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La comida duró horas. A pesar de la rapidez con que masticaban, la espera junto a las parrillas cada vez que querían servirse otra presa, la distribución de los pedazos en los grupos que se formaban bajo los árboles, el empecinamiento con que arrancaban de cada hueso hasta los últimos filamentos de carne y, al final, la demora con que se obstinaban en tragar los últimos bocados cuando parecía evidente que ya estaban repletos, alargaba la duración del banquete. Algunos descansaban un rato, esperando que bajara un poco lo que ya habían tragado, y después se iban a buscar otro pedazo.

Cuando la tribu pareció satisfecha, una especie de somnolencia se apoderó de los cuerpos diseminados bajo los árboles. Yo estaba observándolos cuando, de detrás de las construcciones de techo de paja, un indio que parecía en ayunas, dado el aire afable con que se encaminó hacia donde yo estaba, empezó, por medio de gestos rápidos y nada perentorios, a indicarme que lo siguiera. Atravesamos el espacio arbolado, dejamos atrás algunas casas y, en una especie de terreno reducido en medio del cual crecían dos o tres árboles y al que circundaba una serie de construcciones, encontrarnos a un grupito de indios que preparaban, silenciosos y tranquilos, pescados a la parrilla. Def-ghi, def-ghi, dijeron algunos, señalándome complacidos, y, juntando los dedos por las yemas y sacudiéndolos hacia la boca abierta, me significaron el acto de comer. La escena contrastaba de un modo evidente con la que había estado desarrollándose hasta hacía unos momentos antes en la playa: la calma y la simplicidad con que esos hombres preparaban su comida, en la parrillita asentada sobre cuatro troncos enterrados en el suelo, la sencillez de su comida, y la actitud generosa y paternal con que me invitaron a compartirla me hicieron creer, por un momento, que esos hombres no pertenecían a la tribu. Poco a poco, sin embargo, empecé a reconocerlos: eran los que habían estado descuartizando los cadáveres y a su vez, como lo sabría mucho más tarde, cuando empezaría a conocer poco a poco las costumbres de la tribu, aquellos cuyas armas habían exterminado al capitán y al resto de mis compañeros.

Mis huéspedes me observaban comer con satisfacción discreta, con placer, casi diría con ternura. Me invitaban a servirme más con delicadeza, con sencillez generosa. Austeros, en la siesta apacible, bajo la sombra fresca de los árboles, se abandonaban a sus recuerdos tranquilos intercambiando, de tanto en tanto, monosílabos cordiales. Eran como una medalla dura y redonda, moldeada en algún metal noble del que el resto de la tribu, dispersa en la playa, parecía el sobrante hír-viente, oscuro y sin forma. Cuando nuestra comida acabó, mis huéspedes apagaron, diestros, el fuego, se lavaron, limpiaron el espacio sobre el que se abrían las habitaciones y se dispersaron no sin antes saludarme, corteses, con sus voces rápidas y chillonas. Algunos se dirigieron hacia la playa, otros hacia el monte espeso que había detrás, otros penetraron en las construcciones que rodeaban el claro. Sentado solo a la sombra, sentí voces y ruidos que llegaban hasta mí desde la playa, a través del silencio soleado. Me incorporé y me dirigí hacia el río.

Dos hombres discutían, violentos, cerca de las parrillas, enfrentándose hasta casi tocarse, echándose miradas brutales, separándose como si estuviesen por alejarse definitivamente y volviendo a enfrentarse de golpe, tan cerca uno del otro que temí varias veces que sus cabezas se entrechocaran. Sus voces chillonas se quebraban, alteradas por la furia. Por último se quedaron inmóviles, en silencio, a pocos centímetros uno del otro, mirándose, respirando rápido, y sus sombras, que el sol proyectaba en la misma dirección, parcialmente superpuestas en el suelo amarillento. Las dos caras enfrentadas expresaban la lucha inminente, el odio, el desdén. Y lo que llamaba la atención, sobre todo, era la indiferencia con que la tribu parecía observarlos -en el caso de los que observaban, porque la mayor parte ni siquiera miraba en dirección de los hombres que discutían. Esa indiferencia parecía mayor en los asadores, parecía incluso deliberada. Estaban vueltos de perfil, apoyados en sus palos, mirando un punto impreciso en dirección al río, como si se hubiesen propuesto no prestar atención a lo que estaba sucediendo en la playa o como si, por el contrario, supiesen exactamente lo que ocurría y simularan ignorarlo, por alguna razón para mí desconocida. Los otros miembros de la tribu, perdidos en su entresueño, o bien dejaban resbalar sus miradas indiferentes sobre los dos hombres o bien parecían ignorar completamente su presencia.

Habían terminado de comer; muy pocos ya -un viejo sin dientes, una criatura- chupaban, pensativos, algún hueso. En la parrilla no quedaba nada. Un hombre que tenía un hueso en la mano cruzó, maquinal, el espacio vacío, y tiró el hueso al fuego. Los asadores, inmóviles, apoyados en sus palos, ni se dignaron mirarlo. Los dos que habían estado peleándose desviaron bruscos la mirada y se alejaron en dirección opuesta, perdiéndose entre la muchedumbre de la que se había apoderado, a causa de la digestión, una somnolencia meditabunda. Algunos estaban estirados en el suelo, boca arriba; otros, parados, no menos inmóviles, con los ojos entrecerrados, parecían a punto de desplomarse. Algunos se habían trepado a los árboles y se habían instalado tratando de adecuar el cuerpo a las irregularidades de las ramas. Esa somnolencia parecía menos próxima del sueño que de la pesadilla. Las caras denunciaban las visiones tenaces que los asaltaban por dentro impidiéndoles dormir. Los ojos se removían, lentos, bajo las cejas fruncidas, y se reunían cerca de la nariz. Las miradas eran bajas y huidizas. En los cuerpos inmóviles, los dedos de los pies se agitaban, autónomos, traicionando lo que el resto del cuerpo pretendía disimular. Parecían atentos a lo que pasaba dentro de ellos, como si esperaran el efecto inmediato del festín y estuviesen sintiendo bajar, paso a paso, cada uno de los bocados ingeridos por los recovecos de sus cuerpos. Era como si estuviesen seguros de que, si a partir de cierto momento ningún efecto terrible se manifestaba en ellos, podían considerarse a salvo y ser capaces de deponer sin peligro su ansiedad vergonzosa. Parecían estar oyendo subir desde sí mismos un rumor arcaico.

Empezaron a sacudirse un poco a media tarde. Se paraban, desperezándose, pestañeaban varias veces, iban corriendo en dirección al río y se dejaban caer, bruscos, en la orilla. Parecían débiles, pesados, incluso cuando corrían. Las criaturas, que se habían mostrado tan vivaces a la mañana, se movían con una lentitud que no se sabía si era malhumor o modorra. Un grupo de indios empezó a aproximarse a las vasijas que reposaban bajo los árboles y a examinarlas con interés, aunque a distancia: algunos se ponían en puntas de pie y estiraban el cuello para tratar de ver, de lejos, el contenido. Otros daban, con exageración, muestras de impaciencia. Todos parecían serios y retraídos. Poco a poco, la tribu entera fue rodeando, aunque manteniéndose a distancia, las vasijas, de modo tal que quedó un espacio circular vacío alrededor de los árboles que las protegían del sol, y se quedaron inmóviles, mirando las vasijas, y removiéndose de tanto en tanto para ostentar impaciencia. Nadie hablaba, ni siquiera se miraba. De vez en cuando, volvían a ponerse en puntas de pie y estirando el cuello escudriñaban un punto impreciso detrás de los árboles, en dirección a las construcciones. Como a la media hora, un murmullo satisfecho se elevó de la muchedumbre: de las construcciones, algunos de los hombres que me habían convidado pescado se aproximaban trayendo consigo montones de pequeños recipientes vegetales. Alrededor de las vasijas, el círculo se estrechó un poco. Los hombres se abrieron paso entre la multitud, dejaron el montón de calabacitas en el suelo y, en silencio, empezaron a llenarlos con el contenido de las vasijas y a pasarlos entre la multitud.

Era evidente que se trataba de alcohol, porque cuando lo probaban, se producía en ellos un cambio, que en algunos era paulatino y en otros inmediato. Con los primeros tragos les volvía la vivacidad habitual, se les encendían las miradas, y la expresión general de sus rostros era casi alegre. Empezaban, otra vez, a salirse un poco de sí mismos, de esa actitud hosca y reconcentrada en que los había sumido la comida. Intercambiaban monosílabos rápidos, cordiales; algunos hasta se reían. La locuacidad aumentaba a medida que el brebaje disminuía en las vasijas: se hubiese dicho que se contaban historias, chistes, porque se formaban corrillos en los cuales uno de los miembros hablaba y, cuando terminaba, los que habían estado escuchándolo, con expresión contenta, silenciosos y atentos, se echaban a reír a carcajadas, sacudiéndose y dándose entre sí empujones suaves y gozosos. La animación era general y se hubiese dicho que iba en aumento. Era extraño verlos así, saliendo del pozo sin fondo en el que parecían haber caído durante la comida, en esa luz ya un poco menos cruel de la media tarde que mandaba al cielo, después de rebotar contra los árboles, reflejos verdosos. El rumor de las voces se desvanecía en el aire, en la luz amarilla, entre las hojas. Igual que con la comida, iban y venían a las vasijas a llenar una y otra vez las calabacitas que vaciaban de un trago. Eufóricos, daban, por momentos, la impresión de que, en vez de proferir voces humanas, iban a lanzar un grito animal. Sus cuerpos se ponían tensos, enhiestos. Los pechos se hinchaban, las cabezas se erguían y los miembros que habían perdido fuerza en la modorra de la digestión la recobraban hasta tal punto que los músculos resaltaban, duros y tirantes, del mismo modo que las venas. La piel parecía más lisa, más suave, más gruesa y más saludable. Las tetas de las hembras daban la impresión de inflarse o de florecer.

La plenitud corporal y el entusiasmo súbito, que los relacionaban armoniosamente a unos con otros, crecían en ellos como un mar interno, dejando adivinar la excitación inminente que volvería a dejarlos solos, otra vez, en la cárcel de los cuerpos. Lo que más me llamaba la atención al observarlos era la desnudez, que hasta un rato antes me había parecido natural y que ahora, sin saber muy bien por qué, me molestaba. Hasta ese momento los cuerpos habían sido un todo nítido, compacto, que se disimulaba en su propio olvido y en su abandono. A medida que los efectos del aguardiente aumentaban, los cuerpos parecían ostentar su desnudez, tenerla presente, girar, espesos, en torno de ella. Los genitales, ignorados hasta entonces, se despertaban. Los hombres, distraídos, se manoseaban la verga, o la tocaban, como al descuido, al pasar, bajando la mano hacia el muslo o hacia la cadera. En el modo de estar paradas, las mujeres se las ingeniaban para que las nalgas resaltasen o las caderas se volviesen prominentes. Más de uno se acariciaba, distraído, el propio cuerpo, o miraba la desnudez ajena con insistencia, sin decir palabra, como esperando del otro una actitud recíproca. Las idas y venidas hacia las vasijas iban haciéndose, entre tanto, cada vez más frenéticas, las voces, más altas -como si el rumor arcaico que hubiesen estado tratando, horas antes, de escuchar en sus cuerpos, estuviese ahora lindando con el grito.

Los hombres que me habían convidado pescado se abstenían también de alcohol y se limitaban, diligentes y diestros, a servir a los otros. No intervenían para nada en su conversación ni trataban de imponer ningún orden ni ninguna justicia en la distribución del brebaje. Un indio podía venir a instalarse cerca de las vasijas y hacerse llenar cinco o seis veces seguidas las calabacitas que vaciaba de un trago, otro, meter cuantas veces se le ocurriese su calabacita en las vasijas: los distribuidores de aguardiante mostraban, en uno u otro caso, la misma indiferencia. También ante la excitación creciente de la tribu se mostraban imperturbables. Se los sentía lejanos, inexistentes, como si ellos y el resto de la tribu perteneciesen a dos realidades distintas. La tribu únicamente les dirigía la palabra para pedirles alcohol, aunque la mayoría se limitaba a extender, perentoria, el recipiente.