Ese río, que atravesaba por primera vez, y que iba a ser mi horizonte y mi hogar durante diez años, viene del norte, de la selva, y va a morir en el mar que el pobre capitán llamó dulce. Ellos lo llaman padre de ríos. Y es verdad que, mientras viene bajando, engendra ríos a su paso, ríos que van multiplicándose en las proximidades de la desembocadura, que se separan a determinada altura del lecho principal, corren unas leguas paralelos a él, y vuelven a reunírsele un poco más abajo, ríos que a su vez engendran ríos que engendran otros a su vez, con esa tendencia a la multiplicación infinita que frenan a duras penas las barrancas comidas por el agua; río de muchas orillas, a causa de las islas sombrías y pantanosas que las forman. Los hombres que habitan en las inmediaciones tienen el color del barro de la costa, como si también ellos hubiesen sido engendrados por el río, lo que haría decir al padre Quesada años más tarde, cuando oiría mis descripciones, que yo había vivido durante diez años, sin darme cuenta, en la vecindad del paraíso, que en la carne de esos hombres había todavía vestigios del barro del primero, que esos hombres eran sin duda la descendencia putativa de Adán.
Esquivando o rodeando las islas, nos fuimos acercando a la orilla opuesta cuyos árboles quietos se recortaban nítidos en el anochecer. Yo oía, durante nuestra travesía, el ruido rítmico de nuestros remos al chocar contra el agua, que era como el eco invertido, es decir más próximo en vez de más lejano, del ruido semejante que iban produciendo los remos de las otras embarcaciones. De la costa que se nos aproximaba con rapidez, me llegaba, aunque ningún ser viviente era visible todavía, un relente humano. Fogatas dispersas entre los árboles me lo confirmaron. Pero como iba cayendo la noche, debimos tocar tierra para que yo percibiese la multitud oscura reunida en la playa: hombres, mujeres, criaturas y ancianos que iban llegando desde las hogueras, detrás de los árboles, al espacio vacío de la playa, y que yo adivinaba por el brillo de sus pieles oscuras, por su parloteo ininterrumpido y más tarde, cuando bajé a tierra, por el toqueteo dulce y mesurado de que fui objeto y del que me sustrajeron después de unos minutos mis dos guardianes aferrándome por los codos y conduciéndome hacia el espacio detrás de los árboles en el que ardían las hogueras. Del parloteo rápido y chillón que seguía resonando a mis espaldas me llegaba, de tanto en tanto, mientras me iba alejando, la única palabra referida a mi persona que yo podía reconocer hasta ese momento -Def-ghi, Def-ghi, Def-ghi- dicha con distintas entonaciones, en medio de sonidos de extensión diferente que eran las frases que intercambiaban, y proferida por diferentes personas. Conducido por los dos indios, atravesé los árboles y llegué adonde estaban las hogueras, que ardían entre los espacios libres dejados por un caserío irregular y bastante extendido. Tres viejas conversaban apacibles, sentadas cerca del fuego, contra el frente de una de las construcciones. Al vernos llegar se interrumpieron, y una de ellas dirigiéndose a mis guardianes con interés displicente, señalándome con la cabeza, lo interrogó con la expresión y con un ademán consistente en juntar por las yemas todos los dedos de una mano y sacudirlos varias veces hacia su boca abierta, aludiendo al acto de comer. Def-ghi, def-ghi, respondió, perentorio, uno de mis acompañantes. Al oírlo, las viejas abrieron desmesuradamente los ojos, con asombro complacido, y comenzando a sacudir la cabeza me dirigieron las mismas sonrisas melosas y deferentes con que me recibían en general todos los miembros de la tribu. Por fin, mis acompañantes, dando un rodeo por detrás de la construcción a cuya puerta conversaban las tres viejas, me introdujeron en una de las viviendas.
Toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años. Y yo, que vengo más que otros de la nada, a causa de mi orfandad, ya estaba advertido desde el principio contra esa apariencia de compañía que es una familia. Pero esa noche, mi soledad, ya grande, se volvió de golpe desmesurada, como si en ese pozo que se ahonda poco a poco, el fondo, brusco, hubiese cedido, dejándome caer en la negrura. Me acosté, desconsolado, en el suelo, y me puse a llorar. Ahora que estoy escribiendo, que el rasguido de mi pluma y los crujidos de mi silla son los únicos ruidos que suenan, nítidos, en la noche, que mi respiración inaudible y tranquila sostiene mi vida, que puedo ver mi mano, la mano ajada de un viejo, deslizándose de izquierda a derecha y dejando un reguero negro a la luz de la lámpara, me doy cuenta de que, recuerdo de un acontecimiento verdadero o imagen instantánea, sin pasado ni porvenir, forjada frescamente por un delirio apacible, esa criatura que llora en un mundo desconocido asiste, sin saberlo, a su propio nacimiento. No se sabe nunca cuándo se nace: el parto es una simple convención. Muchos mueren sin haber nacido; otros nacen apenas, otros mal, como abortados. Algunos, por nacimientos sucesivos, van pasando de vida en vida, y si la muerte no viniese a interrumpirlos, serían capaces de agotar el ramillete de mundos posibles a fuerza de nacer una y otra vez, como si poseyesen una reserva inagotable de inocencia y de abandono. Entenado y todo, yo nacía sin saberlo y como el niño que sale, ensangrentado y atónito, de esa noche oscura que es el vientre de su madre, no podía hacer otra cosa que echarme a llorar. Del otro lado de los árboles me fue llegando, constante, el rumor de las voces rápidas y chillonas y el olor matricial de ese río desmesurado, hasta que por fin me quedé dormido.
Algo tibio me despertó: como me había dejado caer boca arriba, la cabeza hacia el exterior cerca del hueco de la entrada y las piernas hacia el fondo del recinto, el sol mañanero rne daba de lleno en la cara. Me quedé un buen rato echado en el suelo, reconstruyendo de a poco la realidad, para ver si de verdad estaba despierto, y por fin rne incorporé. Las fogatas que había visto la noche antes estaban apagadas, el sol alto. Había luz de verano, canto de pájaros, rocío. En el pasto húmedo, la luz se descomponía en gotas de colores diferentes que, cuando movía la cabeza, destellaban, diminutas e intensas. Los ruidos sueltos que llegaban del caserío repercutían hacia el cielo, de un azul intenso y parejo, y demoraban en extinguirse. Más allá de los árboles se divisaba gente atareada: antes de empezar a caminar en esa dirección, me quedé un momento inmóvil, cerca del montón de ceniza que había sido la hoguera de la víspera, y me puse a mirar a mi alrededor: el caserío, disperso y endeble, parecía extenderse bastante tierra adentro, porque desde donde estaba parado podían verse fragmentos de paredes de adobe y de techumbres de paja que se perdían entre los árboles sin orden aparente. Aparte de los que venían de la playa, ningún otro ruido interrumpía el silencio tranquilo de la mañana. La luz del sol se colaba por entre el ramaje espeso de los árboles yestampaba, aquí y allá, entre las hojas, en la pared de una vivienda, en el suelo, manchas inmóviles y luminosas. Cuando me puse a caminar en dirección, a la playa, un hombre completamente desnudo que atravesaba el grupo de árboles en dirección contraria y que traía las manos y los antebrazos ensangrentados hasta más arriba de los codos, se detuvo un momento al verme y comenzó a dirigirme la palabra en su lengua incompresible, con la misma naturalidad de los marineros con lo que me cruzaba a la mañana encubierta, para intercambiar dos o tres frases convencionales. Cuando vio que yo entendía poco y nada de-lo que me estaba diciendo, el hombre me dirigió una sonrisa confundida y cortés y se dirigió al caserío. Yo seguí caminando entre los árboles, seguro ya de que estaba entre gente hospitalaria y abandonándome un poco a la perfección plácida de la mañana. Pero cuan-do dejé atrás los árboles, desembocando en el espacio abierto detrás del cual destellaba el agua, pude ver, de golpe, y en forma inesperada, cuál era la causa de los ruidos que había estado oyendo desde el momento en que abrí los ojos.
Los madrugadores de la tribu, una quincena de hombres desnudos, divididos en dos grupos, realizaban, de un modo rápido y preciso, tal como parecía ser su costumbre, dos tareas diferentes: el primer grupo construía, valiéndose de palos y de troncos, unos implementos de los que únicamente al observar el trabajo al que se dedicaban los hombres del segundo pude darme cuenta que se trataba de tres grandes parrillas porque, en efecto, los hombres del segundo grupo, al que sin duda debía pertenecer el indio ensangrentado y afable con el que me acababa de cruzar bajo los árboles, munidos de unos cuchillitos que parecían de hueso, decapitaban, con habilidad indiscutible, los cadáveres ya desnudos de mis compañeros que yacían en un gran lecho de hojas verdes extendido en el suelo. De los cadáveres, alineados con prolijidad, los cuatro que conservaban todavía la cabeza parecían mirar, con gran interés, el cielo azul, en tanto que las cinco cabezas ya seccionadas (la restante estaba en ese momento separándose para siempre, gracias al cuchillito de hueso, del cuerpo que había coronado durante anos), se alineaban también, dando la ilusión de apoyarse en sus propias barbas, sobre la alfombra de hojas frescas. Dos de los indios empezaban ya, munidos de cuchillos y de hachas rudimentarias pero eficaces, a abrir, desde el bajo vientre hasta la garganta, uno de los cadáveres decapitados. El que estaba decapitando al capitán -porque cuando miré con más atención pude comprobar que el aire ausente de ese cuerpo desnudo cuya cabeza, que estaba siendo seccionada en ese momento reposaba, para mayor comodidad, como la de un niño adormilado en el regazo de su madre, en las rodillas de su propio degollador, era el del capitán- se distrajo un momento de su tarea, alertado sin duda por la intensidad de mi asombro silencioso, y, dirigiéndome una sonrisa llena de simpatía y de simplicidad, sacudiendo la mano que blandía el cuchillo, exclamó Def-ghi, Def-ghi, y señaló con el dedo el cadáver que estaba decapitando. Algo ridículo debía haber en mi expresión, porque uno de los que estaban despedazando el primer cadáver hizo un comentario en voz alta, sin dejar de hundir su cuchillo en el pecho sanguinolento, y los que alcanzaron a oírlo se echaron a reír a carcajadas. Fue en ese momento en que la conciencia exacta de lo que se avecinaba me vino a la cabeza, de modo que me di vuelta y me eche a correr.
Al hacerlo me fui alejando, sin proponérmelo, de la playa y de las construcciones, desplazándome, por entre los árboles paralelo al río. Corrí hasta que empezó a faltarme el aire y mi respiración se hizo tan rápida y tan fuerte que al fin me paré, me apoyé contra un árbol, y por un momento quedé como ciego de cansan-
cio y de furor, y me tendí en el suelo, donde me fui tranquilizando poco a poco. Echado boca arriba podía ver las copas de los árboles en las que las hojas superiores destellaban al sol ya alto. Esto que está pasando, pensaba, es mi vida. Esto es mi vida, mi vida, y yo soy yo, yo, pensaba, mirando las hojas inmóviles que dejaban ver, aquí y allá, porciones de cielo. La impasibilidad con que los indios me habían visto echarme a correr indicaba que la posibilidad de que me escapase no se les cruzaba ni siquiera remotamente por la cabeza. En esa tierra muda y desierta, no debía haber lugar dispuesto a recibirme: todo me parecía arduo y extraño -y de esos pensamientos me sacaron, próximas y múltiples, voces infantiles. Me incorporé despacio y me quedé inmóvil, volviendo, atenta, la cabeza en la dirección de la que las voces parecían provenir. Después, gateando sin hacer ruido, avancé entre los matorrales, hasta que me detuve cuando pude verlos, en la proximidad del agua.