforme, capaz de desplazarse vertical y horizontalmente, como si cada cosa estuviese constituida por numerosas pátinas de forma idéntica mal superpuestas unas sobre las otras-, ver otra porción de ese paisaje desconocido en estado de reposo no me resultó menos extraño y singular.