Eran una veintena de niños, varones y mujeres, de los cuales los mayores no tendrían más de diez años y los más chicos no menos de tres o cuatro. Todos estaban desnudos y se entretenían, saludables y felices, en la orilla del río. El juego al que jugaban era simple y extraño: primero se ponían todos en fila, unos detrás de otros, paralelos al río, hasta que, uno a uno, se dejaban caer al suelo, donde quedaban inmóviles, como muertos o dormidos. Cuando el último de la fila había caído, los demás corrían a ponerse detrás de él, que se incorporaba, y el juego recomenzaba. Más tarde la fila se convertía en un círculo pero, a diferencia de las rondas que había visto en mi infancia, los niños no se ponían unos frente a otros, mirando el centro del círculo, sino
uno detrás del otro, apoyando las manos en los hombros del que iba adelante, de modo tal que el círculo se formaba cuando el primero de la fila apoyaba sus manos sobre los hombros del último. A veces la fila, sin que sus componentes se dejaran caer, se desplazaba un largo trecho en línea recta hasta que, llegados a un punto determinado, los niños se dispersaban, golpeando las manos y riéndose o discutiendo entre ellos, como si una parte del juego hubiese terminado y se estuviesen dando un descanso rápido antes de recomenzar. Después se dispusieron de una manera más compleja, formando una figura de la que comprendí que se trataba de una espiral únicamente cuando se pusieron a girar. Estuvieron componiendo y recomponiendo durante un buen rato esas figuras, dispersándose de tanto en tanto en medio de la alegría general y de los comentarios más entusiastas y acalorados, hasta que por fin se dejaron caer en el pasto que bordeaba la orilla y descansaron, jadeantes y plácidos. Pasado un momento, uno de ellos, de no más de siete años, se paró y se quedó unos minutos apartado del grupo, reflexionando o concentrándose, hasta que volvió a acercarse, modificando sus gestos y su manera de andar, como si representara algún personaje; los demás lo recibieron con risas y exclamaciones que parecían estimularlo, ya que sus gestos y su andar paródico se volvían cada vez más exagerados, y en determinado momento comenzó a acompañarlos con frases o palabras que sus compañeros festejaban sacudiendo la cabeza y lanzando gritos que llegaban, debilitados, hasta el lugar desde el que yo estaba observándolos. Al final el actorcito pareció cansado, o el entusiasmo de su público decreció, de modo que volvió a sentarse en el suelo; se quedaron todos serios, tranquilos, descansando, y cuando por fin se levantaron y, bordeando el agua, desaparecieron entre la maleza y los árboles en dirección al caserío, permanecí todavía unos minutos contemplando el espacio vacío que habían estado ocupando, como si hubiesen dejado, detrás de su presencia bulliciosa, algo impalpable y benévolo que despertaba, en quien llegaba a percibirlo, no únicamente dicha sino también compasión por una especie de amenaza ignorada y común a todos que parecía flotar en el aire de este mundo.
Como si esos sentimientos me tironearan, dulces y convincentes, me incorporé y empecé a caminar, despacio, hacia la aldea, fortalecido tal vez por esa convicción de inmortalidad tan común en la juventud. Algo me decía que no me ocurriría nada grave. Y, en efecto, cuando comencé a divisar los primeros techos de paja medio ocultos entre los árboles y a cruzar los primeros indios que iban y venían, al parecer muy atareados, no me sorprendieron la cortesía y la satisfacción con que me saludaban. Algunos se acercaban para tocarme con la suavidad acostumbrada, otros se paraban al verme llegar y, gesticulando con entusiasmo, proferían un párrafo en esa lengua incomprensible, con sus voces rápidas y chillonas. Naturalmente, el sempiterno Def-ghi, Def-ghi resonaba, continuo, en la sombra soleada.
Al fin desemboqué en la playa: con alivio comprobé que ya no quedaba, en la pila de carne despedazada que yacía sobre el lecho de hojas verdes, nada que pudiese recordarme a mis compañeros de expedición. Las cabezas habían desaparecido. En cuanto a las parrillas de madera, parecían listas, del mismo modo que el montón de leña que habían ido trayendo durante mi ausencia. Me aproximé: uno de los hombres se acuclillaba en ese momento y, haciendo girar, con rapidez y pericia, frotándolo con la palma de las manos, un palito puntiagudo sobre un pedazo de madera medio tapado de hojas secas, produjo, después de unos minutos, un hilito de humo débil que empezó a subir de las hojas hasta que éstas dejaron ver, diminuta pero firme, una llamita azulada. Con satisfacción y cuidado los otros, que habían estado observando el trabajo del indio acuclillado, empezaron a arrimar, a la llama que iba en aumento, hojas y ramas secas hasta que, cuando la fogata pareció lo suficientemente avanzada, se pusieron a encimar, por sobre las llamas, pedazos de leña.
Del caserío, a medida que la hoguera iba creciendo, llegaban rápidos, hombres, mujeres, niños, y se ponían a contemplar las llamas. Algunos miraban, con deleite evidente, la carne apilada. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres, hasta las criaturas que había visto jugando un rato antes en la orilla del río, participaban de la misma alegría sencilla y despreocupada que provocaba en ellos el espectáculo de la hoguera y de la pila de carne que yacía sobre el lecho fresco de hojas recién cortadas. Parecían nítidos, compactos, férreos en la mañana luminosa, como si el mundo hubiese sido para ellos el lugar adecuado, un espacio hecho a su medida, el punto para una cita en el que la finitud es modesta y ha aceptado, a cambio de un goce elemental, sus propios límites. No tardaría en darme cuenta del tamaño de mi error, de la negrura sin fondo que ocultaban esos cuerpos que, por su consistencia y su color, parecían estar hechos de arcilla y de fuego.
Con unos palos largos, tres hombres iban retirando las brasas que se formaban en el núcleo de la hoguera y las diseminaban bajo las parrillas, probando la temperatura con el dorso de la mano que pasaban, lentos, casi a ras del fuego. Por fin, cuando consideraron que el fuego era suficiente, comenzaron a acomodar los pedazos de carne: los troncos y las piernas habían sido divididos para facilitar la manipulación y la cocción; los brazos, en cambio, estaban enteros. Como me pareció ver que la carne traía pegados, aquí y allá, fragmentos de una materia oscura, induje que debían haber arrastrado los pedazos, por descuido, en el suelo, y que debían habérseles adherido hojas secas y ramitas, e incluso tierra, pero cuando me acerqué unos pasos para ver mejor comprobé que, no solamente la carne no había sido tratada con negligencia sino que, muy por el contrario, había sido objeto de una atención especial, porque lo que yo había confundido con adherencias extrañas debidas al contacto con la tierra no era otra cosa que una especie de adobo hecho con hierbas aromáticas destinadas a mejorar su gusto.
La disposición de la carne en las parrillas, realizada con lentitud ceremoniosa, acrecentó la afluencia y el interés de los indios. Era como si la aldea entera dependiese de esos despojos sangrientos. Y la semisonrisa ausente de los que contemplaban, fascinados, el trabajo de los asadores, tenía la fijeza característica del deseo que debe, por razones externas, postergar su realización, y que se expande, adentro, en una muchedumbre de visiones; no ardían, esos indios, en presencia de la carne, de un fuego menos intenso que el de la pira que se elevaba junto a las parrillas. A pesar de la expresión, semejante en todos, se adivinaba en cada uno de ellos la soledad súbita en que los sumían las visiones que se desplegaban, ávidas, en su interior, y que ocupaban, como un ejército una ciudad vencida, hasta los recintos más oscuros. Una criatura de dos o tres años que se acercó, bamboleándose, y, para hacerse alzar en brazos, comenzó a golpear con sus manitos el muslo de la que parecía su madre, fue rechazada, con un empujón suave pero firme, sin que su madre desviase, ni siquiera por un segundo, su mirada fija en los pedazos de carne que ya empezaban a chirriar sobre las brasas. Habían abandonado hasta la actitud deferente con que se dirigían a mi persona y, para aquellos en cuyo campo visual yo me encontraba, se hubiese dicho que me había vuelto transparente: si la interferencia de mi cuerpo ocultaba la parrilla, daban un paso al costado, dirigiéndome, por pura forma, una sonrisa rápida y mecánica, con esa concentración obstinada del deseo que, como lo aprendería mucho más tarde, se vuelca sobre el objeto para abandonarse más fácilmente a la adoración de sí mismo, a sus construcciones imposibles que se emparentan, en el delirio animal, con la esperanza.
Únicamente los asadores, que manipulaban sus palos largos con los que iban trayendo, de la hoguera del costado, brasas que diseminaban con cuidado, parecían ajenos al éxtasis general. Vigilaban, tranquilos y atentos, los detalles de la cocción, observando, por entre el humo que los hacía lagrimear, de lo más cerca que podían, la carne, alimentando con brasas nuevas la capa de ceniza en que se convertían las ya consumidas, apagando, con golpes cortos pero hábiles, las llamas que formaba a veces la grasa en fusión al gotear, escurriéndose por las parrillas, sobre el fuego. Recorrían, lentos y sudorosos, por todos los costados, las parrillas, observando los detalles, y a veces se paraban para lanzar una mirada entendida sobre el conjunto. Todos estaban ahí y eran, aparentemente, reales, los asadores tranquilos y expertos, la muchedumbre a la que algo intenso y sin nombre consumía por dentro como el fuego a la leña y, envolviéndolos, abajo, encima, alrededor, la tierra arenosa, los árboles a los que ninguna brisa sacudía y de los que pájaros, con vuelos inmotivados y súbitos, entraban y salían, el cielo azul, sin una sola nube, el gran río que cabrilleaba y, sobre todo, subiendo, lento, ya casi en el cénit, el sol árido, llameante, del que se hubiese dicho que esas hogueras que ardían ahí abajo no eran más "que fragmentos perdidos y pasajeros. Tierra, cielo vacío, carne degradada y delirio, con el sol arriba, pasando, desdeñoso y periódico, por los siglos de los siglos: así se presentaba, ante mis ojos recién nacidos, esa mañana, la realidad.
Una gritería me sacó, viniendo desde el río, de mi ensueño: más comensales llegaban por agua, en sus grandes embarcaciones. Al oírlos, muchos de los que contemplaban la carne corrieron a recibirlos a la orilla, agregando, al bullicio de los que llegaban, su propia gritería. Algunos empezaban su conversación desde la embarcación misma, sin preocuparse de saber si eran escuchados o no por los que atravesaban la playa corriendo, otros se empeñaban en bajar, a pesar de la escasa estabilidad de las embarcaciones, unas vasijas enormes que requerían la fuerza de varios hombres para dejarse manipular, otros saltaban, contentos y despreocupados, de la embarcación a tierra firme, sin in-
teresarse en los que venían a su encuentro, a tal punto que los que habían venido a recibirlos se cruzaron con ellos en medio de la playa sin intercambiar ningún saludo, de modo tal que un grupo corría del agua a las parrillas y el otro de las parrillas al agua, ignorándose mutuamente. En los primeros, el interés se centraba en los pedazos de carne; en los segundos, en las vasijas que los que se habían abocado a la tarea ponían tanto cuidado y esfuerzo en transportar. Los que habían saltado de las canoas, que eran unos quince, se pararon, de golpe, detrás de los asadores y se pusieron a contemplar las parrillas desmesuradas, con la misma expresión contenida y maravillada, un poco ausente, con que venían haciéndolo desde hacía un buen rato los habitantes de la aldea; en cambio, los otros, los que habían ido al encuentro de las embarcaciones, acompañaban ahora en su marcha a los que traían las vasijas, arracimándose en torno a ellos, mirando el contenido de los recipientes, medio inclinados hacia adelante y apretados entre sí, como si estuviesen reteniendo mutuamente su agitación, y sin proponer su ayuda, a pesar del peso evidente de las vasijas y del esfuerzo que hacían los que las transportaban para no volcar el contenido. Sin siquiera detenerse un segundo ante las parrillas ni dirigir una sola mirada a los que las contemplaban, hechizados, a su alrededor, los que transportaban las vasijas continuaron un trecho en dirección al caserío y depositaron en fila, con el mismo cuidado con que habían venido trayéndolas, las vasijas bajo la sombra fresca de los árboles. Después se dieron vuelta y, avanzando unos pasos, se mezclaron a la gente de la aldea y se pusieron a contemplar las parrillas.