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– Supongo -preguntó Kaminski con tono que pretendía ser indiferente- que la doctora Hornstein todavía no se ha dejado ver por aquí, en el casino.

– Estás bien equivocado si lo crees así. Se la ve ocasionalmente; por lo general, en compañía de su jefe el doctor Heckmann, pero si crees que…

– Te equivocarías -completó el sueco-. Creo que sólo hablan de enfermedades tropicales como la bilharziosis y la dermatosis escarificante.

Kaminski miró a Lundholm con incredulidad, asombrado de que el sueco fuera capaz de pronunciar palabras tan complicadas.

– Son las dos enfermedades más corrientes aquí en el campamento -le explicó seguidamente-, sobre todo entre los obreros. Sé de qué hablo porque yo mismo lo he sufrido. Al principio, solíamos bañarnos en el Nilo y allí nos contagiamos de las más repugnantes enfermedades de este mundo. Después construimos la piscina, y ahora eso ya no ocurre.

– Estoy hasta las narices de mujeres -empezó a hablar Arthur Kaminski de repente, cambiando de conversación-, podéis creerme.

Miró su vaso como si en él se reflejara todo su pasado. Lundholm y Alinardo esperaban que tras esa introducción fuera a contarles toda su vida, como todos ellos habían hecho en alguna ocasión, pero no fue así; Kaminski guardó silencio y se quedó con la mirada fija en el vaso.

– Está bien, hombre -trató de tranquilizarlo el italiano-. Aquí cada uno arrastra su propia carga; pero quien no se cayó nunca de narices jamás aprendió a levantarse.

Lundholm golpeó la espalda de Kaminski para darle ánimos y ya estaba a punto de despedirse en el momento en que los arqueólogos Istvan Rogalla y Hasan Moukhtar entraron en el casino y se dirigieron directamente a su mesa. Parecían alegres y excitados y estrecharon la mano de Lundholm felicitándole por haber logrado taponar con éxito la brecha causada por el agua.

El sueco les correspondió con una amplia sonrisa; estaba claro que le gustaban las alabanzas.

– Ése es mi trabajo, muchachos -les habló como si quisiera restarle importancia. Los demás, que no estaban informados, se volvieron para mirarlo con interés-. Sí, esta misma tarde hemos empezado a bombear el agua. Si no ocurre nada imprevisto, mañana estará todo seco.

Los presentes expresaron su reconocimiento en voz alta, aplaudieron y vitorearon a Lundholm y a la nación sueca. También Kaminski se dejó arrastrar por el entusiasmo y la reunión volvió a animarse con la celebración del éxito.

8

No lejos de la estación de ferrocarril de Asuán, en la calle que lleva a El-Deir, entre corpulentos eucaliptos plateados, se escondía una casa que los egipcios llamaban la datscha porque estaba habitada por rusos. Nadie, o al menos ninguno de los habitantes de Asuán, sabía con certeza quién vivía allí ni lo que ocurría detrás de la alta verja de hierro que rodeaba la villa. Los cables tensos que se extendían sobre el tejado horizontal y una antena entre los árboles llevaban a la sospecha de que la casa y los hombrees que la habitaban tenían algo que ver con el servicio secreto soviético. Y no estaban equivocados en sus suposiciones.

En aquellos días, Egipto entero estaba invadido por agentes del KGB. Incluso se contaba entre ellos un corpulento arzobispo de la Iglesia ortodoxa rusa en África, un entusiasta admirador de Beethoven y de Pushkin… No del poeta sino de una marca de vodka que lleva su nombre. Había también agentes egipcios que trabajaban para el KGB, así como griegos y franceses.

Jacques Balouet procedía de Toulon. Se parecía mucho a Claude Chabrol y, como éste, se le veía siempre con un cigarrillo en la comisura de los labios. Las gafas de concha de cristales oscuros le daban un aspecto solapado y astuto, y en realidad lo era. En Abu Simbel trabajaba como reportero gráfico; suministraba material sobre la marcha de los trabajos a los periódicos y a las agencias de prensa. Con absoluta regularidad, una vez por semana, viajaba a Asuán desde donde, por telefoto o por correo, enviaba fotografías y textos a todas partes del mundo. En el campamento estaba considerado un solitario no sólo por su conducta alejada del trato con los demás sino, sobre todo, porque no hablaba inglés y, menos aún, árabe. Su oficina de prensa estaba en una barraca de la Government ’s Road y sus desapariciones no eran por lo general advertidas por nadie en Abu Simbel.

En Asuán, Jacques Balouet solía tomar el camino hacia la casa escondida entre los eucaliptos donde la puerta enrejada siempre se le abría de modo misterioso. Un soldado ruso con uniforme gris y gorra de plato con bordes de color rojo recibía al francés en la puerta de entrada y lo llevaba a la presencia del coronel Smolitschew, el único ruso que le había sido presentado por su nombre, aunque era dudoso que fuera el verdadero. Éste, de espesas cejas negras y cabello plateado, parecía pasarse la vida detrás de una vieja mesa de despacho que hubiera resistido el dominio turco, fumaba gruesos papirossi y trataba siempre, sin demasiado éxito, de ponerle cara amable. Tres o a veces cuatro ayudantes y un intérprete, situados alrededor de la mesa, intentaban hacer lo mismo.

Aquella mañana pegajosa y polvorienta, el hombre del pelo cano se secó el sudor que perlaba su frente y no hizo el menor intento por parecer cordial, sino que con tono seco preguntó:

– ¿Qué noticias nos trae hoy?

El francés abrió su cartera de mano, sacó una fotografía de gran tamaño y sin una palabra la dejó sobre la mesa de despacho delante del ruso, cuya sombría expresión parecía animarse a cada segundo.

– Bien, bien -dijo brevemente y pasó la imagen a los hombres que lo acompañaban.

La foto mostraba la inundación de las aguas a los pies de los colosos de Ramsés en Abu Simbel.

Mientras Smolitschew disfrutaba viendo aquella prueba del fracaso ajeno, Balouet sacó una segunda fotografía que también le ofreció. Ésta mostraba el lugar ya casi seco después de la operación de bombeo. El coronel cogió la nueva foto y, como hiciera con la otra, se la enseñó a sus hombrees.

– Ésta es anterior, ¿no es eso?

Balouet agitó la mano en el aire y con dificultad trató de explicarle que la última imagen había sido tomada sólo hacía cuarenta y ocho horas.

Una vez que el intérprete le hubo aclarado las cosas al coronel, éste comenzó a maldecir; gritó y condenó a la Residentura y a todos sus agentes subordinados. Finalmente, trató de recuperar el aire que le faltaba y, sudoroso, preguntó:

– ¿Cómo ha podido pasar una cosa así?

El francés se quedó mudo, no sabía la respuesta. Su misión consistía en facilitar información gráfica de lo que ocurría en Abu Simbel y no en ejecutar los planes rusos. En esos momentos se enteró de que un capataz egipcio había sido sobornado para utilizar materiales inadecuados en la obra. En otras palabras, que los rusos estaban interesados en el fracaso de la «Joint Venture Abu Simbel»».

– Tschernoschopí! -repitió el coronel una y otra vez, palabra rusa que significaba «negro» con el mismo sentido despectivo y casi insultante que tiene entre los norteamericanos y que incluía en su desprecio a todos los de ese color de piel-. Tschernoschopí! ¿Qué es lo que ha salido mal?

Uno de los presentes tomó la palabra para explicar al coronel que verdaderamente el dique había cedido y que los terrenos de la obra situados delante del templo habían quedado inundados en gran parte, pero que entre los alemanes y los suecos había muy buenos ingenieros capaces de solucionar cualquier problema.

– ¿Y el gran pueblo de la Unión Soviética -gritó indignado Smolitschew- es que no tiene buenos ingenieros? ¿No ha sido el compañero Gagarin el primer hombre en el espacio? ¿No fue una obra de los ingenieros soviéticos la Wostock , la primera nave espacial? -El coronel se lanzó por el camino del patriotismo-: Abu Simbel se ha convertido en una cuestión de prestigio. Por lo tanto, es secundario su objetivo, sea cual sea. El que unas cuantas piedras viejas desaparezcan o no, sumergidas bajo las aguas de un embalse, tiene que sernos totalmente indiferente. Nuestra tarea es convertir a Egipto en la base principal desde la que dirigir la subversión contra el mundo árabe. Ya hemos logrado infiltrar a nuestra gente en el ejército, en las redacciones de los periódicos, en las universidades e, incluso, en IQS partidos políticos. Oficiales soviéticos mandan las tropas egipcias, ingenieros soviéticos dirigen a los obreros egipcios. Hoy día resulta casi imposible que en este país ocurra algo sin nosotros, pero en Abu Simbel parece que nos hubiéramos quedado dormidos.