Como un sol, la fiebre de esos indios subía, ardua, hacia su cénit. Algo ganaba sus gestos, sus movimientos, sus risas. La tribu entera se estremecía presa de una emoción desmesurada. Hasta cierto momento, parecía ser por descuido que los hombres se rozaban, al bajar la mano, la verga. Más tarde, distraídos, mientras escuchaban alguna conversación, ya la metían en el hueco de la mano y, poco más o menos, se la acariciaban. De pronto, una mujer joven que había estado participando, un poco inquieta, de un corrillo, dio un salto al costado, olvidándose bruscamente de sus interlocutores y, plantándose en un claro, con las piernas firmes y bien abiertas, entrecerró los ojos y empezó a contonear, lenta, la parte superior de su cuerpo. Se ponía rígida, como una tabla, acariciando, con delicia evidente, su propia piel luminosa. Nadie, por el momento, parecía prestarle atención. La mujer puso las manos bajo sus tetas redondas y oscuras y, empujándolas desde abajo trataba de elevarlas para ponerlas al alcance de su lengua que buscaba, infructuosa, los pezones. Se ponía en puntas de pie, como si ignorara que las tetas no se aproximaban a la boca, sino que se elevaban al mismo tiempo que ella manteniendo la misma distancia, pero gracias a ese movimiento instintivo su cuerpo parecía más esbelto, sus músculos se ordenaban de otra manera, las nalgas se apretaban y se redondeaban y una especie de hoyo se le formaba en el flanco, al costado de la nalga, entre el nacimiento del muslo y la cadera. Como la lengua no lograba alcanzar los pezones, sin dejar de meterla y de sacarla, roja, rígida y puntuda, de la boca, la mujer se puso a bramar, mirándose los senos y estrujándoselos, moviéndolos como en círculo cuando se daba cuenta, por momentos, de que la lengua no los tocaba.
Un indio chico y musculoso se le acercó, contemplándola: tenía una verguita nerviosa, vertical, casi pegada al vientre del que era paralela. Obstinada en obtener el contacto de la lengua y los pezones, la mujer, que seguía bramando, lo ignoraba. Viniendo, despacio, por detrás de ella, el indio se le acercó, la consideró un momento, y después, con un salto suave, se pegó a ella, tan estrechamente que su miembro vertical desapareció en la raya que separaba las nalgas firmes y protuberantes, como si la zanja vertical hubiese sido un estuche hecho a su medida. Los brazos del indio rodearon a la mujer y sus manos se apoyaron sobre las manos que estrujaban los senos, sin que la mujer interrumpiese sus bramidos abstraídos y sin que el cuerpo atravesado de estremecimientos rígidos cambiase su posición precedente. Nada, en la expresión de la mujer, ni en su actitud general, denunciaba que hubiese advertido la presencia de ese cuerpo, chico y musculoso, que se pegaba, perentorio, al suyo, más redondo y más abundante. El hombre apoyaba el mentón entre los omóplatos de la mujer y trataba de inducirla, con los brazos, a inclinarse hacia adelante, o incluso, tal vez, a ponerse en cuatro patas, para poder sin duda penetrarla con su verguita vertical que se perdía en la muesca vertical que separaba las nalgas. Pero el cuerpo de la mujer seguía rígido, con las piernas abiertas, las nalgas hacia afuera, las manos que elevaban, estrujándolas, las tetas, la lengua roja y puntuda que entraba y salía y a la que los bramidos mal proferidos a causa justamente de su ir y venir continuo, llenaban de unos filamentos líquidos que escapaban también por las comisuras de los labios y dejaban regueros paralelos a los costados del mentón, y podían ser saliva o baba. Casi con rabia, el hombre seguía clavando, entre las salientes de los omóplatos, el mentón infructuoso. El resto de su cuerpo se pegaba, insistente, al de la mujer, más grande, hasta que la mujer sacó sus propias manos de los senos, estiró los brazos, separándolos del cuerpo y después, con un sacudón del cuerpo, inesperado y brusco, se desembarazó del hombre que fue a caer, de espaldas, en el suelo arenoso. Desdeñosa, la mujer, sin siquiera mirar hacia atrás, pareció salir de su trance y, con paso tranquilo, se perdió en dirección a los árboles. El hombre, como aturdido, se quedó mirándola. No parecía enojado ni humillado por lo que acababa de suceder. Su miembro, tan perentorio hasta hacía unos momentos, se desinfló de golpe y desapareció entre las piernas; su mirada vidriosa se perdía entre los árboles más con distracción que con indiferencia. Era evidente que la mujer que, como el norte a la brújula, había estado atrayéndolo, ya no ocupaba ningún lugar en sus pensamientos. También en los míos su presencia era incierta: había aparecido, brusca y obscena, ante mis ojos, en la transparencia del día y, después de desplegar en ella sus gestos inusuales, había desaparecido desdeñosa, entre la muchedumbre, no menos incierta dos o tres minutos después de su desaparición que ahora, sesenta años después, en que la mano frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni porqué, autónoma, la memoria.
Las paredes blancas, la luz de la vela que hace temblar, cada vez que se estremece, mi sombra en la pared, la ventana abierta a la madrugada silenciosa en la que lo único que se oye es el rasguido de la pluma y, de tanto en tanto, los crujidos de la silla, las piernas que, acalambradas, se remueven debajo de la mesa, las hojas que voy llenando con mi escritura lenta y que van a encimarse con las ya escritas, produciendo un chasquido particular que resuena en la pieza vacía -contra este muro espeso viene a chocar, si no es un entresueño rápido y frágil después de la cena, lo vivido. Si lo que manda, periódica, la memoria, logra agrietar este espesor, una vez que lo que se ha filtrado va a depositarse, reseco, como escoria, en la hoja, la persistencia espesa del presente se recompone y se vuelve otra vez muda y lisa, como si ninguna imagen venida de otros parajes la hubiese atravesado. Son esos otros parajes, inciertos, fantasmales, no más palpables que el aire que respiro, lo que debiera ser mi vida. Y sin embargo, por momentos, las imágenes crecen, adentro, con tanta fuerza, que el espesor se borra y yo me siento como en vaivén, entre dos mundos: el tabique fino del cuerpo que los separa se vuelve, a la vez, poroso y transparente y pareciera ser que es ahora, ahora, que estoy en la gran playa semicircular, que atraviesan, de tanto en tanto, en todas direcciones, cuerpos compactos y desnudos, y en la que la arena floja, en desorden a causa de las huellas deshechas, deja ver, aquí y allá, detritus resecos depositados por el río constante, puntas de palos negros quemados por el fuego y por la intemperie, y hasta la presencia invisible de lo que es extraño a la experiencia.
En ese ahora, de los indios parecía brotar un tumulto que se enredaba, en la altura, entre las hojas de los árboles y cuyo origen estaba en sus propios cuerpos. Ese tumulto mudo llenaba el espacio entero, los árboles que rodeaban la playa y el suelo arenoso en el que se proyectaban, largas, las sombras azules. Rumor de miembros tensos, de esfínteres, de poros, al que se mezclaban el hálito inaudible de los suspiros internos que no llegaban afuera para alterar el aire, y el estridor que producían, al reavivarse, las obsesiones carcomidas, los deseos no sabidos y condenados a apelmazarse y a pudrirse en la negrura húmeda y sin fondo del propio ser, las apetencias arduas que corroen, como un fuego ignorado y frío, el firmamento interno y van llevándolo, insensiblemente, a la muerte. De las miradas lánguidas los indios pasaban, sin transición, al toqueteo. Había quienes se estiraban en el suelo como para descansar, arrastrando consigo a sus vecinos que, blandos, se dejaban llevar, quienes se abrían como flores o como bestias, quienes se paseaban buscando, entre la multitud, el objeto adecuado a su imaginación, con la minuciosidad descabellada del que quiere hacer coincidir, como si estuviesen hechos de la misma pasta, lo interno y lo externo. No tenían en cuenta ni edad ni sexo ni parentesco. Un padre podía penetrar a su propia hija de seis o siete años, un nieto sodomizar a su abuelo, un hijo verse seducido, como por una araña húmeda, por su propia madre, una hermana lamer, con placer evidente, las tetas de su hermana. Aquí y allá, algunos solitarios, echados boca arriba o con la espalda apoyada contra un árbol, se abandonaban, recomenzando una y otra vez, al placer de Onán.
El crepúsculo se llenó de jadeos, de gritos ahogados, de suspiros, de estertores, de lamentos. Algunos se solazaban en pareja, otros en trío, de a cuatro o cinco, y hasta en grupos de una docena o más. Una niña de no más de siete años, en cuatro patas, se entreabría, con dedos decididos, la vulva apretada, incitando, con ojos viciosos, por encima de su hombro, a un muchachón que esperaba, parado detrás de ella, con un palo liso y grueso y redondeado en la punta en una mano y que se acariciaba, anticipando su placer, la verga con la otra. Un hombre se flagelaba con una rama verde. Otros dos, echados de flanco en posición invertida se chupaban, mutuamente, como abstraídos, el miembro. Había
quienes parecían acoplarse con un ser invisible porque, si eran hombres, hendían en vaivén el aire con la verga, y si eran mujeres, en cuatro patas en el suelo, sacudían la grupa y se contorsionaban como si realmente tuviesen alguien adentro, a tal punto que a veces se veía brotar la acabada como en un acoplamiento verdadero o se oía a las mujeres ponerse a gemir como cuando llegan, penetradas de veras, al paroxismo. La mujer que un poco antes se levantaba los senos para tratar de alcanzar los pezones con la punta de la lengua y que se había desembarazado, con un sacudón diestro, del hombre que había tratado de penetrarla, repetía sus ademanes obscenos en diferentes lugares, y cuando alguien se le acercaba abandonaba, brusca y desdeñosa, sus esfuerzos infructuosos y se alejaba sin darse vuelta, buscando un lugar tranquilo para recomenzar.
Como oscurecía, los indios que me habían convidado pescado encendieron hogueras. Los cuerpos desnudos y sudorosos relucían al resplandor de las llamas. Una fogata encendida cerca de la costa se duplicaba en el río. Siluetas en actitudes inequívocas cruzaban, esporádicas y fugaces, la claridad chisporroteante para perderse otra vez en lo negro. Una masa informe de cuerpos, enredada en un acoplamiento múltiple se revolcó, por descuido o a propósito, en un lecho de brasas, y unos gritos terribles se mezclaban a los suspiros, a las exclamaciones y a los espasmos, mientras los cuerpos que se revolcaban levantaban, con sus contorsiones, del fuego removido, un chorro de chispas veloces. Los que acababan iban, todavía jadeantes, a recuperar sus fuerzas y su entusiasmo con el alcohol de las vasijas.
Aunque nos paseábamos sin descanso entre la tribu, se hubiese dicho que los que no participábamos en la orgía éramos invisibles, hasta tal punto la muchedumbre frenética nos ignoraba. Pasaban a nuestro lado sin siquiera dirigirnos una mirada -o, mejor, como si hubiésemos sido transparentes, sus miradas perdidas nos atravesaban buscando algo más real en qué posarse. Era como si deambuláramos por dos mundos diferentes, como si nuestros caminos no pudiesen, cualquiera fuese nuestro itinerario, cruzarse, como si paredes de vidrio nos separaran, ya que si, por ejemplo, una mujer avanzaba hacia nosotros abierta y estremecida, o bien al llegar a nuestro lado paraba de golpe y dando media vuelta se alejaba en dirección contraria, o bien pasaba de largo, ya que nosotros, como por instinto, nos hacíamos a un lado al verla llegar, y ella seguía, sin desviarse, su camino, como si no ocupásemos ningún lugar en el espacio y no hubiésemos estado allí, interceptando el vacío con nuestros cuerpos. Era fácil ver que, por dentro, la tribu estaba embarcada en un viaje sin fondo, y que únicamente los cuerpos, como una cascara vacía, errabundeaban, de un abrazo a otro, a nuestro alrededor. Sobre nuestras cabezas fueron apareciendo, de una a una primero, de a puñados un poco más tarde, y sin término, como brasas, las estrellas. Con su fuego diverso -rojas, amarillas, verdes, azuladas- encendían el cielo negro, más tenues alrededor de la luna inmensa que, del otro lado del río, empezaba a subir. La luna lenta, que cortaba en dos, con una franja ancha, blanca y quebradiza, el vacío negro en que la noche había transformado a ese río infinito, proyectaba a través de los árboles unos rayos de luz cruda, blanca, que iluminaban fragmentos de cuerpos o de grupos de cuerpos, o esos rostros perdidos que se agitaban en la oscuridad vegetal.