Jacobi se quedó sentado un momento; reflexionaba. Finalmente dijo dirigiéndose al piloto:
– Tienes razón, Salah. No vamos a renunciar, seguiremos adelante. Y lo conseguiremos.
6
Por recomendación de la médica, Kaminski pasó la noche en el hospital. Para convencerlo no fue necesaria demasiada insistencia; sin embargo, el alemán vio defraudadas sus esperanzas cuando en la visita de la mañana siguiente apareció el doctor George Heckmann, el jefe del hospital de Abu Simbel, un tipo enérgico que trataba de ocultar su inseguridad bajo una capa de arrogancia. Heckmann opinó que no hubiera sido necesario que Kaminski pasara la noche en el hospital, así que debía vestirse, marcharse y regresar al cabo de una semana para que le quitaran los puntos.
Cuando Kaminski se preparaba para obedecer la orden que le había dado el médico y se dirigía a la puerta, se encontró con Sergio Alinardo que había acudido a visitarlo y llevaba una botella de whisky en la mano. El italiano utilizó las palabras adecuadas y no fue avaro en disculpas por su comportamiento; nunca fue su intención lastimarlo, afirmó, y le preguntó si no era posible que llegaran a ser amigos. Y mientras hablaba sostenía la botella de whisky delante de la cara de Kaminski.
Éste no sabía con certeza lo que le había sucedido y, con cierta timidez, tomó la botella de whisky y respondió:
– Okay, no soy rencoroso.
Esas palabras provocaron en el italiano una reacción amistosa; saltó excitado de una pierna a otra y seguidamente golpeó familiarmente la espalda de Kaminski con tanto entusiasmo que hizo que volviera a dolerle la herida de la cabeza.
– Los italianos nos exaltamos con mucha facilidad -dijo-. Claro que esto no puede ser una disculpa, ¿eh?
Lo invitó a tomar una copa en el casino para poner fin definitivamente a su enfrentamiento. Kaminski aceptó. Aquellos impetuosos italianos no eran, al fin y al cabo, malas personas, así que cuando se ofreció a llevarlo a casa en su camioneta, asintió complacido.
A Kaminski no le pasó desapercibido que había dicho «a casa». La gente acostumbrada a trabajar en el extranjero se sentía en casa en cualquier alojamiento siempre que en él hubiera una cama cómoda. Alinardo vivía en la Cuadra. El edificio alargado, con diez habitaciones a la derecha y otras tantas a la izquierda de la puerta de entrada, dos retretes, dos duchas y dos lavabos en el centro, estaba habitado principalmente por solteros, que no tenían tiempo, o ganas, de buscarse algo mejor.
A Kaminski le dolía la cabeza, pues la verdad era que no podía decirse que el italiano condujera lentamente por la pista, que estaba en muy malas condiciones a causa del exceso de tráfico.
Kaminski se apretó la frente con las manos y cerró los ojos.
– ¿Te duele la cabeza? -quiso saber Alinardo.
El alemán asintió.
– Yo conozco un método totalmente seguro.
– ¿Sí? -Dolorido, Kaminski miró a Alinardo que, detrás del volante de su camioneta, parecía conducir como quien se marca unos pasos de baile tratando de esquivar con ágiles maniobras los numerosos baches de la carretera.
– Kemal, el herrero -aclaró.
Al oír estas palabras, Kaminski se volvió. Tuvo la sensación de que el italiano se burlaba de él. Y con el calor creciente del día su dolor de cabeza se iba haciendo realmente insoportable.
– ¿Crees que te quiero tomar el pelo, eh? -Alinardo hizo un ademán con la mano señalando a su alrededor-. En Abu Simbel todo el mundo que tiene dolor de cabeza acude a ver a Kemal el herrero. Los egipcios suelen decir que es un mago capaz de hacer milagros, pero yo no lo creo. Probablemente no es otra cosa que un hombre medicina como hay muchos otros en África. Sea como sea, es capaz de hacer desaparecer los dolores de cabeza más fuertes en cuestión de segundos.
– Yo no creo en esas supersticiones -declaró Kaminski.
– Tampoco yo -replicó Alinardo-, pero lo he visto con mis propios ojos.
– ¿Qué has visto? -insistió Kaminski-. ¿Cómo milagrosamente le hacía desaparecer a alguien los dolores?
Sergio Alinardo alzó tres dedos.
– ¡Lo juro! A Lundholm, el sueco. Naturalmente, no es algo que todo el mundo esté dispuesto a resistir.
Kaminski pensó en todo tipo de recetas poco apetitosas a base de orina de camello y testículos de mono pulverizados, de las que había oído hablar durante su estancia en Jiddah, pero que nunca quiso probar, ni siquiera en casos de máxima necesidad.
– No, gracias -rechazó la oferta implícita del italiano.
– Podrías ir a verlo -insistió Alinardo-. Ya sé que no es algo al alcance de todos, pero quien se somete al procedimiento se ve libre de sus dolores de cabeza y lleno de admiración por Kemal el herrero.
Las palabras de Alinardo aumentaron la curiosidad de Kaminski, que acabó por aceptar la visita al milagroso herrero; realmente, lo que quería saber era por qué el italiano se mostraba tan misterioso.
El herrero vivía en una pequeña edificación cuadrada con reducidas aberturas a modo de ventanas que daban a la Workshop Road. Bajo un cobertizo de planchas abolladas había una multitud de remolques y otros utensilios y herramientas que esperaban ser reparados. Sin duda, debían de estar allí desde hacía mucho tiempo pues estaban cubiertos de una espesa capa del blanco polvo del desierto.
Sergio detuvo su camioneta descubierta delante de la entrada. En ese mismo momento les llegó desde dentro un grito fuerte y doloroso como de una persona torturada y, seguidamente, vieron salir por la puerta a un egipcio joven que se detuvo un momento, como si oyera una llamada en su interior, para, al cabo de pocos segundos, obediente como un niño, alejarse de allí saltando de una pierna a la otra.
El italiano empujó a Kaminski delante de él en la entrada, desde la que los asaltó una oleada de calor aún mayor. Kemal levantó brevemente la vista al ver entrar a los dos europeos, pero no dijo nada y siguió ocupándose en el fuego de su fragua.
Kemal era viejo, incluso podría decirse que excesivamente viejo. Sus brazos desnudos, que salían del ceñido delantal de cuero, eran delgados y nervudos, y la piel de color gris pálido como si hiciera mucho tiempo que no le diera el sol. La breve mirada con que observó a los dos extranjeros debería haber bastado para descubrir que Kemal sólo tenía un ojo, o al menos sólo uno con el que pudiera ver, como se pudo apreciar cuando alzó la vista: bajo el párpado únicamente existía una mancha blanca.
– Este míster sufre terribles dolores de cabeza -anunció Alinardo dirigiéndose a Kemal.
Hizo un gesto con la cabeza, tan breve que casi hubo que adivinarlo. Igual de poco llamativo fue el movimiento de su brazo con el que señaló un taburete que había junto a la entrada para que Kaminski se sentara.
Inseguro, sin saber lo que iba a ocurrir y sin embargo motivado por el aire de autoridad que emanaba del herrero, Kaminski obedeció y tomó asiento. Estaba convencido y dispuesto a aceptar que éste le traería un brebaje y que él se lo arrojaría a la cabeza. Tampoco le hubiera sorprendido que el curandero apareciera con algún tipo de cigarro humeante, alguna droga que fumar. Pero lo que sucedió fue algo muy diferente.
Paralizado, Kaminski miró a Kemal que de repente estaba delante de él como un árbol rezumante de humedad. En la mano derecha llevaba unos alicates cortos y curvados que sujetaban un delgado clavo al rojo vivo. Hizo un movimiento tan rápido que Kaminski ni siquiera pudo cornprender lo que sucedía… y el herrero aplastó el clavo incandescente en medio de su cabeza. Kaminski sintió cómo el delgado hierro atravesaba su cuero cabelludo, percibió el pestilente olor de la carne y el pelo quemados y creyó que el clavo iba a atravesarle la tapa de los sesos… ¡Un aullido desesperado escapó de su garganta!
Kemal parecía haber estado esperando aquel grito, pues en ese mismo momento se alejó de su paciente tan repentinamente como se había acercado. Kaminski se precipitó al aire libre, pero apenas llegó a la luz del día se sintió mejor; buscó el dolor que aquel loco le había causado. Se quedó sorprendido. Con la manga se secó el sudor de la frente. No sentía dolor alguno, nada en absoluto. El martillo que antes parecía golpearle en el interior del cráneo había desaparecido.